113... A la mañana siguiente, pensaba un poco en ello mientras me lavaba. No sé por qué el rostro enjabonado que contemplaba en el espejo me encantaba (el resto del tiempo no me encontraba bonita) y me llenaba de esperanza. Habría contemplado durante horas enteras aquella faz nebulosa y un poco conmovida que parecía esperarme a lo lejos, en el camino del porvenir. Pero era preciso apresurarse; una vez que me hubiese enjugado, todo terminaba y volvía a encontrar mi trivial carita de niña que ya no me interesaba.
Juegos y sueños orientan a la niña hacia la pasividad; pero, antes de hacerse mujer, es un ser humano; y ya sabe que aceptarse como mujer equivale a denegarse y mutilarse; si la negación es tentadora, la mutilación es odiosa. El Hombre, el Amor, están todavía muy lejos, en las brumas del porvenir; en el presente, la niña, al igual que sus hermanos, busca la actividad, la autonomía. El fardo de la libertad no es pesado para los niños, porque no implica responsabilidad; ellos se saben en seguridad al amparo de los adultos: no se sienten tentados por la huida. Su espontáneo impulso hacia la vida, su gusto por el juego, la risa y la aventura llevan a la niña a encontrar estrecho y asfixiante el círculo maternal. Querría escapar a la autoridad de su madre. Es una autoridad que se ejerce de manera mucho más cotidiana e íntima que la que han de aceptar los chicos. Raros son los casos en que se muestra tan comprensiva y discreta como esa «Sido» que Colette pinta con amor. Sin hablar de los casos cuasi patológicos —que son frecuentes114— en los que la madre es una suerte de verdugo, saciando en la niña su instinto de dominación y su sadismo, la niña es un objeto privilegiado frente al cual pretende afirmarse como sujeto soberano; esa protección lleva a la niña a encabritarse con rebeldía. Colette Audry ha descrito esta rebeldía de una niña normal contra una madre normal:
No habría podido responder con la verdad, por inocente que fuese esta, ya que jamás me sentía inocente delante de mamá. Ella era la gran persona esencial, y yo la detestaba tanto por eso, que todavía no estoy curada de ese aborrecimiento. Había en lo más hondo de mí una especie de herida tumultuosa y feroz que estaba segura de encontrar siempre en carne viva... No pensaba que fuese demasiado severa ni que no tuviese derecho a hacer lo que hacía. Pensaba simplemente: no, no, no, con todas mis fuerzas. No le reprochaba el hecho mismo de su autoridad, ni las órdenes o las prohibiciones arbitrarias, sino su deseo de hacerme entrar por el aro. Lo decía así algunas veces, y, cuando no lo decía, lo decían sus ojos, lo decía su voz. O bien contaba a otras damas que los niños son mucho más dóciles después de aplicarles un correctivo. Estas palabras se me quedaban atravesadas en la garganta, inolvidables: no podía vomitarlas, no podía tragarlas. Esta cólera era mi culpabilidad ante ella y también mi vergüenza ante mí misma (porque, en definitiva, ella me atemorizaba y yo no tenía en mi activo, a guisa de represalias, más que algunas palabras violentas o algunas insolencias), pero también mi gloria, a pesar de todo, mientras la herida estuviese allí y se mantuviese viva la muda locura que me sobrevenía con solo repetir: pasar por el aro, docilidad, correctivo, humillación, no pasaré por el aro.
La rebelión es tanto más violenta cuanto que a menudo la madre pierde su prestigio. Se presenta como la que espera, la que sufre, la que se queja, la que llora, la que hace escenas: y, en la realidad cotidiana, ese ingrato papel no conduce a ninguna apoteosis; como víctima, es despreciada; como arpía, detestada; su destino aparece como el prototipo de la insulsa repetición: para ella, la vida no hace sino repetirse estúpidamente, sin ir a ninguna parte; obstinada en su papel de ama de casa, detiene la expansión de la existencia, es obstáculo y negación. Su hija desea ardientemente no parecérsele. Rinde culto a las mujeres que han escapado a la servidumbre femenina: actrices, escritoras, profesoras; se entrega con ardor a los deportes, al estudio; trepa a los árboles, se desgarra la ropa, trata de rivalizar con los chicos. Lo más frecuente es que elija una amiga del alma a la cual se confía; es una amistad exclusiva como una pasión amorosa y que generalmente implica el compartir secretos sexuales: las niñas se intercambian los informes que han logrado procurarse y los comentan. Sucede con bastante frecuencia que se forme un triángulo, cuando una de las niñas se enamora del hermano de su amiga. Así, Sonia, en Guerra y paz, es la amiga del alma de Natacha, de cuyo hermano Nicolás está enamorada.
En todo caso, esa amistad se rodea de misterio; por lo común, la niña, en ese período, gusta de tener secretos: de la cosa más insignificante hace un secreto; así reacciona contra los tapujos que oponen a su curiosidad; también es una manera de darse importancia, cosa que busca por todos los procedimientos; procura intervenir en la vida de las personas mayores, inventa a su propósito novelas en las cuales no cree más que a medias y en las que desempeña un papel importantísimo. Con sus amigas, afecta responder con el desprecio al desprecio de los muchachos; forman rancho aparte, ríen y se mofan de ellos. Pero, en realidad, se siente halagada cuando la tratan en pie de igualdad y busca su aprobación. Le gustaría pertenecer a la casta privilegiada. El mismo movimiento que, en las hordas primitivas, somete la mujer a la supremacía masculina, se traduce en cada nueva iniciada por un rechazo de su suerte: en ella, la trascendencia condena lo absurdo de la inmanencia. La irrita verse vejada por las normas de la decadencia, embarazada por sus ropas, esclavizada por los cuidados de la casa, detenida en todos sus impulsos; sobre este punto se han hecho multitud de encuestas; todas ellas han arrojado, poco más o menos, el mismo resultado115: todos los chicos —como Platón en otro tiempo— declaran que les hubiera horrorizado ser niñas, y casi todas las niñas se muestran desoladas por no ser chicos. Según las estadísticas elaboradas por Havelock Ellis, de cada cien niños, solamente uno desearía ser niña, mientras que más del 75 por 100 de las niñas hubieran preferido cambiar de sexo. Según una encuesta de Karl Pipal (de la que habla Baudouin en su obra L'âme enfantine), de veinte muchachos de doce a catorce años, dieciocho dijeron que preferirían ser cualquier cosa antes que niñas, y de veintidós niñas, diez hubieran deseado ser niños; ellas exponían las razones siguientes: «Los varones están mejor: no tienen que sufrir como las mujeres... Mi madre me querría más... Un muchacho hace trabajos más interesantes... Un chico tiene más capacidad para estudiar... Me divertiría asustando a las chicas... Ya no tendría miedo a los chicos... Son más libres... Los juegos de los chicos son más divertidos... A ellos no les estorba la ropa...» Esta última observación se repite con frecuencia: las niñas se quejan casi todas de que las molestan sus ropas, de que no tienen libertad de movimientos, de verse obligadas a vigilar sus faldas o sus vestidos claros, tan fáciles de manchar. Hacia los diez o doce años, la mayor