CAPÍTULO 56
Así que aquella era Eli, la hermana de Alana. La única persona que le importaba en el mundo… y estaba en una silla de ruedas.
Al instante, le vino a la mente la noche en la que se celebró el baile en Avalon, cuando la llevó al Salón de los Tesoros y ella le estuvo preguntando por el Caldero de Dagda.
¿Solo sirve para heridas o también cura lesiones de otro tipo? No sé, por decir algo, una lesión medular de las que te condenan a una silla de ruedas para el resto de tu vida.
No había que ser muy inteligente para deducir que la condición de Eli estaba relacionada con el robo del caldero. Y si Alana lo había robado para curar a su hermana, ¿se la podía culpar por ello?
Puede que sus otras acciones no tuviesen justificación, pero, a sus ojos, aquella sí.
Lo que no terminaba de entender era lo que acababa de decir.
—¿Se puede saber de qué soy culpable?
—Ella nunca tendría que haber ido a aquella fiesta. Le advertí que le harías daño si iba y, aun así, la convenciste para ir.
—¿Que yo le haría daño? —repitió, ofendido—. ¡Fue ella la que me clavó una daga!
—Si lo hizo fue para defenderse, le ibas a romper el cuello.
Lugh dio un respingo.
—Yo nunca… —Iba a decir que nunca hubiese hecho eso, pero a su mente acudió un recuerdo, como un destello solitario: él reteniendo con su peso el cuerpo de Alana sobre el colchón, mientras la ahogaba con las manos.
Cerró la boca de golpe y frunció el ceño. Los recuerdos de aquella noche seguían confusos en su mente.
—¿Eso te ha contado ella?
—Alana no me ha contado nada. No me dejan verla. La tienen encerrada desde que llegó, hace una semana.
—¿Y cómo sabes lo que pasó?
—Mi hermana y yo somos descendientes de la druidesa Biróg. Las dos somos videntes —explicó Eli, mientras sacaba de un bolsillo lateral de la silla lo que parecía ser una libreta de dibujo—. Yo sueño cosas, escenas, y luego las plasmo en el papel.
Lugh abrió el cuaderno y contuvo el aliento. El primer dibujo era de él mismo, en el lago, justo después de amanecer. Fue pasando, uno a uno, mientras sentía un nudo en la garganta y una presión en el pecho. Aquellos dibujos, de calidad casi fotográfica, reflejaban pequeños instantes de su relación con Alana: risas, miradas, besos y abrazos, incluso discusiones. Y en todos, el sentimiento que desbordaban los ojos de Alana parecía verdadero. Parecía…
—Llámame loca, pero si esto es un reflejo de la realidad —murmuró Morrigan, mientras señalaba los dibujos que había visto a medida que Lugh pasaba las hojas—, por la expresión de sus ojos parece más una tonta enamorada que una arpía manipuladora.
Y entonces pasó la siguiente página y el estómago se le revolvió. A diferencia del resto, que desbordaban ternura y amor, este desprendía violencia y odio. Él sobre Alana en una cama, atenazando su cuello sin misericordia. Tenía ante sus ojos una representación gráfica del recuerdo que lo perseguía y aquello lo perturbó.
Taran le quitó el cuaderno de las manos y lo estudió, mientras los mellizos se acercaban también a mirar.
—¿Es posible que Alana actuase en defensa propia? —aventuró, en vista de aquel dibujo.
—¡No lo sé, maldición! ¡No lo recuerdo! —masculló, frustrado. Clavó sus ojos en la adolescente y concentró en ella su malhumor—. Pero te equivocas en algo: yo no la convencí para que fuese a la fiesta; fue tu hermana la que decidió ir. Aprovechó que estaba en Avalon para robar el Caldero de Dagda, un tesoro mágico de los danianos con propiedades curativas —explicó Lugh, y añadió con intención—: ¿Adivinas para qué lo pudo hacer?
Se arrepintió al instante de sus palabras cuando vio que la adolescente agrandaba los ojos, enmudecida, al acusar el golpe verbal.
Morrigan chascó la lengua de forma reprobatoria, mientras los tres generales fomorianos lo miraron como si fuera un insecto mezquino y cruel. Y así se sintió al ver cómo las lágrimas comenzaron a agolparse en los ojos de Eli y su fachada de adolescente de lengua afilada dejaba paso a lo que realmente era: una niña asustada.
—¿Fue al baile para robar el caldero? Entonces ha sido todo culpa mía —balbució, mientras empezaba a llorar. Lo miró con los mismos ojos de cervatilla que tenía su hermana, y rogó—: Si todavía la quieres, si la has querido un poco, tienes que darte prisa. Tienes que ayudarla, por favor. Él le está haciendo daño —agregó, entre sollozos.
