CAPÍTULO 29

Cuando recibió un WhatsApp de Diana para cenar juntas e ir al Ghrian aquella noche, no lo pensó dos veces y le dijo que sí.

Era la noche del sábado y, si su instinto no le fallaba, Lugh estaría allí. Él había dado todos los pasos en aquel baile de seducción que los dos estaban ejecutando y ella siempre se había dejado guiar. Era hora de que Alana fuera la que tomara la iniciativa y lo sorprendiera.

Con ese pensamiento en mente, eligió muy bien su vestuario para aquella noche: un minivestido rojo oscuro que marcaba cada una de sus curvas de la forma más sensual. Porque sí, aquella noche ella estaba dispuesta a seducirlo.

Él se lo había ganado. Y ella también, maldición. Tenía derecho a explorar el placer que encontraba en los brazos de Lugh, sin más preocupaciones que la de disfrutar y controlar su miedo.

Puede que, al día siguiente, todo se fuese al infierno, pero al menos tendría el recuerdo de una noche con él.

Se acababa de enfundar los zapatos de tacón alto cuando sonó el timbre. Observó por la mirilla con precaución, todavía un poco intimidada por las amenazas de Stephen, pero la que estaba detrás de la puerta era Diana.

Abrió y la miró de arriba abajo antes de dejarla entrar. Su amiga —porque sí, aquella chica se había convertido en su mejor amiga—, no hacía nada por ensalzar su belleza natural. Estaba preciosa porque era preciosa, pero…

—¿Vas a ir vestida así?

Diana se miró a sí misma y, por su expresión, parece que no vio nada que tuviera que mejorar. Botines planos, vaqueros estrechos de color negro, y una camiseta ancha de manga corta. Era lo que solía vestir, pero su cara fue un poema cuando Alana abrió la puerta y le enseñó su atuendo.

—Es evidente quién va a ser la amiga fea esta noche —resopló Diana, con fastidio.

—Las irlandesas se arreglan bastante cuando salen por la noche. Además, para una vez que nos vamos de fiesta, no podemos ir con lo de siempre —se defendió Alana—. Si quieres, tengo un par de vestidos que te podrían quedar genial, te puedo dejar uno.

—No me siento cómoda llevando vestido —musitó, con un mohín.

—Bueno, pues por lo menos ponte algo más sexy arriba, que enseñe algo de piel —propuso Alana—. ¿Sabes? Tengo un top que te vendría de perlas. Y un poco de maquillaje tampoco estaría de más. —Al ver que Diana fruncía el ceño, Alana se apresuró a añadir—. Solo un poco, para realzar esos ojazos que tienes y dar un poco de color a tus labios. Aunque tengas una piel fantástica, nunca está de más algún toque de magia en los lugares adecuados. ¿Qué número de zapatos usas?

—El treinta y nueve, ¿por?

—Perfecto, el mismo que yo. Así te puedo dejar también unos zapatos.

—Los zapatos de tacón acaban dejándome los pies molidos —repuso Diana, no muy convencida.

—Querida, hay zapatos y zapatos —señaló Alana, mostrándole unos maravillosos zapatos negros de medio tacón—. Este solo tiene seis centímetros, ya verás qué cómodos son.

—¡¿Manolo Blahnik?! —exclamó con los ojos desorbitados al leer la etiqueta—. ¿En serio tienes unos de esos famosos Manolos?

—Tengo varios —admitió a desgana.

Alguna ventaja debía tener vivir con un monstruo como Alexandre. Al menos, no escatimaba en gastos por cuestiones de apariencia y le sobraba el dinero. Drua, Eli y ella disfrutaban de un guardarropa de lo más exclusivo.

Buscó en su armario hasta dar con un top negro de escote drapeado y sin mangas, y se lo tendió con una sonrisa.

—Este te quedará perfecto.

—No tiene tela en la espalda —observó Diana, dudosa, al ver solo dos tiras cruzadas en la parte trasera—. Se me va a ver todo el sujetador.

—Este top es para llevar sin sujetador. Tranquila, el drapeado del escote evita que vayas marcando pezones —añadió Alana, con una risa ante su mirada consternada—. Venga, pruébatelo y ya verás como te queda genial.

Al verla mirarse en el espejo, ruborizada, no pudo evitar pensar en su hermana. Hablaba con Eli todos los días por teléfono, pero, aun así, la echaba mucho de menos.

