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Sin embargo, cuanto más madura la joven, más le pesa la autoridad materna. Si en casa lleva una vida hogareña, sufre por no ser más que una asistenta; querría consagrar su trabajo a su propio hogar, a sus propios hijos. A menudo la rivalidad con su madre se exacerba: en particular una hija mayor se irrita si le nacen más hermanitos o hermanitas; considera que su madre ya «ha hecho lo suyo» y que ahora le toca a ella engendrar, reinar. Si trabaja fuera de casa, cuando regresa a ella sufre porque la traten como a un simple miembro de la familia y no como a un individuo autónomo.
Menos novelesca que antaño, empieza a pensar mucho más en el matrimonio que en el amor. Ya no adorna a su futuro esposo con una aureola de prestigio: lo que desea es tener en este mundo una posición estable, empezar a llevar su vida de mujer. Virginia Woolf describe así las fantasías de una rica joven campesina:
Muy pronto, en la hora cálida del mediodía, cuando las abejas zumban alrededor de las madreselvas, llegará mi bienamado. Pronunciará una sola palabra y yo le contestaré también con una sola. Le haré el don de todo cuanto ha crecido en mí. Tendré hijos, tendré criadas con delantales y obreras que portarán rodetes en la cabeza para la carga. Tendré una cocina adonde llevarán en cestos corderillos enfermos para que se calienten, y en donde los jamones colgarán de las vigas y relucirán las ristras de cebollas. Me pareceré a mi madre, callada, con un delantal azul, y llevaré en la mano las llaves de los armarios