CAPÍTULO 48
Alana estaba abrumada por la culpa.
Lugh acababa de abrirle su corazón y en lo único que podía pensar era en la daga que estaba escondida debajo del colchón, justo en el borde, esperando a que estirara el brazo, la cogiera y se la clavara en el cuerpo.
Hubiese sido tan fácil acabar con él… Podía haberlo hecho cuando lo tenía entre sus piernas, entregado al placer; o cuando habían acabado de hacer el amor y él había cerrado los ojos mientras la abrazaba, sonriente y confiado.
Tan fácil.
Y tan difícil.
Cada partícula de su ser se revelaba contra la sola idea de hacerle el menor daño, de derramar una sola gota de su sangre. Pensar que la luz que hacía resplandecer sus ojos azules desaparecería hasta tornarlos inertes era inadmisible.
Pero si no lo hacía, las consecuencias serían nefastas.
Necesitaba alejarse de Lugh un segundo para pensar, para recomponer sus defensas… o para derribarlas del todo y sincerarse con él. Se escabulló de su abrazo, se envolvió de forma precaria con la sábana y se acercó al balcón que había en la habitación, mientras se secaba las lágrimas con un gesto frustrado.
Había llegado el momento de tomar una decisión.
Observó el paisaje que se disponía frente a ella, bañado con placidez por la luz de la luna llena, mientras sentía como Lugh se acercaba hasta ella para depositar un suave beso en su hombro desnudo.
—No te alejes —rogó él en un susurro ronco en su oído—. Confía en mí, dime qué es lo que te hace llorar.
Sintió sus manos acariciar su cuerpo con lentitud, amándola, adorándola. Se deshizo de la sábana que la envolvía, para poder dejar un reguero de besos en dirección a la parte inferior de su espalda, y allí se detuvo.
Todo se detuvo.
Alana abrió los ojos de repente.
La luna llena.
En aquel instante fue consciente de que el ungüento que había elaborado con la mandrágora para ocultar su marca perdía su poder con la luna llena.
Levantó los ojos hacia la esfera luminosa que los observaba en silencio en el mismo momento en que Lugh la hizo girar al cogerla del brazo con brusquedad.
No había duda: él había visto su marca.
La miró a los ojos como si la viese por primera vez y, en su expresión, ella pudo leer la mezcla de sentimientos que fustigaban al dios del Sol en aquel momento.
Incredulidad.
Dolor.
Rabia.
Ira.
Las emociones se sucedieron en su rostro hasta desencajarlo por completo.
Su aura vibró y crepitó sin control. El azul desapareció dando paso al rojo. Un rojo descontrolado que la azotó sin piedad. En sus ojos leyó la condena y la muerte. La predicción de Eli se iba a cumplir, Lugh estaba tan ido que la iba a matar con sus propias manos.
Intentó escapar, pero solo dio dos pasos antes de que él la alcanzara y juntos cayeran sobre la cama en un revoltijo de miembros desnudos. Él intentó someterla poniéndose sobre ella mientras Alana se intentaba defender con uñas y dientes. Al final, consiguió paralizarla con el peso de su cuerpo y sujetarla de las muñecas con tanta fuerza que sabía que tendría marcas al día siguiente. Al ver su gesto de dolor, él sonrió.
Aquello la destrozó.
Ni siquiera cuando le hizo perder el control aquel día al lado del lago, él se había mostrado cruel. Apasionado sí, pero no violento.
Sabiendo que era inútil combatir su fuerza, probó a razonar con él.
—Deja que te expli…
Sus palabras murieron en su garganta cuando las manos de Lugh liberaron sus muñecas para atenazar su cuello y comenzó a apretar.
La iba a ahogar con sus propias manos, igual que en la visión de Eli.
Buscó algún rastro de compasión en sus ojos, pero solo encontró dos piedras negras en lo que antes había sido un cielo de verano. El Lugh que conocía había desaparecido, dando paso al salvaje fomoriano que tanto se había esforzado él por sofocar. Y todo por su culpa.
Tenía la fuerza suficiente para partirle el cuello en cuestión de un segundo; en cambio, fue apretando poco a poco, privándola del oxígeno despacio; torturándola y disfrutando de ello.
Alana le golpeó con sus puños allá donde alcanzaba, debilitándose por momentos por la falta de aire, pero él era inamovible en su determinación por acabar con ella.
Desesperaba, sintiendo que en unos segundos perdería el conocimiento, estiró el brazo hacia el borde de la cama, buscando la daga, pero no la alcanzó.
¿En verdad aquel iba a ser su fin? No, no podía ser.
Reuniendo sus últimas fuerzas, arqueó el cuerpo, lo justo para que él se desequilibrase un poco, algo que ella aprovechó para subir la rodilla y golpearle con saña.
