CAPÍTULO 47
Lugh tardó más de lo esperado en encontrar a Dagda y todo para nada, el líder daniano ni siquiera recordaba que lo andaba buscando. Cuando regresó a por Alana, Mac Gréine le informó de que la española había decidido esperarlo en sus aposentos y él, solícito, la había acompañado hasta allí. Lugh le agradeció el gesto de forma distraída, con el pensamiento puesto en la española.
Se quedó sin palabras cuando, al entrar en su habitación, la encontró desnuda en su cama. Su sola visión hizo que el corazón le retumbase en el pecho y una potente erección tensase sus pantalones.
Ella estaba recostada contra el cabecero, cubierta a medias por una ligera sábana de seda, con la mirada perdida lejos de allí. Su hermosa cabellera oscura se derramaba salvaje por encima de su hombro y su piel dorada relucía bajo el suave fulgor de la luna que se filtraba por los grandes ventanales del balcón.
Había soñado muchas veces con tenerla en su cama, pero la sensación de satisfacción al verla allí por fin fue mucho más intensa de lo que había imaginado.
Intuyendo su mirada, ella se giró y lo obsequió con una triste sonrisa que no le llegó a los ojos. Lo único que consiguió fue aumentar el desasosiego de Lugh.
Ella trataba de disimularlo, pero había algo que la perturbaba. Toda la noche había estado tensa y ahora… Ahora, más que nunca, parecía una figura de cristal que se fuese a quebrar con un ínfimo roce.
Deseó que Alana confiase en él, que le abriera su corazón y su mente de la misma forma en que le abría su cuerpo, pero ella continuaba siendo muy reservada.
Él intuía cuál era el problema: estaba pensando en regresar a España. No habían hablado demasiado de ello, pero ella siempre había dado a entender que su estancia en Irlanda era temporal.
Memeces. Sin duda aquel era su lugar.
En Avalon.
En su cama.
A su lado.
Para toda la eternidad.
Ahora solo hacía falta que ella aceptase su propuesta, pero antes…
Se acercó a la cama y ella se incorporó para recibirlo, poniéndose de rodillas sobre el colchón para poder quedar a su altura. El primer beso fue suave y dulce, una bienvenida, pero pronto le siguieron muchos otros que fueron ganando en intensidad. Sin embargo, a pesar del ansia, ninguno de los dos apresuró el paso, como si se hubiesen puesto de acuerdo para alargar el momento todo lo posible, como si intuyesen que algo iba a cambiar entre ellos después de aquella noche.
Sin dejar de mirarlo a los ojos, Alana le quitó la chaqueta y luego la camisa, depositando besos y caricias en la piel que descubría y, con cada roce, no hacía sino exacerbar el deseo de Lugh.
Su parte fomoriana rugió hambrienta, clamando por tomarla, por enterrarse tan profundo en ella como pudiese, por marcarla como suya para toda la eternidad, y esa noche no se contuvo.
En cuanto estuvo desnudo, se tumbó sobre ella y la penetró con un impulso certero. Alana dio un respingo. Pese a que ya estaba húmeda, no se esperaba que la embistiera sin caricias preliminares. Pero aquella noche Lugh no podía dárselos. Solo quería que sus cuerpos expresaran todo lo que ellos no se habían atrevido a decir, todavía, con palabras.
Hicieron el amor en silencio, de una forma lenta y muy intensa, mientras se esforzaban por proclamar con miradas, besos y caricias que estaban hechos el uno para el otro.
El vaivén de las caderas de Lugh fue incesante, haciendo que Alana se retorciera debajo de él, buscando un ritmo más rápido. Pero él no aceleró sus embestidas en ningún momento, solo las hizo más profundas.
Entrelazó sus manos a las de ellas y arremetió con energía, tensando todos los músculos de su cuerpo, haciendo que el cuerpo de Alana se arquease. Después, retrocedió despacio, casi hasta salir del todo, y sonrió al sentir cómo ella trataba de retenerlo en su interior, cómo enroscaba las piernas alrededor de su cintura y alzaba las caderas, pidiendo más. Y él se lo concedió.
Volvió a impulsarse dentro de ella, una y otra vez, mientras besaba su boca con la misma intensidad con la que movía sus caderas, con las manos entrelazadas. Sin respiración, sin descanso, sin barreras.
Hasta que ella rompió el silencio con el eco de su nombre y él susurró «mo chuisle», con voz desgarrada, en su oído.
Minutos después, tumbados de lado uno frente al otro, pudo observar cómo las barreras de Alana se iban alzando poco a poco tras sus ojos, y no le gustó.
Ya no quería más barreras entre ellos, por muy invisibles que fueran.
—Tenemos que hablar.
Lo dijeron los dos al unísono y sonrieron al darse cuenta.
Alana abrió la boca para decir algo, pero él la acalló con un gesto.
—Déjame explicarte algo antes de que digas nada —pidió mientras le acariciaba la mejilla con ternura—. Soy Lugh Lamhfada, el gran héroe daniano. Contengo a la noche y barro la oscuridad; ilumino al mundo desde el principio de los tiempos; deleito a la Tierra con mi luz y soy venerado por todas las culturas —afirmó, recitando las palabras que una vez le dijo—. No soy un dios cualquiera. Soy el dios del Sol —le recordó, con orgullo—. Y me tienes postrado a tus pies —reconoció, mientras la miraba con la humildad que le concedía el amor.
Los ojos de Alana se llenaron de lágrimas al escucharlo e intentó volver a hablar, pero él continuó con su declaración sin dejarla intervenir. Todavía tenía mucho que confesar.
—Querías saber lo que era mo chuisle.
Alana asintió.
Él cogió su mano y la condujo hasta su pecho, hasta que ella apoyó la mano sobre su piel, justo encima de su corazón, sobre el tatuaje de su trisquel, lo que definía su esencia.
—¿Sientes esto? A chuisle mo chroí. El latido de mi corazón —tradujo Lugh para que no tuviera dudas—. Tú eres eso.
—¿Tu corazón?
—No, tú eres mo chuisle. Eres el impulso que mueve mi corazón. La única que lo hace sentir vivo. Tú eres mi latido.
Una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla antes de que él la atrapase con un dedo.
—No tienes por qué llorar —susurró, conmovido—. Lo que trato de decirte es que te amo y quiero que pases la eternidad a mi lado, en Tir na nÓg.
Nuevas lágrimas brotaron de sus ojos mientras Alana lo miraba en silencio, como si no supiera qué decir a continuación. Era lógico. Acababa de concederle un gran honor solo reservado a algunos elegidos.
«Está abrumada por la emoción», pensó Lugh, al verla.