parte de las niñas son verdaderamente «chicos frustrados», es decir, niñas a quienes falta la licencia para ser varones. No solo sufren esto como una privación y una injusticia, sino que el régimen al cual se las condena es insano. La exuberancia de la vida tropieza en ellas con barreras, su vigor no empleado se torna nerviosismo; sus ocupaciones, demasiado juiciosas, no consumen su exceso de energía; se aburren, y, por aburrimiento y para compensar la inferioridad que padecen, se abandonan a ensueños morosos y novelescos; toman gusto a esas evasiones fáciles y pierden el sentido de la realidad; se entregan a sus emociones con una exaltación desordenada; a falta de obrar, hablan, mezclan de buen grado conversaciones serias con palabras sin pies ni cabeza; abandonadas, «incomprendidas», buscan consuelo en sentimientos narcisistas: se consideran heroínas de novela, se admiran a sí mismas y se lamentan; es natural que se hagan coquetas y comediantas, defectos estos que se acentuarán en el momento de la pubertad. Su malestar se traduce en impaciencias, crisis de cólera, lágrimas; tienen gusto por las lágrimas —gusto que conservan después muchas mujeres—, en gran parte porque les agrada representar el papel de víctimas: se trata, al mismo tiempo, de una protesta contra la dureza del destino y de una manera de presentarse bajo un aspecto conmovedor. «A las niñas les gusta tanto llorar, que he conocido algunas que iban a llorar delante de un espejo para gozar doblemente con sus lágrimas», cuenta monseñor Dupanloup. La mayor parte de sus dramas conciernen a sus relaciones con la familia; tratan de romper sus vínculos con la madre: tan pronto le son hostiles como conservan una aguda necesidad de su protección; querrían acaparar el amor del padre; son celosas, susceptibles, exigentes. A menudo inventan novelas; se imaginan que son niñas adoptadas, que sus padres no son sus verdaderos padres; les atribuyen una vida secreta; sueñan con sus relaciones; se imaginan de buen grado que el padre es un hombre incomprendido, desdichado, que no encuentra en su mujer la compañera ideal que su hija sabría ser para él; o, por el contrario, que la madre le encuentra con razón grosero y brutal, que siente horror ante la idea de toda relación física con él. Fantasmas, comedias, pueriles tragedias, falsos entusiasmos, rarezas; la razón de todo ello hay que buscarla, no en una misteriosa alma femenina, sino en la situación concreta de la niña.
Para un individuo que se experimenta como sujeto, autonomía, trascendencia, como un absoluto, es una extraña experiencia descubrir en sí mismo, a título de esencia dada, la inferioridad: es una extraña experiencia para quien se plantea ante sí como el Uno, verse revelado a sí mismo como disimilitud. Eso es lo que le sucede a la niña cuando, al hacer el aprendizaje del mundo, se capta en él como mujer. La esfera a la cual pertenece está cerrada por todas partes, limitada, dominada por el universo masculino: por alto que se ice, por lejos que se aventure, siempre habrá un techo sobre su cabeza y unas paredes que le impedirán el paso. Los dioses del hombre se hallan en un cielo tan lejano, que, en verdad, para él, no hay dioses: la niña, en cambio, vive entre dioses de rostro humano.
Esta situación no es única. Es también la que conocen los negros de Norteamérica, parcialmente integrados en una civilización que, no obstante, los considera como una casta inferior; lo que Big Thomas116 experimenta con tanto rencor en la aurora de su vida es esa inferioridad definitiva, esa disimilitud maldita que se inscribe en el color de su piel: contempla el paso de los aviones y sabe que, porque es negro, el cielo le está prohibido. Porque es hembra, la niña sabe que el mar y los polos, que mil aventuras, mil gozos, le están prohibidos: ha nacido del lado malo. La gran diferencia consiste en que los negros sufren su suerte en la revuelta: ningún privilegio compensa su dureza; en cambio, a la mujer se le invita a la complicidad. Ya he recordado que, junto a la auténtica reivindicación del sujeto que se quiere en soberana libertad, hay en el existente un deseo inauténtico de dimisión y de huida; son las delicias de la pasividad, que padres y educadores, libros y mitos, mujeres y hombres hacen espejear ante los ojos de la pequeña; durante los primeros años de su infancia, ya se le enseña a gustar esas delicias; la tentación se hace cada vez más insidiosa, y ella cede tanto más fatalmente cuanto que el impulso de su trascendencia choca con las más severas resistencias. Pero, al aceptar su pasividad, acepta también sufrir sin resistencia un destino que le van a imponer desde fuera, y esa fatalidad la espanta. Ya sea ambicioso, aturdido o tímido, el joven se lanza hacia un porvenir abierto; será marino o ingeniero, permanecerá en el campo o marchará a la ciudad, verá mundo, se hará rico; se siente libre ante un porvenir donde le esperan oportunidades imprevistas. La niña llegará a ser esposa, madre, abuela; tendrá la casa exactamente igual que lo ha hecho su madre; cuidará a sus hijos como la cuidaron a ella; tiene doce años y su historia ya está inscrita en el cielo; la descubrirá día tras día, sin hacerla jamás, siente curiosidad, pero se asusta cuando evoca esa vida cuyas etapas, todas, están previstas de antemano y hacia la cual la encamina ineluctablemente cada jornada.
Por eso a la niña le preocupan los misterios sexuales mucho más todavía que a sus hermanos; ciertamente, a ellos también les interesan apasionadamente, pero, en su porvenir, el papel de marido y de padre no es el que más le preocupa; en el matrimonio, en la maternidad, lo que está en juego es el destino entero de la pequeña, y, desde que empieza a presentir sus secretos, su cuerpo se le aparece odiosamente amenazado. La magia de la maternidad se ha disipado: que haya sido informada más o menos temprano, de manera más o menos coherente, ella sabe que el niño no aparece por azar en el vientre materno y que no es un golpe de varita mágica el que lo hace salir de allí; entonces se interroga a sí misma con angustia. A menudo, ya no le parece maravilloso, sino horrendo, que un cuerpo parásito deba proliferar en el interior de su cuerpo; la idea de aquella monstruosa hinchazón la espanta. ¿Y cómo saldrá el bebé? Aunque nadie le haya hablado nunca de los gritos y sufrimientos de la maternidad, ha sorprendido conversaciones, ha leído las palabras bíblicas: «Parirás con dolor»; presiente torturas que no podría ni siquiera imaginar; inventa extrañas operaciones en la región del ombligo; si supone que el feto será expulsado por el ano, no por ello se siente más tranquila: algunas muchachitas han sufrido crisis de estreñimiento neurótico, cuando han creído descubrir el proceso del nacimiento. Las explicaciones exactas no serán de gran ayuda, porque van a atormentarla imágenes de hinchazón, desgarramientos y hemorragia. La muchacha será tanto más sensible a esas visiones cuanto más imaginativa sea; pero ninguna podrá encararlas sin estremecerse. Colette cuenta que su madre la encontró desvanecida después de haber leído en una novela de Zola la descripción de un nacimiento.
