CAPÍTULO 2
Alana se giró hacia Yago y le dedicó una fría sonrisa.
—Prefiero soñar despierta que hacerlo dormida. Las serpientes rastreras acechan de noche.
Su réplica hizo que el hombre soltara una carcajada.
Las tres mujeres que deambulaban por allí, limpiando, detuvieron sus labores y lo miraron, embobadas.
Sí, Yago presentaba una bonita estampa. Tenía veintiocho años, ojos verdes y una lustrosa mata de pelo azabache. Poseía unas facciones muy masculinas y una complexión fuerte y atlética que, añadido a sus dos metros de altura, lo hacían imponente. Pero para ella, no era más que un niño mimado y consentido dentro del cuerpo de un hombre. Sin duda, el «Gastón» de la película La Bella y la Bestia.
Tenía buen carácter, siempre que consiguiera lo que quisiera, pero cuando no lo hacía, podía llegar a ser cruel. Se habían criado juntos y Alana sabía muy bien de lo que era capaz. También sabía que Yago la deseaba, incluso puede que se creyese enamorado de ella, pero era realista al respecto: Él solo se amaba a sí mismo. Decía quererla porque ella era la única mujer del pazo entre dieciocho y veinticinco años que no había caído presa de su encanto y, por ello, se había convertido en un desafío. Un desafío que pensaba ganar a toda costa.
Eso no era amor.
Aun así, si los rumores que habían llegado hasta sus oídos se confirmaban y Yago la reclamaba durante la velada, Alana no podría oponerse. Si una mujer no elegía pareja por voluntad propia antes del equinoccio de primavera del año en que cumplía veinticinco años, cualquier hombre soltero podía reclamarla en la noche de Ostara, si Alexandre aprobaba la unión.
Eran sus costumbres.
—¿Otra vez has salido a correr?
—Ya sabes que lo hago siempre que puedo.
«Sobre todo si es para alejarme de ti», completó, para sus adentros.
Sintió la mirada de Yago recorrer su cuerpo con admiración y lascivia, y se cruzó los brazos sobre el pecho, de forma instintiva.
—Se me ocurren mejores cosas que tú y yo podríamos hacer para sudar que ir a correr por la montaña de buena mañana —observó Yago con tono seductor y cogió, entre sus dedos, uno de los rizos oscuros que habían escapado de la coleta de Alana.
—Pues a mí no se me ocurre ninguna que tenga que ver contigo —repuso ella, mientras le daba una palmada en la mano para que soltase su pelo.
Yago la miró, contrariado. Sus ojos se desviaron hacia las tres mujeres que los observaban sin disimulo y endureció sus facciones.
—Te convendría ser más amable conmigo —masculló, cerniéndose ante ella.
—Y a ti te convendría no acercarte tanto a mí —contraatacó Alana, sin amilanarse.
Se giró, dispuesta a subir a su habitación y dejarlo allí plantado, pero él la detuvo, cogiéndola de la muñeca, y sonrió. Una sonrisa que la dejó helada.
—Te comportas como si fueras mejor que yo, como si fueras mejor que todos los que vivimos aquí, y no eres más que una bastarda desagradecida —murmuró Yago, sin perder la sonrisa, mientras atenazaba su piel con crueldad—. Lo que necesitas es un hombre entre las piernas que te baje esos humos de reina que tienes. Y, esta noche, lo vas a tener —añadió, y la atrajo contra él con un movimiento violento.
Aprisionó sus manos en la espalda, lo que hizo que sus cuerpos quedasen muy pegados. Un segundo después, apresó su boca de forma avasalladora. El hombre violó sus labios sin consideración alguna con un beso agresivo, destinado a dominarla, pero Alana nunca se iba a dejar doblegar ante alguien como él. En la primera ocasión que tuvo, mordió su lengua con saña y tuvo la satisfacción de escuchar su gemido de dolor.
—¡Hija de puta! —rugió Yago, al tiempo que se separaba de ella.
Pese a las circunstancias, a Alana se le escapó una sonrisa al escuchar su voz gangosa.
Las tres mujeres que los observaban también intercambiaron unas risitas ante lo que había sonado como «higa de buda».
Yago enrojeció al ser consciente de que estaba siendo el foco de su diversión. Sus facciones se contrajeron de furia y su mirada se tornó ominosa. Conscientes de su mal humor, las mujeres se retiraron apresuradas a continuar con sus quehaceres.