En ciertos aspectos, Diana le recordaba mucho a ella, tal vez por eso le había cogido tanto cariño en tan poco tiempo. Preservaba una inocencia inherente que a ella le habían arrebatado mucho tiempo atrás.

Mientras la maquillaba, se concentró en sus ojos, tratando de encontrar algo en su interior que revelara la existencia de Erin, pero no sintió nada. Tan solo su aura daba muestras de ello.

Lo único que tenía claro era que iba a hacer todo lo posible por protegerla de Stephen. Y, pensándolo bien, siempre había la posibilidad de que Diana se enamorase de otra persona.

—Ya sabía yo que ibas a estar fantástica —musitó Alana, con una sonrisa de aprobación al ver el resultado final—. Ahora sí que estamos armadas de forma adecuada para explorar la marcha nocturna de esta ciudad —añadió, con un guiño pícaro. Pero todo rastro de diversión se borró de su rostro cuando sus ojos se fijaron en el colgante que llevaba al cuello—. ¿Qué es eso?

Diana lo encerró en su puño de forma protectora.

—Es un anillo.

—Hasta ahí llego —repuso Alana al tiempo que hacía una mueca—. Pero parece antiguo. Y no recuerdo habértelo visto antes.

—Es un regalo.

—¿Y se puede saber de quién?

—De alguien que he conocido, pero del que todavía no estoy preparada para hablar.

¡Mierda! ¿Sería un regalo del rey de los fomorianos? Si era así, su relación había avanzado más de lo que había supuesto. Un hombre no regalaba un anillo a una mujer, así como así. Los anillos siempre implicaban cierto grado de compromiso.

—Cuando quieras hacerlo, sabes que estaré encantada de escucharte —adujo Alana, con solemnidad.

—Lo sé. Te lo agradezco.

—Entre amigas no hay nada que agradecer —replicó Alana y le quitó importancia con un ademán—. ¿Quién sabe? Tal vez nos lo crucemos esta noche y adivine quién es, aunque no lo quieras. Se me da muy bien detectar la atracción entre dos personas.

Sentía mucha curiosidad por conocer al legendario Elatha Mac Dalbaech y ver si era tan imponente como se lo imaginaba.

Cenaron en un restaurante del centro y, cuando llegaron al Ghrian, el local ya se estaba empezando a llenar. Coincidieron con Monique y Rosa, dos camareras con las que Diana había trabajado en el restaurante de Sean O’Malley, y se unieron a ellas. Poco después, las cuatro estaban dándolo todo en la pista de baile. Y aunque se estaba divirtiendo, los minutos pasaban y Lugh no aparecía por ninguna parte.

Llevaban dos horas allí cuando Diana se acercó a ella y le habló al oído para dejarse oír.

—¿Eres de las que mantienen la premisa de «si llegamos juntas nos vamos juntas»?

—Más bien soy de la premisa: «si te surge una buena oportunidad, no la desaproveches porque tal vez no haya otra». Además, no es que estemos solas. Tus compañeras de trabajo son muy divertidas —repuso ella, con una sonrisa—. ¿Por qué lo dices?

—He visto a alguien con el que necesito hablar y no sé cuánto se puede alargar esa conversación.

—¿Vas a «conversar» con el que te regaló el anillo? ¿Está aquí? —preguntó Alana, mientras miraba a su alrededor con curiosidad.

—No, el que me regaló el anillo no ha venido. Y lo que tengo que hacer es…

Alana dejó de oír a Diana, dejó de escuchar la música y casi dejó de respirar cuando sus ojos se cruzaron con la imponente figura de Lugh, que acababa de entrar en la pista de baile.

—Tranquila, haz lo que tengas que hacer —musitó de forma distraída, sin apartar la mirada de Lugh, que se había percatado de su presencia y se acercaba a ella con paso decidido—. Creo que podré entretenerme sin ti.

Diana frunció el ceño y se giró en busca de lo que fuese que la tenía tan absorta.

—¿Esa va a ser tu fuente de entretenimiento? —bufó al reconocer la figura de Lugh.

—Solo si se deja —replicó Alana, con un guiño pícaro.

Las dos muchachas se quedaron en silencio cuando aquel gigante rubio comenzó a acercarse a ellas, con paso arrogante. Estaba impresionante con una camisa blanca y unos vaqueros.

