127. Estaba sumida en la mayor de las ignorancias... Por la noche sufrí violentas hemorragias acompañadas de fuertes cólicos y no pude descansar un solo instante. Al rayar el día, corrí en busca de mi madre y, sin dejar de sollozar, le pedí consejo. Pero no obtuve más que esta severa reprimenda: «Deberías haberte dado cuenta antes y no manchar de ese modo las sábanas.» Esa fue toda la explicación que me dio. Naturalmente, me devané los sesos pensando qué crimen podría haber cometido y sentí una terrible angustia.
Yo sabía ya lo que era. Incluso aguardaba la cosa con impaciencia, porque esperaba que mi madre me revelaría entonces la forma en que se fabrican los niños. Llegó el célebre día, pero mi madre guardó silencio. Sin embargo, yo me sentía toda gozosa. «Ahora —me decía para mis adentros— también tú puedes hacer niños: ya eres una señora.»
Esa crisis se produce a una edad todavía tierna; el muchacho no llega a la adolescencia más que a los quince o dieciséis años; la muchacha se torna mujer entre los trece y los dieciséis. Pero no es de ahí de donde procede la diferencia esencial de su experiencia; tampoco reside en las manifestaciones fisiológicas que le dan, en el caso de la joven, su tremendo esplendor: la pubertad adopta en ambos sexos una significación radicalmente distinta, puesto que no anuncia a los dos un mismo porvenir.
También los muchachos, ciertamente, en el momento de su pubertad, sienten su cuerpo como una presencia embarazosa; pero, orgullosos de su virilidad desde la infancia, es a esa virilidad a la que, orgullosamente, trascienden el momento de su formación; se muestran entre sí con orgullo el vello que les crece en las piernas y que los convierte en hombres; más que nunca, su sexo es objeto de comparación y desafío. Convertirse en adultos es una metamorfosis que los intimida: muchos adolescentes experimentan angustia cuando se anuncia una libertad exigente, pero acceden con alegría a la dignidad de varón. Por el contrario, para transformarse en persona mayor, la niña tiene que confinarse en los límites que le impondrá su feminidad. El muchacho admira en su vello naciente promesas indefinidas; ella permanece confundida ante el «drama brutal y cerrado» que detiene su destino. Al igual que el pene extrae del contexto social su valor privilegiado, del mismo modo es el contexto social el que hace de la menstruación una maldición. El uno simboliza la virilidad, la otra la feminidad, y porque la feminidad significa alteridad e inferioridad, su revelación es acogida con escándalo. La vida de la niña siempre se le ha presentado como determinada por esa impalpable esencia a la cual la ausencia de pene le impide lograr una figura positiva: es ella la que se descubre en el flujo rojo que se escapa entre sus muslos. Si ya ha asumido su condición, acoge el acontecimiento con alegría... «Ahora, ya eres una señora.» Si la ha rechazado siempre, el veredicto sangriento la fulmina; lo más frecuente es que vacile: la mancilla menstrual la inclina hacia el disgusto y el temor. «¡He ahí lo que significan esas palabras: ser mujer!» La fatalidad que hasta entonces pesaba sobre ella confusamente y desde fuera, está agazapada en su vientre; no hay medio de escapar; y se siente acosada. En una sociedad sexualmente igualitaria, no encararía ella la menstruación sino como su manera singular de acceder a su vida adulta; el cuerpo humano conoce en hombres y mujeres muchas otras servidumbres más repugnantes, a las cuales se acomodan fácilmente, porque, siendo comunes a todos, no representan una tara para nadie; las reglas inspiran horror a la adolescente, porque la precipitan a una categoría inferior y mutilada. Ese sentimiento de degradación pesará abrumadoramente sobre ella. Conservaría el orgullo de su cuerpo sangrante si no perdiese su orgullo de ser humano. Y si consigue preservar este orgullo, sentirá mucho menos vivamente la humillación de su carne: la joven que, en actividades deportivas, sociales, intelectuales, místicas, se abre los caminos de la trascendencia, no verá en su especificación una mutilación y la superará fácilmente. Si en esa época se desarrollan con tanta frecuencia psicosis en la joven, es debido a que se siente sin defensa ante una sorda fatalidad que la condena a pruebas inimaginables; su feminidad significa a sus ojos enfermedad, sufrimiento y muerte; y a ella le fascina ese destino.
