CAPÍTULO 13
Un centenar de cuerpos se mecían al son de la música, envueltos en sombras y acariciados por las ocasionales luces de colores que se proyectaban desde el techo. El Ghrian era un nightclub muy popular en aquella pequeña ciudad y, tanto lugareños como turistas, acudían allí atraídos por el buen ambiente.
Alana llevaba unos minutos apoyada en la barra, mientras se tomaba una cerveza, estudiando el local. Aquella era la tercera noche que iba allí y no iba a ser la última, porque estaba aprendiendo mucho de lo que ella había empezado a llamar fauna local.
Por un lado, estaban los danianos, fácilmente reconocibles porque iban vestidos con colores claros y miraban a su alrededor con benevolencia y un atisbo de superioridad, como si estuviesen haciendo un favor a la humanidad por haber decidido mezclarse con ellos. Estaban reunidos en el fondo del local, en un lujoso reservado. Y si no se equivocaba, Mac Gréine, el dueño del Ghrian, estaba entre ellos, recibiendo toda clase de atenciones y elogios.
Por otro lado, en el rincón menos iluminado, se agrupaban los temibles guerreros fomorianos. En verdad tenían un aspecto feroz, no solo por su imponente estatura y musculatura, sino porque iban vestidos de negro y tenían miradas feroces. Los chicos malos del lugar. Tal vez por eso, la mayoría de las mujeres estaban cerca de ellos, tratando de llamar su atención. El lado oscuro siempre resultaba muy atractivo.
Los milesianos, en cambio, pasaban desapercibidos entre la gente normal. Alana estaba empezando a poder identificar sus auras, un poco más luminosas que las del resto, señal de que tenían una energía más intensa.
Era extraño. Nunca había poseído aquel don, el de ver las auras, pero había empezado a hacerlo tras la lluvia que les había caído a Diana y a ella en su excursión. Tal vez, la magia de aquella tierra estaba potenciando sus poderes, por eso también había recuperado en parte sus dotes de videncia.
Ahora podía identificar la naturaleza mágica de una persona con un simple vistazo, algo que le parecía fascinante. Los danianos tenían un aura azul muy luminosa. La de los fomorianos, lejos de ser un aura negra como había supuesto, era de un vibrante tono rojo. Los demás, la gente normal y los milesianos, la tenían blanca, con pequeños matices de color, dependiendo de sus estados de ánimo.
Aquel nuevo don le había abierto los ojos en muchos aspectos, sobre todo en uno: Diana. Su nueva amiga tenía un aura especial, una mezcla de blanco y azul, pero no fundidos. Sus colores refulgían en una lucha constante, como si tuviese dos energías diferentes encerradas en su cuerpo. ¿Quién sería realmente? ¿Una mestiza? Tal vez, era la hija de un daniano y una milesiana, eso sería una explicación plausible.
Observó, con disimulo, cómo Mac Gréine salía del reservado y se acercaba a la barra para hablar, un momento, con el barman y aprovechó la oportunidad.
Era un hombre atractivo, de cabello color chocolate y ojos verde azulados, y con el talante arrogante del que se sabía dueño de todo lo que tenía alrededor.
Según sus fuentes, él era su principal objetivo.
—Este local está abarrotado —comentó, mientras se colocaba a su lado con una sonrisa amistosa.
—¿Española? —adivinó él, al tiempo que sus ojos se deslizaban por su cuerpo con una mirada de interés.
—Y tú debes de ser el dios al que todos veneran.
—¿Qué quieres decir? —inquirió él. Su rostro se había vuelto inescrutable.
—He oído que eres el dueño —aclaró ella, con un guiño— y que tu palabra es ley aquí. Debe de ser una sensación maravillosa.
—¿A qué te refieres?
—Ser tan importante. Tener tanto poder. Que todos traten de congraciarse contigo y que se desvivan por cumplir tus deseos —enumeró ella, y bebió de su copa con estudiada indiferencia—. Lástima que solo seas el dueño del Ghrian. Imagina lo que sería extender tu dominio fuera de aquí. Tener el poder necesario para que toda la humanidad se arrodille ante ti. Pero, claro, para eso tendrías que ser un dios de verdad.
—¿Quién eres? —demandó él, con el ceño fruncido.
—Puedo ser una amiga —respondió ella, de forma enigmática.
El hombre hizo ademán de preguntar, pero una rubia de belleza etérea se interpuso entre ellos.
