CAPÍTULO 5

Alana, sentada en un banco de piedra a un lado del jardín, observó, con una sonrisa indulgente, el pequeño conejo que Eli sostenía en su regazo. No era más que una bolita de suave y esponjoso pelo blanco. Pasaba casi desapercibido sobre la tela blanca del vestido de la adolescente.

—¿A que es adorable?

Según la tradición, en Ostara todos vestían de blanco y las mujeres, además, debían adornar sus cabellos con las primeras flores de la primavera.

Eli se había hecho una trenza a un lado, salpicada con alegres margaritas. Estaba preciosa, aunque un poco pálida. Siempre había sido una niña delicada, pero desde el accidente, su salud era más endeble. Enfermaba sin explicación, lo que mantenía a Alana en una constante vigilia.

—¿Crees que podré quedármelo?

—No creo que a Alexandre le importe que lo hagas —respondió ella, y lo pensaba de veras.

Alexandre consentía a Eli. No porque fuese su hija, sino porque sabía que la fidelidad de Alana estaba condicionada por la felicidad de su hermana.

Mientras Eli fuese feliz, Alana sería obediente y no causaría problemas.

Por eso también estaba segura de que, por mucho que Alexandre pareciera apreciar a su hija, no dudaría en hacerle daño si con eso le daba un escarmiento a Alana.

—Voy a preguntarle.

La silla de ruedas de Eli cruzó el patio, sorteando a la gente. De vez en cuando, su hermana se detenía para hablar con alguien y su risa se fundía con la música.

Alana la estaba observando cuando sus ojos se cruzaron con Yago. El hombre estaba sentado en una de las mesas con varios de sus amigos. Por la expresión de su rostro, y por lo mucho que parecía estar bebiendo, ya se había enterado de que sus planes para la noche habían sido frustrados.

—No se lo ha tomado demasiado bien —observó Drua, mientras se sentaba a su lado.

—Seguro que esta noche encuentra a otra más dispuesta con la que consolarse.

—Por si acaso, intenta no quedarte a solas con él. Pese a que Alexandre le ha prohibido que se acerque a ti, la lujuria de un hombre puede llevarlo a cometer locuras, ya lo sabes —advirtió Drua, con seriedad.

Sí, Alana lo sabía. Era algo que nunca podría olvidar y que la perseguía en forma de pesadillas.

—Otra vez me estás protegiendo. ¿Por qué lo haces?

—Te aprecio. Eli y tú sois como mis hijas.

Alana la observó, confusa.

—Pero desde el accidente te has mostrado tan fría conmigo que…

—Cometiste un error y Eli pagó por ello. Eso no lo puedo olvidar —murmuró la mujer, y su voz estaba teñida de reproche—. Pero ahora puedes enmendarlo.

—¿Qué quieres decir?

—Existe una leyenda que habla de un libro. Un libro mágico escrito por el mismísimo Dagda, con todos los conocimientos mágicos de los danianos y toda clase de hechizos. Incluso hechizos curativos.

Cuando entendió la insinuación de sus palabras, Alana la miró con sorpresa.

—¿Quieres decir que ese libro puede tener algún remedio para curar a Eli?

—Exacto.

—Pero si el libro pertenece a Dagda, no creo que me lo dé tan fácilmente.

—Róbalo si hace falta, pero lo tienes que conseguir. Tú condenaste a Eli a vivir en una silla de ruedas —declaró Drua, mirándola con dureza, y sus palabras la golpearon como puños—. Es tu deber liberarla —añadió, y se alejó de ella.

La mente de Alana empezó a trabajar.

Drua tenía razón. Ella hizo una promesa a su madre en su lecho de muerte: que haría lo necesario para proteger a Eli… Aunque eso implicase hacer algo tan loco y estúpido como robar a los dioses.

Si había algún indicio de que ese libro existiera, lo encontraría.

Con ese pensamiento en la cabeza, dejó los festejos y se fue a su habitación. Estaba terminando de hacer la maleta cuando escuchó un golpecito en la puerta.

—Te he traído un regalo de despedida —anunció Eli al entrar.

Le tendió un papel y Alana lo cogió, pensando que era alguna foto suya o de las dos como recuerdo. Pero no. Era el dibujo que Eli había hecho del guaperas del lago.

—¿Por qué me lo das?

—No sé, algo me dice que lo debes tener tú —murmuró Eli, mientras se encogía de hombros—. Tal vez encuentres uno como este en Irlanda —añadió, con una sonrisa pícara.

Alana bufó.

—No creo que exista un hombre como ese sobre la faz de la tierra.