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Preciso es volver a recordar el caso de Marie Bashkirtseff:
Durante toda mi vida, he tratado de situarme voluntariamente bajo una dominación ilusoria cualquiera; pero todas aquellas gentes con las cuales lo he intentado eran tan ordinarias comparadas conmigo, que solo me han producido asco.
Por otra parte, es verdad que el papel sexual de la mujer es en gran parte pasivo; pero vivir inmediatamente esa situación pasiva no es masoquismo como tampoco es sadismo la normal agresividad del hombre; la mujer puede trascender caricias, turbación y penetración hacia su propio placer, manteniendo así la afirmación de su subjetividad; también puede buscar la unión con el amante y entregarse a él, lo cual significa una superación de sí misma y no una abdicación. El masoquismo aparece cuando el individuo opta por dejar que la conciencia de otro le constituya en pura cosa, por representarse a sí mismo como cosa, por jugar a ser una cosa. «El masoquismo no es una tentativa de fascinar al otro por mi objetividad, sino de fascinarme a mí mismo por mi objetividad para con otro170.» La Juliette de Sade o la joven doncella de la Filosofía en el tocador que se entregan al varón de todas las maneras posibles, pero con la exclusiva finalidad de su propio placer, no son en modo alguno masoquistas. Para que se pueda hablar de masoquismo, es preciso que el yo sea planteado y que considere a ese doble enajenado como fundado por la libertad de otro.
En este sentido se encontrará, en efecto, en algunas mujeres un verdadero masoquismo. La joven está dispuesta a ello, porque es narcisista de buen grado y porque el narcisismo consiste en enajenarse en su ego. Si, desde el principio de su iniciación erótica, experimentara una honda turbación y un deseo violento, viviría auténticamente sus experiencias y cesaría de proyectarlas hacia ese pálido ideal al que denomina yo; pero, en la frigidez, el yo continúa afirmándose; hacerlo cosa de un varón aparece entonces como una falta. Ahora bien, «el masoquismo, como el sadismo, es asunción de culpabilidad. Soy culpable, en efecto, por el solo hecho de que soy objeto». Esta idea de Sartre coincide con la noción freudiana de autocastigo. La joven se estima culpable por entregar su yo a otro, y se castiga por ello redoblando voluntariamente humillación y servidumbre; ya hemos visto cómo las vírgenes desafiaban a su futuro amante y se castigaban por su sumisión venidera infligiéndose diversas torturas; cuando el amante es real y está presente, ellas se obstinan en esta actitud. La frigidez misma ya se nos ha presentado como un castigo que la mujer impone tanto a su pareja como a sí misma: herida en su vanidad, siente rencor contra él y contra sí misma, y se prohíbe el placer. En el masoquismo se hará perdidamente esclava del varón, le dirigirá palabras de adoración, deseará ser humillada, golpeada; se enajenará cada vez más profundamente, enfurecida por haber consentido en la enajenación. Esa es claramente la actitud de Mathilde de la Mole, por ejemplo; se odia por haberse entregado a Julien, y por ese motivo, en algunos momentos, cae a sus pies, quiere plegarse a todos sus caprichos, le inmola su cabellera; pero, al mismo tiempo, se rebela tanto contra él como contra sí misma; se la adivina helada entre sus brazos. El fingido abandono de la mujer masoquista crea nuevas barreras que le prohíben el placer, y, al mismo tiempo, es de esta incapacidad por conocer el placer de lo que ella se venga contra sí misma. El círculo vicioso que va de la frigidez al masoquismo puede anudarse para siempre, comportando entonces, por compensación, actitudes sádicas. También puede ocurrir que la madurez erótica libere a la mujer de su frigidez, de su narcisismo, y que, asumiendo su pasividad sexual, la viva inmediatamente en lugar de hacer un juego de ella. Porque lo paradójico del masoquismo consiste en que el sujeto se reafirma sin cesar en su propio esfuerzo por abdicar; es en la entrega irreflexiva, en el movimiento espontáneo hacia el otro, donde logra olvidarse.
Así, es cierto que la mujer se verá más solicitada que el hombre por la tentación masoquista; su situación erótica de objeto pasivo la compromete a jugar a la pasividad; ese juego es el autocastigo al cual le invitan sus rebeliones narcisistas y la frigidez que es consecuencia de ellas; el hecho es que muchas mujeres, y en particular las jóvenes, son masoquistas. Hablando de sus primeras experiencias amorosas, Colette nos confía en Mes apprentissages:
Con ayuda de la juventud y la ignorancia, yo había empezado por la embriaguez, una culpable embriaguez, un horrendo e impuro impulso de adolescente. Son numerosas las muchachas apenas núbiles que sueñan con ser el espectáculo, el juego, la obra maestra libertina de un hombre maduro. Es un feo deseo que expían satisfaciéndolo, un deseo parejo a las neurosis de la pubertad, la costumbre de mordisquear la tiza y el carbón, de beber agua con dentífrico, de leer libros sucios y de clavarse alfileres en la palma de la mano.
No puede decirse mejor que el masoquismo forma parte de las perversiones juveniles; que no es una auténtica solución del conflicto creado por el destino sexual de la mujer, sino una manera de rehuirlo revolcándose en él. No representa en modo alguno la floración normal y feliz del erotismo femenino.