Lugh cayó hacia un lado con un quejido sordo mientras Alana se dio la vuelta y reptó por el colchón, en un intento por llegar hasta la daga. Justo cuando sus dedos rodearon la empuñadura, él la cogió de un pie y la atrajo hacia sí con un movimiento brusco.
Un segundo después, él volvió a caer sobre ella. Primero sintió que el cuerpo del dios se quedaba rígido, después, algo cálido mojo su mano que, empuñando la daga, se había quedado entre los dos.
Se miraron a los ojos. Él todavía con la mirada perdida, como si no terminase de entender lo que acababa de suceder. Ella con horror, comprendiendo lo que había sucedido.
Con un suspiro cansado, como si toda su energía se hubiese esfumado de golpe, Lugh se dejó caer a un lado, liberándola de su peso, y quedó tendido de espaldas en la cama, desnudo y con los ojos cerrados, aceptando lo inevitable: que ella lo acababa de matar.
Alana se puso de rodillas a su lado, sollozando. La empuñadura de la daga sobresalía de su abdomen, en una imagen grotesca, y se la extrajo con cuidado. La sangre comenzó a manar a borbotones y ella la intentó detener, taponando la herida con sus propias manos.
—No, no, no —musitó como una letanía, mientras sentía como la vida de Lugh escapaba entre sus dedos.
Ya estaba hecho. Todo había acabado. Acababa de cumplir con su deber: dar muerte al dios del Sol.
Ahora la revuelta tendría más posibilidad de salir victoriosa y Alexandre podría cumplir su objetivo.
Alana y Eli por fin podrían vivir en libertad.
¿Vivir?
Vivir sin la promesa de un nuevo amanecer.
Vivir sin el brillo de unos ojos del color del cielo.
Vivir sin sonrisas arrogantes y canallas.
Vivir sin besos dulces y noches apasionadas.
Vivir sin luciérnagas.
Vivir sin magia.
No, una vida sin Lugh no era una vida que Alana quisiese vivir.
Se miró las manos, manchadas de sangre, y recordó las palabras que le dijo su madre cuando era pequeña: «Deberás mancharte las manos con la sangre del hombre que amas para poder salvar tu vida y la de aquellos a los que más quieres. Solo si empleas tu don con sabiduría, lograrás que el destino juegue a tu favor».
Por fin lo entendió.
Cerró los ojos y se concentró. Un fogonazo destelló en su cabeza.
Vio a Lugh, su rostro serio y su expresión tierna, susurrándole con voz ronca: «Siempre hay otra opción». Y vislumbró aquella opción en su mente. Los hechos se desarrollaron, paso a paso, en su cerebro, y cuando terminó de ver el futuro, estuvo a punto de vomitar.
No era una opción aceptable, pero era la única que tenía. Solo rezó para tener la fuerza suficiente para poder resistir a lo que el destino le tenía aguardado si tomaba aquella decisión.
Respiró hondo y fue en busca del Caldero de Dagda. Lo sacó del bolsillo del cancán, que había dejado en un diván que había en un rincón de la gran estancia, junto al vestido, y se acercó a la cama. Concentrando toda su energía, lo sostuvo entre sus manos y susurró: «Uisge beatha». Sintió que las pareces de bronce se calentaban antes de que un líquido de color transparente comenzase a manar desde el fondo del cuenco.
Con cuidado, se acercó a él. En cuanto notó su cercanía, él abrió los ojos y la miró. Había tanto odio en su mirada, tanta decepción, que Alana sintió un vuelco en el corazón. Pero no se movió. Solo la observó. Como si estuviese esperando ver con sus propios ojos cómo ella acababa con él. Como si ya nada le importase.
Alana intentó conservar una actitud fría mientras derramaba el agua de vida en la boca de Lugh y se aseguraba de que bebiese el líquido. Él la miró con sorpresa, antes de que exhalara un suspiro y cerrase los ojos.
Lo miró aterrada. ¿Había llegado demasiado tarde? Desesperada, apoyó la mejilla sobre su pecho y escuchó. En un primer momento no oyó nada, pero luego sintió un pequeño aleteo. Pom, pom. Casi no se percibía el latido de su corazón, pero latía. Dejó escapar un sollozo de alivio.
Se separó de él cuando comprobó que su pulso se iba fortaleciendo poco a poco. Solo esperaba que Lugh tardase varias horas en despertar, lo justo para que ella pudiese organizar el intercambio.
Se limpió la sangre de su piel y se volvió a vestir.
En un último impulso, se acercó hasta él y le susurró en el oído:
—Solo hay una esperanza; Lugh. Todo depende de ti.
Luego lo besó y salió de la habitación.