El autor pintaba el parto «con un crudo y brusco lujo de detalles, una minuciosidad anatómica, una complacencia en el color, la actitud y el grito, en los que no reconocí nada de mi tranquila experiencia de joven campesina. Me sentí invadida de credulidad, despavorida, amenazada en mi destino de pequeña hembra... Otras palabras pintaban ante mis ojos la carne rasgada, el excremento, la sangre sucia... El césped me recogió tendida y desmadejada como una de aquellas pequeñas liebres que los cazadores furtivos llevaban, recién muertas, a la cocina».
Las palabras tranquilizadoras que ofrecen las personas mayores dejan inquieta a la niña; al crecer, aprende a no creer ya en la palabra de los adultos; con frecuencia ha sido sobre los misterios mismos de la generación donde ha descubierto sus mentiras; y sabe igualmente que ellos consideran normales las cosas espantosas; si ha experimentado algún choque físico violento, como una extirpación de amígdalas, una extracción dental, un panadizo abierto con el bisturí, proyectará sobre el parto la angustia cuyo recuerdo ha conservado.
El carácter físico del embarazo y del parto sugiere inmediatamente que entre los esposos sucede algo de tipo físico. La palabra «sangre», que a menudo se encuentra en expresiones tales como «hijo de la misma sangre, pura sangre, sangre mezclada», orienta en ocasiones la imaginación infantil; se supone que el matrimonio va acompañado de alguna transfusión solemne. Pero lo más frecuente es que la «cosa física» aparezca ligada al sistema urinario y excretorio; en particular los niños suponen de buen grado que el hombre orina dentro de la mujer. Se piensa en la operación sexual como en una cosa sucia. Eso es lo que trastorna al niño, para quien las cosas «sucias» siempre han estado rodeadas de los más severos tabúes: así, pues, ¿cómo sucede que los adultos las integren en su vida? Al principio, el niño está defendido contra el escándalo por lo absurdo mismo de lo que descubre: no encuentra sentido alguno a lo que oye contar, a lo que lee, a lo que ve; todo le parece irreal. En el encantador libro de Carson Mac Cullers titulado The member of the wedding, la joven heroína sorprende en el lecho a dos vecinos desnudos; la anomalía misma del caso impide que le conceda la menor importancia.
Era un domingo de verano, y la puerta de los Marlowe estaba abierta. Ella solo podía ver una parte de la habitación, una parte de la cómoda y únicamente el pie de la cama, sobre el que estaba tirado el corsé de la señora Marlowe. Pero en la tranquila estancia sonaba un ruido que ella no identificaba, y, cuando avanzó hasta el umbral, quedó asombrada ante un espectáculo que al primer vistazo la hizo precipitarse hacia la cocina gritando: «¡El señor Marlowe tiene una crisis!» Berenice se había precipitado hacia el vestíbulo, pero cuando miró en la habitación, no hizo más que apretar los labios y cerró la puerta de golpe... Frankie había tratado de preguntar a Berenice para descubrir lo que era aquello. Pero Berenice se había limitado a contestar que era gente vulgar y había añadido que, por consideración a cierta persona, al menos deberían haber cerrado la puerta. Frankie sabía quién era aquella persona, y, sin embargo, no comprendía nada. ¿Qué clase de crisis era aquélla?, preguntó. Pero Berenice respondió únicamente: «Mi pequeña, no ha sido más que una crisis normal.» Y Frankie comprendió por el tono de su voz que no le decía todo. Más tarde, solo recordó a los Marlowe como gente vulgar...
Cuando se previene a los niños contra los desconocidos, cuando delante de ellos se interpreta un incidente sexual, se les habla de buen grado de enfermos, de maníacos, de locos; es una explicación cómoda; la muchachita palpada por su vecino de butaca en el cine, aquella otra delante de la cual un transeúnte se desabrocha la bragueta, piensan que han tenido que habérselas con locos; ciertamente, el encuentro con la locura es desagradable: un ataque de epilepsia, una crisis de histerismo, una discusión violenta, revelan los defectos en el orden del mundo de los adultos, y el niño que es testigo de ellos se siente en peligro; pero, en fin, lo mismo que en una sociedad armoniosa hay vagabundos, mendigos, tullidos de llagas horrendas, también puede haber ciertos anormales, sin que los fundamentos de aquella se resquebrajen. El niño sólo siente verdadero miedo cuando sospecha que los padres, los amigos y los maestros celebran a escondidas misas negras.
Cuando me hablaron por primera vez de las relaciones sexuales entre el hombre y la mujer, yo declaré que era imposible, ya que mis padres también deberían tenerlas y yo los estimaba demasiado para creerlo. Dije que era demasiado repugnante para que yo lo hiciese jamás. Desgraciadamente, había de desengañarme poco después, al oír lo que hacían mis padres... Aquel momento fue espantoso; me tapé la cabeza con las sábanas, me taponé los oídos y deseé estar a mil kilómetros de allí117.
¿Cómo pasar de la imagen de gentes vestidas y dignas, esas gentes que enseñan la decencia, la reserva, la razón, a la de dos bestias desnudas que se enfrentan? Hay ahí una oposición de los adultos consigo mismos que sacude su pedestal y entenebrece el cielo. A menudo el niño rechaza obstinadamente la odiosa revelación: «Mis padres no hacen eso», declara. O bien procura formarse del coito una imagen decente: «Cuando los padres quieren tener un niño —decía una pequeña—, van al médico, se desnudan, se vendan los ojos, porque no hay que mirar; luego, el médico los junta y ayuda para que todo marche bien»; había convertido el acto amoroso en una operación quirúrgica, sin duda poco agradable, pero tan honorable como una visita al dentista. Sin embargo, y pese a negativas y huidas, el malestar y la duda se insinúan en el corazón del niño; se produce un fenómeno tan doloroso como el del destete: ya no es que se arranque al niño de la carne materna, sino que a su alrededor se derrumba el universo protector; se encuentra sin techo sobre su cabeza, abandonado, absolutamente solo ante un porvenir poblado de tinieblas. Lo que aumenta la angustia de la niña es que no logra discernir exactamente los contornos de la equívoca maldición que pesa sobre ella. Los informes obtenidos son incoherentes, contradictorios los libros; ni siquiera las exposiciones técnicas disipan las densas sombras; se plantean cien preguntas: ¿Es doloroso el acto sexual? ¿Es delicioso? ¿Cuánto tiempo dura? ¿Cinco minutos o toda la noche? A veces se lee que una mujer se ha convertido en madre después de un solo abrazo, y otras veces, en cambio, permanece estéril después de muchas horas de voluptuosidad. ¿La gente «hace eso» todos los días? ¿O lo hace raras veces? El niño trata de informarse leyendo la Biblia, consultando diccionarios, interrogando a camaradas...; tantea en medio de la oscuridad y la repugnancia. Sobre este punto, un documento interesante es la encuesta llevada a cabo por el doctor Liepmann; he aquí las respuestas que dieron algunas jovencitas respecto a su iniciación sexual:
Seguía errando con mis ideas nebulosas y extravagantes. Nadie abordaba el tema, ni mi madre, ni la maestra de escuela; ningún libro trataba la cuestión a fondo. Poco a poco, se tejía una especie de misterio, de peligro y de fealdad en torno al acto que en principio me pareciera tan natural. Las chicas que ya tenían doce años se servían de groseras bromas para tender una suerte de puente entre ellas y nuestras compañeras de clase. Todo ello era todavía tan vago y repelente, que se discutía respecto al lugar en que se formaban los niños, y si la cosa no tenía lugar más que una sola vez en el hombre, puesto que el matrimonio era la ocasión de semejante barahúnda. Mis reglas, que aparecieron cuando tenía quince años, fueron una nueva sorpresa para mí. Me vi arrastrada, a mi vez, de algún modo, a la ronda...