Un ejemplo que ilustra de manera impresionante estas angustias es el de la enferma descrita por H. Deutsch bajo el nombre de Molly:
Molly tenía catorce años cuando empezó a sufrir trastornos psíquicos; era la cuarta hija de una familia de cinco; el padre, muy severo, criticaba a sus hijas en cada comida, la madre era desdichada y a menudo no se hablaba con su marido. Uno de los hermanos había huido de casa. Molly estaba ventajosamente dotada, bailaba muy bien los zapateados, pero era tímida y le afectaba penosamente el ambiente familiar; los chicos le daban miedo. Su hermana mayor se casó contra la voluntad de su madre, y a Molly le interesó mucho el embarazo de su hermana, que tuvo un parto difícil y fue preciso emplear los fórceps; Molly, que supo los detalles del mismo y que se enteró de que frecuentemente las mujeres morían de parto, quedó muy impresionada. Durante dos meses, cuidó del recién nacido; cuando su hermana se fue de la casa, hubo una escena terrible en el curso de la cual se desmayó la madre; también Molly se desvaneció: había visto a compañeras suyas desvanecerse en clase, y las ideas relativas a la muerte y los desvanecimientos la obsesionaban. Cuando tuvo la primera regla, le dijo a su madre con aire embarazado: «Ya ha llegado la cosa», y se fue a comprar paños higiénicos en compañía de su hermana; en la calle se encontraron con un hombre y ella bajó la cabeza; de manera general, manifestaba disgusto con respecto a ella misma. No sufría durante las menstruaciones, pero siempre procuraba ocultárselas a su madre. Una vez, después de observar una mancha en las sábanas, su madre le preguntó si estaba indispuesta y ella lo negó, aunque era verdad. Un día le dijo a su hermana: «Ahora me puede suceder todo. Puedo tener un hijo.» «Para eso tendrías que vivir con un hombre», le replicó su hermana. «Pero si ya vivo con dos hombres: papá y tu marido.»
El padre no permitía a sus hijas que saliesen solas de noche por temor a que las violaran, y tales temores contribuyeron a dar a Molly la idea de que los hombres eran seres temibles; el miedo a quedar encinta, a morir de parto, adquirió tal intensidad a partir del momento en que tuvo sus reglas, que poco a poco se negó a salir de su habitación e incluso quería quedarse todo el día en la cama; sufría terribles crisis de ansiedad si la obligaban a salir, y si tenía que alejarse de casa, era víctima de un ataque y se desvanecía. Tenía miedo de los automóviles, de los taxis; ya no podía dormir; creía que por la noche entraban ladrones en la casa, gritaba y lloraba. Tenía manías alimentarías y en ocasiones comía demasiado para no desmayarse; también se sentía atemorizada cuando estaba encerrada. No pudo seguir asistiendo a la escuela, ni llevar una vida normal.
Una historia análoga, que no se liga a la crisis de la menstruación, pero que manifiesta la ansiedad que experimenta la muchacha con respecto a su interior, es la de Nancy128.
