CAPÍTULO 27
Lugh se miró las manos. Le temblaban. Le temblaban por un sentimiento de violencia incapaz de controlar. No hacía falta mirarse en un espejo para saber que sus ojos se habían oscurecido; tanto era así que había sido incapaz de volver a mirar a Alana a la cara, sabedor de que ella descubriría que habían mutado a negro.
Desde que intuyera la razón por la que ella lo había detenido, en el último instante, había sido incapaz de contener su furia.
En un primer momento, pensó que era alguna clase de treta femenina, algún juego absurdo para incentivar su deseo. Pero no. No había ninguna doblez en su mirada. Solo había encontrado un miedo real. Miedo a la pasión que había despertado en él.
Alguien había abusado de ella de alguna forma y esa certeza le había hecho perder el control hasta el punto de dejar aflorar su lado fomoriano. Había sentido fuego en las venas, la necesidad de rugir, de destrozar al que había provocado aquel dolor en ella. Pero, sobre todo, había sentido la necesidad de protegerla, incluso de sí mismo. Si se había contenido ante Alana, había sido por no asustarla más.
Paseó por el bosque durante el resto de la noche, con la mente inquieta por sus pensamientos y el cuerpo demasiado excitado para poder dormir. Tal vez por eso, cuando se metió en el lago a la hora de costumbre, convocó un amanecer un poco más turbulento de lo normal.
Frustrado, regresó a Avalon, pero al llegar al Gran Salón, se detuvo de golpe cuando vio a Sionn, uno de los generales fomorianos, con Dagda.
—Será mejor que nos acompañes al bosque, Lugh. Sionn tiene algo que mostrarnos —anunció Dagda y, por la expresión de sus rostros, se trataba de un tema de la mayor seriedad.
Sionn los guio hasta un claro en el bosque, en la superficie, en donde Elatha y otro de sus generales aguardaban en torno a un bulto cubierto por una sábana.
—¿Qué es eso?
Como única respuesta, Elatha apartó el manto, dejando ver el cadáver de una mujer todo ensangrentado.
Dagda se puso rígido. Lugh frunció el ceño. Era una imagen dura, pero, por desgracia, estaba siendo habitual desde hacía un tiempo.
Desde que empezara el año, cada mes aparecía el cuerpo de una joven en circunstancias parecidas: desnudas, violadas y golpeadas hasta la muerte en un claro del bosque. Aquella era la quinta muchacha que encontraban muerta.
Al menos esa vez, el cuerpo permanecía con la ropa intacta, señal de que no había sido violada como las otras.
—¿Otro ataque a una siadsan?
—Esta vez es una milesiana.
Tanto Dagda como Lugh se acercaron al cuerpo, buscando el tatuaje que la señalaban como tal. Al encontrarlo en su muñeca, Dagda suspiró con pesar.
—Esto lo cambia todo —musitó el viejo.
La muerte de unas cuantas siadsan a manos de un depravado era una desgracia; el asesinato de una milesiana era un hecho inaudito.
Si se hubiese tratado de una siadsan, no hubiesen intervenido. Era una de las reglas del Pacto de Tres: no intervenir en los conflictos que asolaban el mundo. Debían ser solo espectadores del paso del tiempo en la tierra.
Pero tratándose de una milesiana…
—Será mejor que encontremos al culpable —continuó diciendo Dagda— y que no haya sido nadie del subsuelo, porque en ese caso el pacto puede peligrar.
—No es que pueda peligrar, es que ya lo hace —precisó Elatha, señalando el símbolo tallado en el árbol.
Una triqueta invertida. El símbolo de Idris.
—¿Piensas que es algún tipo de aviso? —inquirió Lugh.
—Parece más un escarmiento —respondió Elatha—. Creo que es hora de que hablemos con el Guardián.
—Estoy de acuerdo —convino Dagda—. Está claro que los milesianos están implicados en estas acciones. Además, él podrá identificar a la chica con más facilidad que nosotros.
—Yo lo traeré —anunció Lugh y, acto seguido, desapareció.
Conocía la rutina del padre O’Malley. Sabía que, a primera hora de la mañana, comenzaba su horario de confesiones, por eso se materializó directamente en Saint Mary. No le gustaba utilizar ese don, era peligroso. Primero, tenías que haber estado en el lugar de destino al menos una vez para poder visualizarlo en la mente. Luego, rezar para que en el punto de materialización no hubiesen colocado algún objeto o, lo que sería catastrófico, no estuviese una persona. Prefería transformarse en pájaro y volar, pero la ocasión requería premura.
El padre O’Malley le gustaba. Era un hombre entregado a los suyos y un Guardián digno y respetable. Durante casi cincuenta años, había desempeñado el papel de forma loable.
—¿No es un poco temprano para entrenar a los chicos? —inquirió el anciano cuando lo vio aparecer por su iglesia, mientras lo saludaba con una sonrisa.