Alana quedó sola frente a él. En cuanto vio que Yago miraba alrededor para ver si estaban solos, supo lo que iba a pasar a continuación. Cuando él se sentía avergonzado por algo, lo devolvía con violencia. Como a cámara lenta, le vio levantar el puño y se preparó para recibir el golpe. No sería la primera vez que le pegaba, ni tampoco sería la última. Normalmente en el estómago, aunque hubo una vez en que le había pellizcado el pecho de tal forma que lo tuvo morado durante una semana.
Nunca en la cara. No desde la noche antes de su decimoctavo cumpleaños, que le hinchó un ojo y le partió el labio, y Alexandre intervino. No le dijo que no la volviera a pegar, solo le dijo que, cuando lo hiciera, se asegurara de que no hubiera testigos y de que las marcas quedaran ocultas debajo de la ropa. De esa forma, Alana no despertaría compasión y Yago no sería mal visto en la comunidad.
Después de aquello, ella no dejó de repasar en su mente los recuerdos de su madre, preguntándose cuántos golpes le habría ocultado la ropa.
—Vas a aprender a respetarme, aunque sea a golpes —gruñó Yago, justo antes de descargar su puño contra su abdomen, con contundencia.
El impacto la hizo doblarse sobre sí misma. El dolor la dejó sin aliento. Un ligero mareo nubló sus ojos, hasta el punto de pensar que se desmayaría. Pero no lo hizo. Se concentró en respirar y, al cabo de un par de segundos, consiguió sobreponerse lo suficiente como para volver a erguirse ante él.
—Nunca tendrás mi respeto —musitó, y le sostuvo la mirada, con valentía.
—Eso es porque no te he pegado lo suficiente —replicó Yago, y volvió a levantar su puño.
—¡Yago!
Los dos se giraron, sorprendidos, hacia la voz femenina que acababa de interrumpirlos. Drua. Si había sido testigo del anterior golpe, no lo manifestó. Si era consciente de que, con su aparición, acababa de impedir que Yago le diera otro puñetazo, tampoco lo demostró.
—Alexandre te está buscando —explicó, con el rostro inexpresivo.
El semblante del hombre mudó al instante.
—Gracias por avisar, Drua —repuso.
Se giró de nuevo hacia Alana y le dedicó una sonrisa a modo de despedida. Una sonrisa tan bella, inocente y encantadora que Alana parpadeó al verla.
«Este hombre es bipolar», pensó mientras lo veía alejarse tarareando una cancioncilla. «Un psicópata bipolar», aclaró para sus adentros.
—Será mejor que subas y te des una ducha rápida —indicó Drua, sacándola de sus pensamientos—. Alexandre también quiere verte.
—Sí, lo sé —musitó y se dispuso a subir las escaleras.
Su atención se detuvo por un momento en la figura de la mujer.
Drua era una de esas mujeres de edad indefinida, pues, aunque su cabello era de un tono platino, su tez continuaba siendo tersa. Era hermosa, de carácter tranquilo y el cuerpo delgado y menudo. Había todo tipo de rumores alrededor de ella: el más extendido decía que era la amante de Alexandre. La única verdad indiscutible era que él parecía apreciarla y la mantenía siempre a su alcance.
En otro tiempo, aquella mujer había sido como una segunda madre para ella y en sus ojos azules había encontrado cariño. Pero eso había sido antes de la fatídica noche en la que sus esperanzas por huir de aquel lugar se esfumaron. Ahora solo hallaba reproche en su mirada.
Aun así, Drua siempre intercedía por ella y la intentaba proteger.
—Gracias —susurró, no por darle el recado de que Alexandre la esperaba, sino porque tenía la sospecha de que había intervenido en aquel momento para protegerla.
La mujer respondió a su agradecimiento con un ademán de cabeza.
Estaba llegando al final del primer tramo de escalera cuando la oyó decir su nombre. Se giró hacia ella y le preguntó en silencio.
Drua abrió la boca para decir algo, pero luego la cerró y suspiró.
—Todo sería más fácil para ti si aceptases tu destino y te mostrases más dócil —declaró la mujer.
—El día que sea dócil ante un destino que no he elegido, será el día que haya dejado de ser yo misma —aseguró Alana, y continuó subiendo las escaleras.