—Mac Gréine, te estamos esperando. No nos divertimos igual sin ti —añadió, con un puchero.
El hombre dudó, pero terminó cediendo a la demanda de la rubia, que lo había cogido de la mano y tiraba de él. Dirigió una última mirada inquisitiva a Alana, antes de regresar al reservado con sus amigos.
Ella apuró su copa y pidió otra. Acababa de plantar la primera semilla de la discordia y no estaba muy orgullosa de ello, pero se consoló pensando que el fin justificaba los medios.
Estaba tan absorta en sus reflexiones que tardó en darse cuenta de que una figura acababa de abrirse camino en el local. Una hombre rubio y hermoso como el sol, rodeado por un aura en la que vibraban el azul más puro y el rojo más apasionado. Un mestizo de las dos razas divinas más poderosas.
Lugh.
Como si de una fragante flor se tratase, cinco abejas en forma de mujer se acercaron a él.
«O también podían ser moscas atraídas por una caca maloliente», pensó, con una mueca divertida, y dio un trago a su copa en un brindis secreto por su ocurrencia.
Con un interés que no quiso reconocer, observó cómo Lugh evaluaba con la mirada a las posibles candidatas que se le habían acercado. Las cinco iban vestidas para atraer: la que no llevaba un escote sugerente, lo suplía con una minifalda que no dejaba nada a la imaginación. Una de ellas, una rubia despampanante, llevaba un vestido tan atrevido que hasta a Alana le costaba apartar la mirada de sus insinuantes curvas.
Los ojos de Lugh acariciaron, de forma apreciativa, los cuerpos de las mujeres, pero ninguna pareció despertar un interés especial en él. De pronto, como si hubiese intuido que lo estaban observando, se giró y la sorprendió mirando.
Una sonrisa, que solo pudo describir como lobuna, sesgó sus labios antes de que Alana consiguiese apartar la mirada con rapidez, lo que provocó que parte de la bebida que le acababan de servir terminase mojando sus pantalones. Mascullando un juramento, sacó un pañuelo de su bolso y trató de secar la mancha.
—Nos volvemos a encontrar.
Alana levantó la mirada y ahí estaba él. A su lado. Demasiado cerca. Parecía que disfrutaba invadiendo su espacio vital.
—¿Te conozco? —inquirió ella, fingiendo ignorancia.
Pretendía hacer que se tambalease esa arrogancia que parecía exudar por todos los poros de su piel, pero solo consiguió que sonriera.
—Ya sabes que me conoces. Y estoy dispuesto a que me conozcas mucho mejor —añadió, con tono sugerente.
—Hola, Lugh —saludó una guapísima morena que pasó cerca de ellos, mientras le dedicaba un guiño cómplice.
—Creo que ya eres bastante conocido por aquí —masculló Alana, nada seducida por la sugerencia.
—Lo sé, pero tienes suerte: esta noche te he elegido a ti.
—¿Y eso es tener suerte? —musitó, al tiempo que bebía un trago.
—La verdad es que te podías haber arreglado un poco más para llamar mi atención, pero, a pesar de ello, hay algo en ti que me atrae. Por eso tienes suerte.
Alana se atragantó con su bebida. Miró a Lugh, tratando de descubrir en su expresión alguna señal de que estuviese bromeando, pero no. El muy cretino lo decía en serio.
—¿Y cómo se supone que debo vestir para llamar tu atención? —preguntó, con fingido interés, mientras trataba de contener las ganas de vaciarle su vaso en la cara.
—La verdad es que llamarías más mi atención si fueses desnuda, pero… —Los ojos de Lugh bajaron por su cuerpo en una caricia lenta que, muy a su pesar, provocó un revuelo en su estómago—. Creo que con un vestido rojo estarías arrebatadora.
—Así que un vestido rojo, ¿eh? —ronroneó, con una mirada sensual, mientras se acercaba a él para deslizar un dedo por el centro de sus pectorales, en una caricia incitante.
Solo cuando sintió las manos de Lugh en su cintura y vio el triunfo brillar en su mirada, lo apartó de un empujón.
—Escúchame bien, capullo. No sé por qué incomprensible razón piensas que eres un regalo para las mujeres, pero déjame decirte algo: no lo eres. Y añadiré algo más. El día en que me ponga un vestido rojo para llamar tu atención, será el día en que el infierno se congele —espetó, enfadada.
Y con una última mirada, que transmitió cuánto lo aborrecía, lo dejó allí plantado y se fue a casa.