¡Mon Dieu! —exclamó Monique al verlo, al tiempo que le daba un codazo a Rosa. Las dos chicas lo devoraron con la mirada.

—¡Me lo pido! —comentó Rosa.

—Siento decirlo, pero él ya ha elegido —anunció Alana, con un susurro quedo.

Lugh saludó a Diana y a las otras chicas de forma distraída. Sus ojos parecían presos en la figura de Alana.

—¿Bailas? —preguntó, por fin, con la voz ligeramente ronca.

Alana fue incapaz de responder en un primer momento, ocupada en no perder las bragas en medio de la pista de baile. ¿Cómo era posible que pudiese ser más guapo de lo que recordaba? Y la forma en que la miraba estaba derritiendo cualquier atisbo de resistencia, duda o temor. Sus ojos la observaban de forma reverente, casi con adoración.

—¿En serio te puedo dejar a solas con él? —musitó Diana en su oído.

—¿Qué? —Alana dio un respingo y recuperó el raciocinio—. Sí, claro. Bailar. Vamos a bailar, no hay problema. Vete tranquila —añadió, antes de que Lugh la cogiera de la mano y la arrastrara al centro de la pista.

Frunció el ceño cuando, por el rabillo del ojo, vio que Diana se había acercado al reservado de Mac Gréine y él la saludaba con un fuerte abrazo. ¿Acaso se conocían? Era algo en lo que debía indagar, pero su atención se vio secuestrada por Lugh cuando empezó a moverse al ritmo de la música. Enseguida, le quedó claro que ese hombre sabía bailar.

—Dime, Lugh Lamhfada, ¿hay algo que no sepas hacer? —preguntó, acercándose a él para que la pudiese oír por encima de la música.

Él no desaprovechó la oportunidad de rodearla con sus brazos y apretarla contra su cuerpo.

—Al parecer, no sé permanecer lejos de ti —susurró en su oído, provocando un escalofrío por su espina dorsal—. Ni mantener las manos quietas cuando estás cerca —comentó, mientras sus manos recorrían su espalda de una forma acariciadora, arrancando estremecimientos en su piel—. Ni mucho menos dejar de besarte cuando te tengo entre mis brazos —añadió, al tiempo que cogía su rostro entre las manos y la besaba con dulzura.

Sabía que debía mantenerse alerta aquella noche, vigilar a Diana, pero cuando en un momento dado la vio abandonar la discoteca con un gigante rubio, ni se inmutó. Tampoco prestó demasiada atención cuando vio a Stephen O’Malley y a Mac Gréine observarla, con el ceño fruncido, y luego marchar juntos hacia la parte trasera del local. Seguro que iban en busca de algún lugar oscuro y discreto para continuar con sus maquinaciones de poder.

Y la culpa de todo era el hombre que la rodeaba con sus brazos. Con él se sentía tan bien que, por una noche, decidió dejar de ser una conspiradora y disfrutar siendo ella misma.

Perdió la noción del tiempo estando con él. Rieron, se susurraron bobadas al oído y bailaron. Sobre todo, bailaron. Sus cuerpos encajaban a la perfección. Mientras se movían juntos al son de la música, los besos y las caricias contenidas enardecieron su mutuo deseo.

—Creo que nos tenemos que ir —comentó Lugh, en un momento dado de la noche.

Alana, que en aquel momento estaba con la espalda apoyada contra su torso, envuelta por sus brazos, mientras él le acariciaba el cuello con los labios, abrió los ojos, desorientada.

Miró su reloj y se sorprendió de la hora que era. El tiempo había pasado volando y el local se había vaciado.

—No me había dado cuenta de lo tarde que era. Será mejor que regrese a mi apartamento.

Lugh no pudo ocultar la desilusión que tiñó sus ojos antes de que la escondiera con una sonrisa amable.

—Como quieras, pero, al menos, déjame acompañarte hasta tu edificio.

Alana escondió una sonrisa. Aquella era la eterna treta de los hombres: un buen beso de despedida en el portal para convencer a la mujer de dejarle subir y terminar la noche en la cama.

Por eso se quedó perpleja cuando, al llegar al portal, Lugh le dio un beso en la frente y con un «Oíche mhaith, álainn»[4] susurrado en su oído, comenzó a alejarse.

Estaba siendo el perfecto caballero y, por alguna extraña razón, aquello la enfureció. Sin pararse a pensarlo, se quitó los tacones y corrió tras de él.