... ¡Iniciación sexual! He ahí una expresión a la que no debía aludirse en casa de nuestros padres... Yo buscaba en los libros, pero me atormentaba y enervaba buscando sin saber dónde hallar el camino a seguir... Yo iba a una escuela de niños, pero esa cuestión no parecía existir para el maestro. La obra de Horlam Garçonnet et fillette me reveló, al fin, la verdad. Mi estado de crispación, de sobrexcitación insoportable, se disipó, aunque entonces fuese muy desdichada y necesitase mucho tiempo para reconocer y comprender que únicamente el erotismo y la sexualidad constituyen el verdadero amor.
Etapas de mi iniciación: I. Primeras preguntas y algunas vagas nociones (en modo alguno satisfactorias). Desde los tres años y medio hasta los once... Ninguna respuesta a las preguntas que formulé durante los años siguientes. Cuando tenía siete años, al dar de comer a mi coneja, vi de pronto arrastrarse debajo de ella a unos conejitos completamente desnudos... Mi madre me dijo que entre los animales y también entre las personas, los pequeñuelos crecen en el vientre de la madre y salen por un costado. Aquel nacimiento por el costado me pareció irrazonable... Una niñera me contó muchas cosas sobre el embarazo, la gestación, la menstruación... En fin, a la última pregunta que le hice a mi padre sobre su función real, me respondió con oscuras historias respecto al polen y los pistilos. II. Algunos ensayos de iniciación personal (once a trece años). Descubrí una enciclopedia y una obra de medicina... No fue más que una lección teórica constituida por gigantescas y extrañas palabras. III. Control de los,. conocimientos adquiridos (trece a veinte años): a) en la vida. cotidiana; b) en los trabajos científicos.
Cuando tenía ocho años, jugaba a menudo con un chico de mi edad. Una vez abordamos el tema. Yo sabía ya, porque mi madre me lo había dicho, que una mujer tiene muchos huevos en el cuerpo... y que un niño nacía de uno de aquellos huevos cada vez que la madre experimentaba un vivo deseo de tenerlo... Habiendo dado la misma explicación a mi pequeño camarada, recibí de él esta respuesta: «¡Eres tonta de remate! Cuando nuestro carnicero y su mujer quieren tener un hijo, se meten en la cama y hacen guarrerías.» Me indigné... Teníamos nosotros a la sazón (hacia los doce años y medio) una criada que nos contaba toda suerte de feas historias. Yo no le decía nada a mamá, porque me daba vergüenza, pero le pregunté si se tiene un hijo cuando una se sienta en las rodillas de un hombre. Ella me lo explicó todo del mejor modo posible.
En la escuela me enteré de dónde salían los niños y tuve la impresión de que era espantoso. Pero ¿cómo venían al mundo? Las dos nos hacíamos una idea en cierto modo monstruosa del asunto, sobre todo después de que, yendo a la escuela en una mañana de invierno, en plena oscuridad, nos encontramos con un hombre que nos mostró sus partes sexuales y nos dijo, mientras se acercaba a nosotras: «¿No os parece que está para comérsela?» Sentimos una repugnancia indecible y experimentamos verdaderas náuseas. Hasta los veintiún años, me imaginé que la venida al mundo de los niños se efectuaba por el ombligo.
Una niña me llevó aparte y me preguntó: «¿Tú sabes de dónde salen los niños?» Finalmente, se decidió a declarar: «¡Caramba, qué tonta eres! Los niños salen del vientre de las mujeres, y, para que vengan al mundo, ellas tienen que hacer con los hombres una cosa completamente repugnante.» Después de lo cual, me explicó con más detalle aquella cosa repugnante. Sin embargo, yo me negaba rotundamente a considerar posible que sucediesen tales cosas. Dormíamos en la misma habitación que mis padres... Una de las noches que siguieron a aquella conversación, oí que se producía lo que. no había creído posible, y entonces tuve vergüenza, sí, tuve vergüenza de mis padres... Todo aquello hizo de mí otro ser. Experimentaba terribles padecimientos morales. Me juzgaba una criatura profundamente depravada por estar ya al corriente de tales cosas.
Preciso es decir que ni siquiera una enseñanza coherente resolverla el problema; pese a toda la buena voluntad de padres y maestros, no podría encerrarse en palabras y conceptos la experiencia erótica; esa experiencia no se comprende más que viviéndola; todo análisis, aunque fuese el más serio del mundo, ofrecería un aspecto humorístico y no lograría hacer patente toda la verdad. Cuando, a partir de los poéticos amores de las flores, de las nupcias de los peces, pasando por el pollito, el gato, el cabrito, nos hayamos elevado hasta la especie humana, se puede aclarar perfectamente el misterio de la generación desde un punto de vista teórico: el de la voluptuosidad y el amor sexual permanece intacto. ¿Cómo explicar a una niña sin vivencias eróticas el placer de una caricia o un beso? En familia se dan y reciben besos, a veces incluso en los labios: ¿por qué en ciertos casos ese encuentro de las mucosas provoca vértigo? Es como describir colores a un ciego. En tanto falte la intuición de la turbación y el deseo que da a la función erótica su sentido y su unidad, los diferentes elementos de la misma parecerán chocantes, monstruosos. En particular, la niña se subleva cuando comprende que es virgen y está sellada, y que para transformarse en mujer será preciso que la penetre un sexo de hombre. Como el exhibicionismo es una perversión bastante extendida, muchas niñas han visto penes en erección; en todo caso, han observado sexos de animales, y es lamentable que el del caballo atraiga sus miradas tan a menudo; se concibe que las espante. Temor al parto, temor al sexo masculino, temor a las «crisis» que amenazan a las personas casadas, disgusto por las prácticas sucias, irrisión con respecto a los gestos desprovistos de toda significación...; todo eso lleva con frecuencia a la niña a declarar: «Yo no me casaré nunca»118. Esa es la defensa más segura contra el dolor, la locura, la obscenidad. En vano se tratará de explicarle que, llegado el día, ni la desfloración ni el parto le parecerán tan terribles, que millones de mujeres se han resignado a ello y ya no lo pasan mal. Cuando un niño tiene miedo de un acontecimiento exterior, se le libra de él, pero se le predice que más adelante lo aceptará de la manera más natural: es a él mismo a quien teme entonces volver a encontrar alienado, extraviado, en el fondo del porvenir. Las metamorfosis de la oruga que se hace crisálida y mariposa ponen malestar en el corazón: ¿sigue siendo la misma oruga después de tan largo sueño? ¿Se reconoce bajo aquellas alas brillantes? He conocido niñas a quienes la vista de una crisálida sumía en un ensueño estupefacto.