—¿Quién?
—Yago.
Yago, por fin acababa de ponerle nombre a las sombras que oscurecían los ojos de Alana, a su miedo a ser besada, a la necesidad que había tenido, en un principio, de huir de sus caricias.
Era él, lo supo al instante. Y aunque todavía seguía odiándola por su traición, se sintió enfermo al pensar que ella ahora estaba indefensa ante su peor pesadilla.
Dio un paso, dispuesto a entrar en el pazo a la fuerza y arrasar con todo hasta encontrarla, pero Taran lo detuvo cogiéndole del hombro.
—Si la tienen retenida, será mejor que entremos por sorpresa —murmuró. Miró a Eli y ladeó la cabeza—. ¿Tú cómo has salido del pazo? ¿No se darán cuenta de tu ausencia?
—Soy una inválida, ¿recuerdas? La mitad de ellos me ignora y la otra mitad me compadece. Puedo estar días encerrada en mi habitación y a nadie le importa, la única que se preocupa por mí es Drua y está tan rara últimamente que casi ni me habla. No creo que se den cuenta de mi ausencia hasta dentro de varios días —admitió, mientras se encogía de hombros—. Además, ser invisible me da libertad para moverme. Me escabullí por la puerta lateral aprovechando que todos están ocupados con los preparativos del viaje. Y, aun en el caso de que me descubran los guardias, no me harán nada porque soy la hija de Alexandre Quiroga.
—¿Quién es Alexandre Quiroga? —inquirió Lugh.
—¿Qué viaje? —preguntó Morrigan, al mismo tiempo.
—Alexandre es el líder de los Hijos de Breogán y he escuchado que van a hacer un viaje a Estados Unidos. Creo que han dicho que van a reunir a todos los fomorianos o algo así, no lo entendí muy bien.
Taran y los mellizos intercambiaron una mirada de preocupación que no pasó inadvertida a Lugh.
—¿Sabéis lo que significa eso?
—Cuando los fomorianos fueron exiliados de Irlanda tras la derrota con los danianos, la mayoría fue a Estados Unidos. Muchos de ellos juraron que algún día volverían a Irlanda a tomar venganza —explicó Maon.
—Pero los fomorianos están separados en clanes gobernados por diferentes caudillos que no dejan de pelear entre sí —terció Taran—. Se necesitaría un rey a la altura de Elatha para reunirlos a todos.
—Y el único que ha tenido tanto poder como él ha sido Balor —concluyó Sionn.
—Por suerte para todos, Lugh mató a Balor. Además, Dagda y Biróg se aseguraron de que su espíritu no se reencarnase jamás encerrándolo en una piedra —señaló Morrigan.
—La piedra de Biróg —susurró Eli—. Mi padre la tiene, la lleva siempre en el cuello.
Morrigan y Lugh se miraron con el ceño fruncido.
—Si es así, lo mejor será quitársela y que se quede custodiada en Avalon, de esa manera, evitaremos que encuentre la forma de liberar a Balor —afirmó Lugh—, pero antes, hay que sacar a Alana del pazo, y creo que ya sé cómo.
Cogió la Capa de las Nieblas que le había regalado Manannán y se la puso, pero nada pasó.
—Se supone que me hace invisible —musitó, mientras se miraba a sí mismo.
—Pues te tenían que haber dado el libro de instrucciones —rezongó Sionn—, porque no ha funcionado.
Lugh frunció el ceño, al tiempo que probaba diferentes opciones: envolverse del todo en ella, hacerla ondear, apretar el broche que la sujetaba, y nada resultó hasta que se echó la capucha sobre la cabeza. Entonces, sí desapareció.
Cuando se quitó la capucha, volvió a hacerse visible.
—Esta capa tiene el poder de traspasar puertas, muros y escudos mágicos —aclaró, ante la mirada de asombro de Eli.
—¡Genial, eso facilitará las cosas! —exclamó la adolescente—. Ahora sígueme y te conduciré hasta…
—Ni hablar, no vas a volver a entrar allí —gruñó Taran, mientras se ponía delante de ella para que no pudiese avanzar.
—Estoy de acuerdo —convino Lugh—. Será mejor que me hagas un plano del interior del pazo y me indiques dónde tienen retenida a Alana. Una vez esté a salvo, decidiremos qué hacer respecto a los Hijos de Breogán.
Eli dibujó un plano de la planta del recinto con sorprendente rapidez y eficacia. Era verdad que tenía un don para el dibujo.
Una vez tuvo claro dónde tenía que ir, Lugh emprendió el camino sin pérdida de tiempo. Sentía la necesidad imperiosa de dar con Alana y de ponerla a salvo.
Luego, ya se vengaría.