Esa floración supone que —en el amor, la ternura, la sensualidad— la mujer logra superar su pasividad y establecer con su pareja unas relaciones de reciprocidad. La asimetría del erotismo macho y hembra crea problemas insolubles en tanto haya lucha de sexos; esos problemas podrían zanjarse fácilmente si la mujer percibiese en el hombre deseo y respeto, al mismo tiempo; si él la codicia en su carne, sin dejar de reconocer su libertad, ella se considera lo esencial en el momento en que se hace objeto, permanece libre en la sumisión en que consiente. Entonces, los amantes pueden conocer, cada cual a su manera, un goce común; el placer es experimentado por cada uno de ellos como suyo, aun teniendo su origen en el otro. Las palabras recibir y dar intercambian su sentido; el goce es gratitud; el placer, ternura. Bajo una forma concreta y carnal, se cumple el reconocimiento recíproco del yo y del otro en la más aguda conciencia del otro y del yo. Algunas mujeres dicen que sienten en ellas el sexo masculino como una parte de su propio cuerpo; algunos hombres creen ser la mujer en la cual penetran; estas expresiones son, evidentemente, inexactas; la dimensión del otro permanece; pero el hecho es que la alteridad ya no tiene un carácter hostil; esta conciencia de la unión de los cuerpos en su separación es la que confiere al acto sexual su carácter conmovedor; ese acto es tanto más trastornador cuanto que los dos seres que juntos niegan y afirman apasionadamente sus límites, son semejantes y, no obstante, son diferentes. Esta diferencia que, con demasiada frecuencia, los aísla, se convierte cuando se unen en fuente de su maravilla; en el ardor viril, la mujer contempla la figura invertida de la fiebre inmóvil que la quema; la potencia del hombre es el poder que ella ejerce sobre él; ese sexo hinchado de vida le pertenece como su sonrisa pertenece al hombre que le da el placer. Todas las riquezas de la virilidad y la feminidad, al reflejarse y captarse las unas a través de las otras, componen una conmovedora y extática unidad. Lo que necesita una tal armonía no son refinamientos técnicos, sino más bien una recíproca generosidad de cuerpo y alma, sobre la base de un atractivo erótico inmediato.
Esa generosidad está, a menudo, impedida en el hombre por su vanidad, y en la mujer por su timidez; mientras no haya superado sus inhibiciones, esta última no podrá hacerla triunfar. Por ese motivo, la plena expansión sexual de la mujer es, por lo general, bastante tardía: hacia los treinta y cinco años es cuando alcanza eróticamente su apogeo. Desgraciadamente, si es casada, su esposo ya está demasiado habituado a su frigidez; todavía puede seducir a nuevos amantes, pero ya empieza a perder lozanía: su tiempo está contado. En el momento. en que dejan de ser deseables, es cuando muchas mujeres se deciden, por fin, a asumir sus deseos.
Las condiciones en las cuales se desarrolla la vida sexual de la mujer dependen, no solo de estos datos, sino de todo el conjunto de su situación social y económica. Sería una abstracción pretender estudiarlo más adelante sin este contexto. De nuestro examen, empero, se deducen varias conclusiones generalmente valederas. La experiencia erótica es una de las que descubren a los seres humanos de la forma más punzante lo ambiguo de su condición; en ella se experimentan como carne y como espíritu, como el otro y como sujeto. Ese conflicto reviste el carácter más dramático para la mujer, ya que ella se capta inmediatamente como objeto y no halla enseguida en el placer una segura autonomía; necesita reconquistar su dignidad de sujeto trascendente y libre, mientras asume su condición carnal: se trata de una empresa difícil y erizada de riesgos en la que a menudo zozobra. Pero la misma dificultad de su situación la defiende contra los engaños en que se deja prender el hombre, que cae con gusto en la trampa de los falaces privilegios que implican su papel agresivo y la soledad satisfecha del orgasmo; el hombre vacila en reconocerse plenamente como carne. La mujer tiene de sí misma una experiencia más auténtica.
Aunque se adapte más o menos exactamente a su papel pasivo, la mujer siempre se siente frustrada en tanto que individuo activo. No es el órgano de la posesión lo que le envidia al hombre, sino su presa. Curiosa paradoja es que el, hombre viva en un mundo sensual de dulzura, ternura y suavidad, un mundo femenino, en tanto que la mujer se mueve en el universo masculino, que es duro y severo; sus manos conservan el deseo de oprimir la carne tersa, la pulpa fundente: adolescente, mujer, flores, pieles, niño; toda una parte de sí misma permanece disponible y desea la posesión de un tesoro análogo al que ella entrega al varón. Ello explica que en muchas mujeres subsista, de manera más o menos larvada, una tendencia a la homosexualidad. Hay mujeres en quienes, por un conjunto de complejas razones, esa tendencia se afirma con particular autoridad. No todas ellas aceptan dar a sus problemas sexuales la solución clásica, única oficialmente admitida por la sociedad. Hemos de enfrentarnos también con aquellas otras que eligen los caminos condenados.