Y, sin embargo, la metamorfosis se opera. La niña ni siquiera conoce su sentido, pero se da cuenta de que, en sus relaciones con el mundo y con su propio cuerpo, algo está cambiando sutilmente: se ha sensibilizado respecto a gustos, contactos, olores que antes la dejaban indiferente; pasan por su cabeza imágenes extravagantes; en los espejos le cuesta trabajo reconocerse; se siente «extraña», las cosas tienen un aire «raro»; tal sucede con la pequeña Emily, a quien Richard Hughes describe en Huracán en Jamaica:
Para refrescarse, Emily se había sentado en el agua hasta el vientre, y centenares de pececillos cosquilleaban con sus bocas curiosas cada pulgada de su cuerpo; hubiérase dicho leves besos desprovistos de sentido. En estos últimos tiempos, había empezado a detestar que nadie la tocase, pero esto era abominable. No pudo soportarlo más: salió del agua y se vistió.
Hasta la armoniosa Tessa, de Margaret Kennedy, conoce esa extraña turbación:
De pronto, se había sentido profundamente desgraciada. Sus ojos miraron fijamente la oscuridad del vestíbulo, partido en dos por la luz de la luna que penetraba como un torrente a través de la puerta abierta. No pudo aguantar más. Se levantó de un salto, lanzando un gritito exagerado: «¡Oh! —exclamó— ¡Cómo odio a todo el mundo!» Corrió luego a ocultarse en la montaña, asustada y furiosa, perseguida por un triste presentimiento que parecía llenar la casa tranquila y callada. Mientras tropezaba por el sendero, volvió a murmurar para sus adentros: «Quisiera morirme, quisiera estar muerta.»
Sabía que no pensaba lo que decía, no tenía el menor deseo de morir. Pero la violencia de sus palabras parecía satisfacerla...
En el ya citado libro de Carson Mac Cullers se describe ampliamente ese inquietante momento:
Fue el verano en que Frankie se sentía asqueada y fatigada de ser Frankie. Se odiaba a sí misma, se había convertido en una vagabunda y una inútil que no servía para nada, que no hacía más que rondar por la cocina: sucia y hambrienta, miserable y triste. Y, además, era una criminal... Aquella primavera había sido una estación muy rara, que no acababa nunca. Las cosas empezaron a cambiar, y Frankie no comprendía ese cambio... En los árboles verdeantes y en las flores de abril había algo que la entristecía. No sabía por qué estaba triste; pero, a causa de aquella singular tristeza, pensó que debería haberse marchado de la ciudad... Tenía que haberse marchado de la ciudad y haberse ido muy lejos. Porque aquel año la tardía primavera se había mostrado displicente y almibarada. Las largas tardes fluían lentamente y la verde dulzura de la estación la asqueaba... Muchas cosas le hacían sentir de pronto deseos de llorar. Por la mañana temprano, salía a veces al patio y permanecía allí largo rato contemplando la aurora; y era como una interrogante que naciese en su corazón, pero el cielo no respondía. Cosas en las que antes no había reparado nunca, empezaron a conmoverla: las luces de las casas que percibía por la noche mientras paseaba, una voz desconocida que salía de un callejón. Contemplaba las luces, escuchaba la voz y algo en su interior se erguía expectante. Pero las luces se apagaban, la voz se callaba, y, pese a su espera, eso era todo. Tenía miedo de aquellas cosas que le hacían preguntarse de pronto quién era ella y qué sería de ella en este mundo, y por qué se encontraba allí, viendo una luz o escuchando una voz o contemplando fijamente el firmamento: sola. Tenía miedo y el pecho se le oprimía extrañamente.
... Paseaba por la ciudad y las cosas que veía y oía parecían inacabadas, y la invadía aquella angustia. Se apresuraba a hacer algo: pero nunca era lo que debería haber hecho... Tras los largos crepúsculos de la estación, cuando había caminado por toda la ciudad, sus nervios vibraban como un aire de jazz melancólico; su corazón se endurecía y hasta parecía que se paraba.
Lo que sucede en ese confuso período es que el cuerpo infantil se torna cuerpo de mujer y se hace carne. Salvo en casos de deficiencia glandular en que el sujeto se estanca en el estadio infantil, la crisis de pubertad se inicia hacia los doce o los trece años119. Dicha crisis empieza mucho antes para la niña que para el niño y comporta cambios mucho más importantes. La niña la aborda con inquietud, con disgusto. En el momento en que se desarrollan los senos y el sistema piloso, nace un sentimiento que a veces se transforma en orgullo, pero que originariamente es de vergüenza; de pronto, la niña manifiesta pudor, rehúsa mostrarse desnuda incluso a sus hermanas o a su madre, se examina con un asombro mezclado de horror y espía con angustia la hinchazón de ese núcleo duro, poco doloroso, que aparece debajo de los pezones, antes tan inofensivos como un ombligo. Se inquieta al sentir en ella un punto vulnerable: sin duda esa magulladura es bien ligera al lado de los sufrimientos de una quemadura, de un dolor de muelas; pero, accidentes o enfermedades, los dolores eran siempre anomalías; en cambio, el pecho joven está ahora normalmente habitado por no se sabe qué sordo rencor. Algo va a pasar que no es una enfermedad, que está implícito en la ley misma de la existencia y que, sin embargo, es lucha, desgarramiento. Ciertamente, desde el nacimiento hasta la pubertad, la niña ha crecido, pero ella no se ha sentido nunca crecer: día tras día, su cuerpo estaba presente para ella como una cosa exacta, acabada; ahora, ella «se forma»: el verbo mismo le causa horror; los fenómenos vitales solo son tranquilizadores cuando han hallado equilibrio y han revestido el aspecto definitivo de una flor lozana, de un animal lustroso; pero en el apuntamiento de su pecho, la niña experimenta lo ambiguo de la palabra viviente. No es ni oro ni diamante, sino una extraña materia, mutante, incierta, en el corazón de la cual se elaboran impuras alquimias. Está habituada a una cabellera que se despliega con la tranquilidad de una madeja de seda; pero esa vegetación nueva en las axilas y en el bajo vientre la metamorfosea en animal o alga. Aunque esté más o menos advertida, presiente en esos cambios una finalidad que la arranca de sí misma; hela ahí lanzada a un ciclo vital que desborda el momento de su propia existencia, y adivina una dependencia que la destina al hombre, al hijo, a la tumba. Por sí mismos, los senos aparecen como una proliferación inútil, indiscreta. Brazos, piernas, piel, músculos, incluso las redondas nalgas sobre las cuales se sienta, todo tenía hasta entonces un uso claro; solamente el sexo definido como órgano urinario era un órgano un tanto turbio, pero secreto, invisible para los demás. Debajo del jersey o de la blusa, los senos se manifiestan, y aquel cuerpo que la pequeña confundía consigo misma aparece como carne; es un objeto que los demás miran y ven. «Durante dos años he llevado esclavina para disimular el pecho; tanto me avergonzaba de ello», me dijo una mujer. Y otra: «Todavía me acuerdo de la extraña turbación que experimenté cuando una amiga de mi misma edad, pero más desarrollada que yo, se agachó para recoger una pelota y percibí por la abertura de su escote dos senos ya formados: a través de aquel cuerpo tan próximo al mío, y sobre el cual iba a modelarse el mío, me ruboricé de mí misma.» «A los trece años, me paseaba con las piernas desnudas y un vestido corto —me dijo otra mujer—. Un hombre hizo una reflexión socarrona respecto a mis gruesas pantorrillas. A la mañana siguiente, mamá me hizo ponerme medias y ordenó que alargasen mis faldas; pero nunca olvidaré el choque que recibí de pronto al verme vista.» La niña percibe que su cuerpo se le escapa, ya no es la clara expresión de su individualidad; se le vuelve extraño; y, al mismo tiempo, se siente tomada por otros como si fuese una cosa: en la calle, la siguen con la mirada, se comenta su anatomía; querría hacerse invisible; tiene miedo de hacerse carne y miedo de mostrarla.