—Necesito que venga conmigo, de inmediato.
El rostro del anciano captó la urgencia en su voz y asintió, sin hacer más preguntas.
—¿Por qué debería hacerlo?
La pregunta fue hecha por un hombre joven, de cabello oscuro y ojos azules, que salió de repente de la sacristía.
Lugh entrecerró los ojos ante su tono altanero e imperioso.
No le gustaba ni su tono ni él.
—Lugh, este es mi sobrino, Stephen. Ha venido a desayunar conmigo, aunque ya se iba.
—Pero ahora no me voy —repuso Stephen—. Prefiero quedarme contigo y velar por tu seguridad, tío.
Lugh reaccionó sin pensar y, cogiéndolo por el cuello, lo levantó con un solo brazo, pese a que el otro hombre también era alto y corpulento.
—¿Insinúas que conmigo corre peligro?
—Bájalo, por favor. El muchacho se ha expresado mal, pero es conveniente que me acompañe porque algún día tomará mi relevo como Guardián.
Lo soltó, más por la sorpresa que por ceder a la petición del anciano.
No entendía que él hubiese escogido a ese hombre como su sucesor. A todas luces, no era una opción válida. Había algo indefinible en él que lo ponía en guardia. Solo esperaba que la diosa Danu, la que tenía la decisión final, tuviese mejor criterio y escogiese a otro hombre más válido.
Reservándose su opinión, puso una mano sobre el hombro de cada uno, visualizó el claro del bosque, y los tres se materializaron allí. Tuvo un atisbo de satisfacción al ver que Stephen trastabillaba mientras miraba nervioso a su alrededor.
—¿Qué es esa urgencia que no podía esperar hasta después de mi horario de confesiones? —inquirió el padre O’Malley mientras fruncía el ceño.
—Es algo que deberíamos hablar a solas —respondió Dagda, mirando, significativamente, a Stephen.
—Stephen es mi sobrino, de total confianza —aclaró el cura—. Ha vivido un tiempo en España, pero volvió hace algunos meses para comenzar su formación. Tengo la esperanza de que sea mi sucesor como Guardián —anunció, de forma sorpresiva—. Cualquier cosa que suceda y que afecte a los milesianos, le incumbe tanto como a mí.
A Lugh no le pasó desapercibida la mirada de preocupación que intercambiaron Elatha y Dagda ante aquella revelación. Al parecer, a ellos tampoco les parecía una buena elección.
—Es una imagen dura de ver —advirtió Elatha a los dos milesianos—. La encontró uno de mis fomorianos esta mañana —añadió, y levantó la tela para que pudiesen ver el cuerpo de la chica.
Los dos hombres palidecieron al verlo, con los ojos dilatados por el horror.
—Por el tatuaje, creemos que es una milesiana —continuó diciendo Elatha, al tiempo que señalaba la marca que llevaba en la muñeca—. Tal vez…
Se escuchó un gemido doliente y vieron, asombrados, cómo Stephen corría hacía el cuerpo inerte de la muchacha y lo abrazaba, entre sollozos.
—Es… es mi hermana… es Heather —se le oyó decir, con voz rota.
Lugh miró el cuerpo de la chica como si lo viese por primera vez. Al tener el rostro muy golpeado no la había reconocido, pero sí conocía a Heather. Era una chica dulce y amable. Nunca había hecho daño a nadie. ¿Qué clase de monstruo podía haberle hecho aquello?
El padre O’Malley cayó de rodillas, negando en silencio, mientras sendas lágrimas se derramaban por sus mejillas.
—¿Quién ha sido? ¿Quién lo ha hecho? —inquirió, lívido.
—Todavía no lo sabemos, tendremos que investigarlo, pero ha habido varias muertes de jóvenes siadsan en lo que va de año —explicó Elatha.
—La muerte de una milesiana no se puede comparar con la de unas cuantas siadsan —replicó Stephen, dando un respingo indignado, como si la comparación fuera insultante—. No tiene por qué haberlas matado el mismo hombre.
—Una muerte es una muerte —terció Dagda, enfadado—. Un Guardián no debería de menospreciar la vida de nadie.
—¿Insinuáis que no soy digno de ser el próximo Guardián? —gruñó el hombre, furioso.
—Silencio, Stephen —rugió el padre O’Malley, desencajado—. No es momento de discusiones, debemos unir fuerzas para encontrar al animal que ha hecho esto.
—Creemos que su muerte puede estar relacionada con este símbolo —intervino Elatha, al tiempo que señalaba la marca en el tronco del árbol—. ¿Conoces su significado? —inquirió, al ver el reconocimiento en los ojos del Guardián.
—Me han llegado rumores sobre una secta neodruídica en el norte de España. Dicen ser descendientes directos de Breogán, del que procedemos los milesianos, y se hacen llamar los Hijos de Breogán. Según parece, su líder está planeando expandir su territorio a Irlanda y derrocarnos para consolidar su poder.