Cuando tenía unos trece años de edad, la pequeña era íntima de su hermana mayor y se sintió muy orgullosa de recibir sus confidencias cuando esta se prometió en secreto y luego se casó: compartir el secreto de una persona mayor equivalía a ser admitida entre los adultos. Durante algún tiempo, vivió en casa de su hermana; pero, cuando esta le anunció que iba a «comprar» un bebé, Nancy sintió celos de su cuñado y del niño que vendría; le resultaba insoportable ser tratada de nuevo como si fuese una niña con quien hubiese que andar con tapujos. Empezó a experimentar trastornos internos y quiso que la operasen de apendicitis; la operación tuvo éxito, pero, durante su permanencia en el hospital, Nancy vivió en medio de una terrible agitación; tenía violentas escenas con la enfermera, a quien aborrecía con toda su alma; trató de seducir al médico, le daba citas, se mostraba provocativa y exigía en medio de crisis nerviosas que la tratase como a una mujer; se acusaba de ser responsable de la muerte de un hermanito, sobrevenida años antes; y, sobre todo, estaba segura de que no le habían extirpado el apéndice y que habían olvidado un escalpelo en su estómago: exigí¿) que la examinasen por rayos X, so pretexto de haberse tragado una moneda.
Este deseo de sufrir una operación —y en particular la de la ablación del apéndice— se encuentra con frecuencia a esa edad; las muchachitas expresan de ese modo su temor a la violación, el embarazo y el parto. Experimentan en el vientre oscuras amenazas y esperan que el cirujano las salvará de aquel desconocido peligro que las acecha.
No es solamente la aparición de las reglas lo que anuncia a la niña su destino de mujer. En ella se producen otros fenómenos sospechosos. Hasta entonces su erotismo era clitoridiano. Es muy difícil saber si las prácticas solitarias están menos extendidas entre las muchachas que entre los muchachos; la niña se entrega a ellas en los dos primeros años, tal vez incluso desde los primeros meses de su vida; parece ser que las abandona hacia los dos años para no reanudarlas sino mucho más tarde; por su conformación anatómica, ese tallo plantado en la carne masculina solicita las caricias más que una mucosa secreta; pero los azares de un frotamiento —la niña que utiliza aparatos de gimnasia, trepa a los árboles o monta en bicicleta—, de un contacto con ciertas prendas, de un juego o de una iniciación por parte de sus camaradas, de sus mayores, de adultos, revelan frecuentemente a la niña sensaciones que ella se esfuerza por resucitar. En todo caso, el placer, cuando llega, es una sensación autónoma: tiene la ligereza y la inocencia de todas las diversiones infantiles129. La niña apenas establecía antes una relación entre estas delectaciones íntimas y su destino de mujer; sus relaciones sexuales con los chicos, si las había, se basaban esencialmente en la curiosidad. Pero he aquí que se siente invadida por confusas emociones en las cuales ya no se reconoce. La sensibilidad de las zonas erógenas se desarrolla, y estas son en la mujer tan numerosas, que se puede considerar a todo su cuerpo como erógeno: eso es lo que le revelan caricias familiares, besos inocentes, el contacto indiferente de una costurera, de un médico, de un peluquero, una mano amiga que se posa en sus cabellos o en su nuca; experimenta y a menudo busca deliberadamente una turbación más profunda en sus juegos, en sus luchas con chicos o chicas: así Gilberte luchando en los Campos Elíseos con Proust; entre los brazos de su pareja de baile, bajo la mirada ingenua de su madre, conoce extrañas languideces. Por otra parte, incluso los adolescentes más protegidos están expuestos a experiencias de este tipo; en los medios «bien» se silencian de común acuerdo esos desagradables incidentes; pero es frecuente que ciertas caricias de amigos de la casa, tíos, primos, por no decir nada de abuelos y padres, sean mucho menos inofensivas de lo que supone la madre; un profesor, un sacerdote, un médico, han podido mostrarse audaces e indiscretos. Se hallarán relatos de tales experiencias en L'asphyxie, de Violette Leduc; en La haine maternelle, de S. de Tervagnes, y en L'orange bleue, de Yassu Gauclère. Stekel estima que los abuelos, entre otros, son con frecuencia muy peligrosos.
«Tenía yo quince años. La víspera del entierro, mi abuelo había venido a dormir a casa. A la mañana siguiente, cuando mi madre ya se había levantado, él me preguntó si no podía venir a mi cama para jugar conmigo; yo me levanté inmediatamente, sin contestarle... Empezaba a tener miedo de los hombres.» He ahí lo que cuenta una mujer