Esa repulsión se traduce en multitud de muchachas en una voluntad de adelgazar: se niegan a comer; si se las obliga a ello, padecen vómitos; vigilan su peso sin cesar. Otras se vuelven enfermizamente tímidas; entrar en un salón y hasta salir a la calle es para ellas un suplicio. A partir de ahí se desarrollan a veces psicosis.
Un ejemplo típico es el de la enferma que, en Les obsessions et la psychasthénie, describe Janet con el nombre de Nadia:
Nadia era una joven de familia rica, y notablemente inteligente; elegante, artista, era sobre todo una excelente intérprete musical; pero desde la infancia siempre se mostró testaruda e irritable: «Le importaba enormemente que la amasen y reclamaba un amor loco de todo el mundo, de sus padres, de sus hermanas, de sus criados; pero, tan pronto como obtenía un poco de afecto, se mostraba de tal modo exigente, tan sumamente dominante, que la gente no tardaba en alejarse de su lado; horriblemente susceptible, las burlas de sus primos, que deseaban cambiarle el carácter, la comunicaron un sentimiento de vergüenza que se localizó en su cuerpo.» Por otra parte, su necesidad de ser amada le inspiraba el deseo de seguir siendo niña, de ser siempre una pequeñuela a quien se mima y que puede exigirlo todo; en una palabra, le inspiraba terror la idea de crecer... La llegada precoz de la pubertad agravó singularmente las cosas al mezclar los temores del pudor con el miedo a crecer: puesto que a los hombres les gustan las mujeres gruesas, yo quiero ser siempre extremadamente delgada. Los terrores por el vello del pubis y el desarrollo del pecho vinieron a añadirse a los temores precedentes. Desde la edad de once años, como llevaba faldas cortas, le parecía que todo el mundo la miraba; le pusieron faldas largas y tuvo vergüenza de sus pies, de sus caderas, etc. La aparición de las reglas la volvió medio loca; cuando el vello del pubis empezó a crecer, tuvo el convencimiento de que estaba sola en el mundo con aquella monstruosidad y hasta la edad de veinte años se afanó en depilarse «para hacer desaparecer aquel ornamento de salvajes». El desarrollo del pecho agravó esas obsesiones, porque siempre había sentido horror por la obesidad; no la detestaba en otras, pero estimaba que para ella habría sido una tara. «No me importa no ser bonita, pero me darla demasiada vergüenza si llegara a hincharme, eso me horrorizaría; si, por desgracia, engordase, no me atrevería a presentarme ante nadie.» Entonces se puso a buscar todos los medios posibles para no crecer, se rodeó de toda suerte de precauciones, se ligó con juramentos, se entregó a conjuros: juraba recomenzar cinco o diez veces una oración, o saltar cinco veces sobre un solo pie. «Si toco cuatro veces una nota de piano en el mismo trozo, consiento en crecer y no ser amada nunca más por nadie.» Terminó por decidir que no comería. «No quería engordar, ni crecer, ni parecerme a una mujer, porque hubiera querido seguir siendo siempre niña.» Promete solemnemente no aceptar ya ningún alimento; sin embargo, ante las súplicas de su madre, quebranta ese voto, pero entonces se la ve horas enteras de rodillas, escribiendo juramentos y luego desgarrándolos. Tras la muerte de su madre, sobrevenida cuando ella tenía dieciocho años, se impone el régimen siguiente: dos platos de sopa clarita, una yema de huevo, una cucharada de vinagre, una taza de té con el jugo de un limón entero: he ahí todo cuanto ingerirá en el curso del día. El hambre la devora. «A veces pasaba horas enteras pensando en la comida, tanta hambre tenía: me tragaba la saliva, masticaba el pañuelo, rodaba por el suelo, tanta era mi ansia por comer.» Pero resistía las tentaciones. Aunque era bonita, pretendía que tenía el rostro abotargado y cubierto de granos; si el médico afirmaba que no los veía, ella decía que no entendía nada, que no sabía «reconocer esos granos que están entre la piel y la carne». Terminó por apartarse de la familia y encerrarse en un pequeño apartamento donde no veía más que a la enfermera y el médico; no salía jamás; solo difícilmente aceptaba la visita de su padre; este provocó una grave recaída de la joven al decirle un día que tenía buen aspecto; temía ponerse gruesa, tener una tez deslumbrante y fuertes músculos. Vivía casi siempre en la oscuridad, hasta tal punto le resultaba intolerable ser vista o incluso estar visible.
Con mucha frecuencia, la actitud de los padres contribuye a inculcar en la niña la vergüenza de su aspecto físico. Una mujer declara120:
Yo padecía un sentimiento de inferioridad física. alimentado por incesantes críticas en casa... Mi madre, con su exagerada vanidad, quería verme siempre particularmente aventajada y siempre tenía un cúmulo de detalles que hacer observar a la modista para disimular mis defectos: hombros caídos, caderas demasiado pronunciadas, trasero demasiado plano, senos demasiado llenos, etc. Como durante años había tenido el cuello hinchado, no me permitían llevarlo al descubierto... Sobre todo, me irritaban mis pies, que durante mi pubertad habían sido muy feos y habían dado lugar a bromas irritantes respecto a mi manera de andar... Ciertamente, había algo de cierto en todo aquello, pero me habían hecho tan desgraciada y en ocasiones me sentía tan intimidada, que no sabía qué hacer en absoluto; si me encontraba con alguien, mi primera idea era siempre: «Si, al menos, pudiera esconder los pies.»