—Cosa que no podrá hacer mientras exista el Pacto de Tres y los danianos os protejan.
—Eso temo —convino el Guardián, con un suspiro—. Por lo que sé, sus seguidores llevan el símbolo de la triqueta invertida.
Dagda y Lugh intercambiaron una mirada. ¿Era casualidad que los Hijos de Breogán se manifestaran con el mismo símbolo que la druidesa Idris?
—Lo que nunca pensé es que se atrevieran a atacar a uno de los nuestros —continuó diciendo el padre O’Malley, con pesar.
—También atentaron contra mí —reveló Elatha.
—Pero ¿por qué lo harían? —musitó el Guardián.
—Por Erin —dedujo Dagda, con el ceño fruncido—. Saben que vuestra unión acabaría con las rencillas entre los fomorianos y los danianos, lo que haría que el Pacto de Tres fuera más fuerte.
—Su… sujeta algo en el puño —murmuró, ronco, Stephen.
La atención de todos se centró en él, mientras abría la mano de su hermana, con cuidado. Un aro de plata con elaboradas filigranas grabadas apareció en la palma ensangrentada de la joven.
—Es un anillo fomoriano —declaró Lugh, al reconocer el diseño.
Todas las miradas se clavaron en Elatha. Miradas sorprendidas, acusatorias y de incertidumbre que buscaban una respuesta.
—Elatha, ¿sabes de quién es? —preguntó Dagda, con el ceño fruncido.
—No, pero os juro que averiguaré quién está detrás de todo esto —gruñó con rabia, antes de desaparecer junto a sus generales.
—¿Lo dejáis marchar? —inquirió Stephen, incrédulo.
—¿Por qué lo deberíamos retener? —repuso Dagda con tono razonable.
—Es evidente que ha sido uno de los suyos el que ha matado a mi hermana. Tal vez haya sido él mismo.
—¿No te han dicho nunca que no se puede hacer acusaciones sin pruebas? —masculló Lugh, sintiendo cómo su enfado contra aquel hombre crecía.
—Mi hermana sostenía en la mano uno de sus anillos. ¿Qué otra prueba necesitas?
—Eso es solo un hecho circunstancial.
—Esos sucios fomorianos son todos unos salvajes y…
—¡Stephen!
La voz autoritaria del Guardián cortó sus palabras, justo cuando Lugh estaba planteándose cogerlo otra vez del cuello y hacerlo callar de un puñetazo.
—Disculpad a mi sobrino. Sin duda, está tan conmocionado como yo por la pérdida de Heather —añadió con voz rota y una lágrima rodó por la mejilla del anciano.
—Haremos lo posible por llegar al fondo de esto —aseguró Dagda.
Cuando regresaron a Avalon, la noticia de la muerte de una milesiana ya había corrido por el subsuelo. Los Tuatha dé Danann se reunieron en el Gran Salón.
—Deberíamos tomar medidas contra los fomorianos —declaró Angus, el dios del Amor, y provocó un murmullo de apoyo entre muchos de los danianos allí presentes.
—No hay razón alguna para ello. No hay pruebas —repuso Morrigan—. Además, no tiene sentido que ellos hagan algo para romper el Pacto de Tres ahora que Erin ha regresado.
—Pues yo creo que ha llegado el momento de limpiar de cuervos la isla —terció Goibniu, el dios Herrero.
—Creo que Morrigan está en lo cierto —señaló Dagda, y ante su voz se hizo el silencio—. Los fomorianos son los menos interesados en romper el Pacto de Tres en estos momentos. Han aguardado la llegada de Erin desde hace milenios, no tiene lógica que, ahora que ella ha regresado, hagan algo para romperlo.
El rumor de las voces que debatían inundó el Gran Salón durante unos minutos.
—¿Tú qué opinas, Lugh? —inquirió, de repente, Mac Gréine.
Todos guardaron un silencio respetuoso para dejar hablar al gran héroe de los danianos.
—No es un secreto que desconfío de los fomorianos, pero no hay pruebas que los acusen de este crimen. Elatha y sus cuervos han convivido con nosotros durante miles de años y siempre han respetado el Pacto —afirmó Lugh, tratando de dejar sus sentimientos a un lado y mostrarse imparcial—. Sería deshonroso por nuestra parte hacer algo en su perjuicio sin razón. Debemos hacer todo lo posible por preservar el Pacto de Tres —concluyó, con voz firme.
Las voces de apoyo a su comentario se dejaron oír y pronto sumaron mayoría. Dagda le dedicó un gesto de aprobación. Incluso Morrigan, acérrima defensora de los fomorianos, le sonrió.
Entonces, Lugh no lo supo, pero con aquella declaración acababa de firmar su sentencia de muerte.