Esa vergüenza lleva a la niña a comportarse torpemente, a ruborizarse constantemente y sin motivo; esos rubores aumentan su timidez y se convierten, a su vez, en objeto de una fobia. Stekel habla, entre otras121, de una mujer que «de joven enrojecía de forma tan enfermiza y violenta, que, durante un año, llevó apósitos en la cara so pretexto de dolor de muelas».
A veces, durante el período que puede llamarse de prepubertad y que precede a la aparición de las reglas, la niña no experimenta todavía el disgusto de su cuerpo; se siente orgullosa por irse convirtiendo en mujer, observa con satisfacción la madurez de su pecho, se rellena el corpiño con pañuelos y se jacta en presencia de sus hermanas mayores; todavía no capta la significación de los fenómenos que se producen en ella. Su primera menstruación se la revela y aparecen los sentimientos de vergüenza. Si ya existían, se confirman y exageran a partir de ese momento. Todos los testimonios concuerdan: que la niña haya sido advertida o no, el acontecimiento siempre le parece repugnante y humillante. Es muy frecuente que su madre haya descuidado prevenirla; se ha observado122 que las mujeres descubren de mejor grado a sus hijas los misterios del embarazo, del parto e incluso de las relaciones sexuales que el de la menstruación; y es porque ellas mismas sienten horror por esa servidumbre femenina, horror que refleja los antiguos terrores místicos de los varones y que ellas transmiten a su descendencia. Cuando la muchachita encuentra en su ropa blanca manchas sospechosas, se cree víctima de una diarrea, de una hemorragia mortal, de una enfermedad vergonzosa. Según una encuesta realizada en 1896 por Havelock Hellis, de 125 alumnas de un instituto de segunda enseñanza americano, 36 no sabían absolutamente nada de la cuestión en el momento de sus primeras reglas, y 39 solo tenían un vago conocimiento de ello; es decir, que más de la mitad de ellas estaban en la ignorancia. Según Helen Deutsch, las cosas apenas habrían cambiado en 1946. H. Hellis cita el caso de una joven que se arrojó al Sena en Saint-Ouen porque creyó haber contraído una «enfermedad desconocida». Stekel, en las «cartas a una madre», cuenta también la historia de una niña que intentó suicidarse porque creyó ver en el flujo menstrual el signo y el castigo de las impurezas que manchaban su alma. Es natural que la jovencita tenga miedo; le parece que es la vida lo que se le escapa. Según Klein y la escuela psicoanalítica inglesa, la sangre manifestaría a sus ojos una herida de los órganos internos. Aun en el caso de que prudentes advertencias le ahorren angustias demasiado vivas, experimenta vergüenza, se siente sucia, trata de lavar o de ocultar su ropa manchada. En el libro de Colette Audry Aux yeux du souvenir se encuentra un relato típico de esta experiencia:
En medio de esa exaltación, se ha cerrado el drama brutal. Una noche, al desnudarme, me creí enferma; pero no me asusté y me guardé mucho de decir nada, con la esperanza de que habría pasado a la mañana siguiente... Cuatro semanas más tarde, volvió el mal, más violento esta vez. Fui con mucho sigilo a echar las bragas en el cesto de la ropa sucia que estaba detrás de la puerta del cuarto de baño. Hacía tanto calor, que las baldosas romboidales del pasillo estaban tibias debajo de mis pies desnudos. Cuando estaba metiéndome en la cama de nuevo, mamá abrió la puerta de mí habitación: venía a explicarme las cosas. Soy incapaz de recordar el efecto que me produjeron en aquel momento sus palabras; pero, mientras cuchicheaba. Kaki asomó de repente la cabeza. La vista de aquel rostro redondo y curioso me puso fuera de mí. Le grité que se marchase, y ella desapareció espantada. Supliqué a mamá que la pegase por no haber llamado antes de entrar... La calma de mi madre, su aire advertido y dulcemente feliz, terminaron de hacerme perder la cabeza. Cuando se marchó, me hundí en una noche salvaje.
Dos recuerdos acudieron de pronto a mi mente: unos meses antes, cuando regresábamos de nuestro paseo con Kaki, mamá y yo nos encontramos con el viejo médico de Privas, robusto como un leñador y con una amplia barba blanca. «Su hija está creciendo, señora», dijo mirándome, e instantáneamente le detesté, sin comprender nada. Un poco más tarde, a su regreso de París, mamá había colocado en una cómoda un paquete de toallitas nuevas. «¿Qué es eso?», había preguntado Kaki. Mamá adoptó ese aire de naturalidad que adoptan las personas mayores cuando van a revelar una cuarta parte de la verdad reservándose las otras tres: «Muy pronto serán para Colette.» Muda, incapaz de hacer una sola pregunta, yo detesté a mi madre.
Durante toda la noche estuve dando vueltas en la cama. No era posible. Iba a despertarme. Mamá se había engañado, aquello pasaría y no volvería a suceder más... A la mañana siguiente, secretamente cambiada y manchada, tuve que afrontar a los demás. Miraba con odio a mi hermana, porque todavía no sabía nada, porque, de pronto y sin sospecharlo, se hallaba dotada de una aplastante superioridad sobre mí. Luego me puse a odiar a los hombres, que jamás conocerían aquello, pero que sabían. Para terminar, detesté también a las mujeres por tomar con tanta tranquilidad su suerte. Estaba segura de que, si les hubiesen advertido lo que me sucedía, todas se habrían regocijado: «Ahora te toca a ti», habrían pensado. Esta también lo diría, pensaba yo en cuanto veía una. Y esta otra. El mundo me había atrapado. Caminaba molesta y no me atrevía a correr. De la tierra, de las plantas caldeadas por el sol, parecía desprenderse un olor sospechoso... Pasó la crisis y, contra todo sentido común, volví a abrigar la esperanza de que no se repetiría. Un mes más tarde, fue preciso rendirse a la evidencia y admitir el mal definitivamente, esta vez en medio de un pesado estupor. A partir de entonces, hubo en mi memoria un «antes». El resto de mi existencia no sería más que un «después».
Las cosas suceden de un modo análogo para la mayor parte de las niñas. A muchas de ellas les horroriza descubrir su secreto a quienes les rodean. Una amiga me ha contado que, huérfana de madre, vivía con su padre y una institutriz; pasó tres meses llena de miedo y de vergüenza, escondiendo su ropa manchada, antes de que descubriesen que ya tenía reglas. Incluso las campesinas, a quienes podría creerse endurecidas por el conocimiento que tienen de los más rudos aspectos de la vida animal, sienten horror ante esa maldición por el hecho de que en el campo la menstruación tiene todavía un carácter de tabú: he conocido a una joven granjera que, durante todo un invierno, estuvo lavándose las prendas íntimas a escondidas en el arroyo helado y se volvía a poner sobre la piel la camisa empapada, para disimular su inconfesable secreto. Podría citar cien hechos análogos. Ni siquiera la confesión de esa asombrosa desdicha supone una liberación. Sin duda, aquella madre que abofeteó brutalmente a su hija, al tiempo que decía: «¡Idiota!, eres demasiado joven todavía», es una excepción. Pero más de una manifiesta mal humor; la mayoría no ofrece a la niña esclarecimientos suficientes, y esta permanece llena de ansiedad ante el nuevo estado que inaugura la primera crisis menstrual, pues se pregunta si el porvenir no le reservará otras sorpresas igualmente dolorosas; o se imagina que en adelante puede quedar encinta por la simple presencia o el contacto de un hombre, y entonces experimenta con respecto a los varones un verdadero terror. Ni siquiera ahorrándole esas angustias mediante explicaciones inteligentes se consigue llevar de nuevo la paz a su corazón. Antes, la niña, con un poco de mala fe, podía pensarse todavía un ser asexuado, incluso podía no pensarse en absoluto; hasta soñaba a veces que una mañana se despertaría transformada en hombre; ahora las madres y las tías cuchichean con aire halagado:
«Ya es una mujercita»; la cofradía de las matronas ha ganado; ella les pertenece. Hela ahí alineada sin recursos en el bando de las mujeres. Sucede también que se enorgullece de ello; piensa que se ha convertido en una persona mayor y que en su existencia va a producirse un trastorno. Thyde Monnier123, por ejemplo, cuenta:
Algunas de nosotras se habían convertido en «mujercitas» en el curso de las vacaciones; otras se convertían en el mismo liceo, y entonces, una tras otra, íbamos al excusado del patio, donde estaban sentadas como reinas que recibiesen a sus súbditos, para «ver la sangre».
Sin embargo, la niña se desengaña muy pronto, porque se percata de que no ha adquirido ningún privilegio y que la vida sigue su curso. La única novedad consiste en el sucio acontecimiento que se repite todos los meses; hay niñas que lloran durante horas enteras cuando se enteran de que están condenadas a ese destino; lo que aún agrava más su rebeldía es que los hombres conozcan la existencia de esa tara vergonzosa: al menos querrían que la humillante condición femenina fuese para ellos un misterio. Pero no; padres, hermanos, primos, los hombres saben y hasta en ocasiones bromean. Es entonces cuando en la niña nace o se exacerba el disgusto por su cuerpo, demasiado carnal. Y, pasada la primera sorpresa, el malestar mensual no se borra por eso: en cada nueva ocasión, la joven vuelve a experimentar el mismo disgusto ante aquel olor insípido y corrompido que asciende de sí misma —olor de pantano, de violetas marchitas—, ante aquella sangre menos roja y más sospechosa que la que fluía de sus heridas infantiles. Día y noche tendrá que pensar en cambiarse, en vigilar su ropa interior, sus paños higiénicos, resolver mil pequeños problemas prácticos y repugnantes; en las familias modestas, los paños higiénicos se lavan cada mes y vuelven a ocupar su sitio entre montones de pañuelos; así, pues, será preciso entregar a las manos encargadas de hacer la colada —lavandera, criada, madre, hermana mayor— esas deyecciones salidas de sí misma. Esa especie de apósitos que venden en las farmacias en cajas con nombres floridos: «Camelia», «Edelweiss», se tiran después de usarlos; pero en el curso de un viaje, de vacaciones, de excursión, no resulta tan cómodo desembarazarse de ellos, pues está expresamente prohibido arrojarlos al inodoro. La pequeña heroína del Journal psychanalytique124 describe su horror por el paño higiénico; ni siquiera delante de su hermana consiente en desnudarse sino en la oscuridad durante sus reglas. Ese objeto molesto y embarazoso puede desprenderse durante un ejercicio violento, y ello es una humillación peor que perder las bragas en medio de la calle: esa atroz perspectiva origina a veces manías psicasténicas. Por una especie de malevolencia de la Naturaleza, el malestar, los dolores no empiezan a menudo sino después de la hemorragia, cuyo inicio puede pasar inadvertido; las muchachas tienen con frecuencia reglas irregulares, y corren el riesgo de verse sorprendidas en el curso de un paseo, en la calle, en casa de amistades; se exponen —como madame de Chevreuse125— a mancharse el vestido o el asiento; hay a quien semejante posibilidad hace vivir en constante angustia. Cuanto mayor es la repulsión que la joven experimenta por esa tara femenina, más obligada está de pensar en ello con vigilancia, para no exponerse a la espantosa humillación de un accidente o una confidencia.
He aquí la serie de respuestas que obtuvo a este respecto el doctor Liepmann126 en el curso de su encuesta sobre la sexualidad juvenil:
A los dieciséis años, cuando me sentí indispuesta por primera vez, me asusté mucho al comprobarlo una mañana. A decir verdad, yo sabía que aquello tenía que llegar; pero me produjo tal vergüenza, que permanecí acostada toda la mañana, y a todas las preguntas que me hacían, solo contestaba: «No puedo levantarme.»
Me quedé muda de asombro cuando, no teniendo todavía doce años, me sentí indispuesta por primera vez. Me invadió el espanto y, como mi madre se contentó con informarme secamente que aquello sucedía todos los meses, lo consideré una enorme porquería y me negué a admitir que no les sucediera también a los hombres.
Aquella aventura decidió a mi madre a efectuar mi iniciación, sin olvidar al mismo tiempo la menstruación. Entonces sufrí mi segunda decepción, porque, al sentirme indispuesta, me precipité toda radiante de alegría en el cuarto de mi madre, que aún dormía, y la desperté gritando: «¡Mamá, ya la tengo!» Y ella se contentó con replicarme: «¿Y para eso me despiertas?» A pesar de todo, consideré el acontecimiento como una verdadera convulsión en mi existencia.
También experimenté el más horrendo espanto cuando me indispuse por primera vez y constaté que la hemorragia no cesaba al cabo de unos minutos. Sin embargo, no dije nada a nadie, ni siquiera a mi madre. Acababa de cumplir los quince años. Por lo demás, la regla me hacía sufrir muy poco. Una sola vez experimenté dolores tan tremendos, que me desvanecí y permanecí cerca de tres horas en mi habitación, tendida en el suelo. Pero tampoco dije nada a nadie.
Cuando, por primera vez, sufrí esa indisposición, tenía unos trece años. Mis camaradas de clase y yo habíamos hablado ya de ello, y me sentía muy orgullosa de haberme convertido, a mi vez, en una de las mayores. Expliqué al profesor de gimnasia, dándome aires de gran importancia, que aquel día me sería imposible tomar parte en la lección, porque me hallaba indispuesta.
No fue mi madre quien me inició. Ella no tuvo la regla hasta los diecinueve años y, temiendo que la regañasen por haber manchado la ropa, fue a enterrarla al campo.
A los dieciocho años tuve mis primeras reglas