CAPÍTULO 30

Lugh acababa de ganarse un lugar a la derecha de Danu en la eternidad de los grandes dioses celtas.

Dejar a Alana, en aquel momento, era una de las cosas más difíciles que había hecho en su vida, y teniendo en cuenta de que su existencia abarcaba miles de años, aquello era mucho decir.

Tuvo que ponerse las manos en los bolsillos para controlar el temblor que las recorrían, por el anhelo de volver sobre sus pasos, cargarla sobre su hombro y subirla hasta su cama para hacerla suya. En cambio, continuó alejándose de ella.

Su sexto sentido le advirtió que alguien se le acercaba por la espalda antes de oír unos suaves pasos aproximándose. Se giró, alerta, y se quedó mudo de asombro al ver que se trataba de Alana, que se había quitado los tacones y andaba de forma apresurada hacia él. Y por su expresión, parecía muy enfadada.

—¿Te vas y ya está? ¿No vas a intentar convencerme para que te deje subir a mi apartamento?

—Es evidente que alguien te hizo daño —explicó, y se juró, por décima vez, que algún día encontraría al malnacido que la había lastimado y se lo haría pagar—. No quiero forzarte ni presionarte a hacer nada que no quieras hacer de verdad.

Sus palabras, lejos de resultarle reconfortantes, parecieron enfurecerla todavía más.

—¿Estás ciego o eres tonto? —bufó ella—. ¿Tú me has mirado?

¿Qué si la había mirado? ¡Por Danu y Domnu! No había podido dejar de hacerlo en toda la noche. Era la mujer más sexy que había visto en su vida.

—Si me he puesto este vestido rojo ha sido para llamar tu atención, capullo —aclaró Alana, magnífica en su arranque de genio.

—Me dijiste que el día que te pusieras un vestido rojo para llamar mi atención sería el día en el que el infierno se congelase —le recordó él.

—Exacto. —Lo miró entre las pestañas y con voz seductora preguntó—. ¿Sabes derretir el hielo, Lugh?

—¿Hablamos del hielo del infierno?

—También —respondió ella, con una sonrisa ladeada. Luego se acercó más a él y su expresión se tornó seria—. Tienes razón, alguien me hizo daño. Siempre asocié los besos a castigos y el sexo a un acto amenazador de dominación y violencia. Pero entonces tú me besaste y… Fue bueno. Fue hermoso. Y, lo más importante, me hizo sentir bien. Tú me haces sentir bien —añadió, al tiempo que le cogía las manos—. Enséñame, Lugh. Muéstrame lo maravilloso que puede llegar a ser. La magia que podemos crear tú y yo juntos.

Lugh la miró en silencio, conmovido por sus palabras, mientras sentía un aleteo en su corazón.

Aquello no era solo deseo.

No era simple atracción.

Algo más profundo estaba invadiendo sus sentidos. Una sensación de pertenencia. Y no en el sentido de que ella le perteneciera a él, no. Lo que estaba empezando a comprender es que él le pertenecía a ella.

—Tus deseos son órdenes para mí, álainn —susurró, mientras le acariciaba la mejilla.

Se iba a inclinar para besarla cuando vio que ella se ponía rígida, mirando un punto por detrás de su hombro. Sus sentidos se pusieron alerta. Reaccionó por instinto para protegerla y se giró con velocidad para enfrentarse a la amenaza que los acechaba.

En cuestión de segundos, se vieron rodeados por cinco hombres vestidos de negro. En un primer momento, pensó que eran fomorianos, pero pronto se percató de que no. Pretendían imitarlos, pero les faltaba corpulencia, energía y fuerza. Y podía oler su miedo. Los fomorianos no conocían el miedo.

—¿Quiénes sois?

Ninguno respondió a su pregunta con palabras, pero sí con acciones: eran enemigos. Pudo confirmarlo al ver, en uno de ellos, la marca de la triqueta invertida.

Tres de ellos cayeron sobre él e intentaron inmovilizarlo, mientras los otros dos adoptaban una posición de ataque para crear una bola de energía entre sus manos. No lo iban a atacar con armas, sino con magia.

¡Por Danu! Aquellos hombres iban a hacer uso de la magia en la superficie, en plena calle, a la vista de cualquiera que pasara por allí.

A la vista de Alana.

En cuanto consiguieron inmovilizarlo de forma precaria, las dos bolas de energía impactaron sobre su torso, sin que pudiera evitarlo. El golpe lo lanzó varios metros hacia atrás y lo estrelló contra el suelo, de forma violenta, dejándolo un segundo sin respiración.

Aquello lo enfadó, más aún, cuando escuchó el grito de Alana.

Se puso en pie con agilidad, dispuesto a plantarles cara, aunque no pudiese hacer uso de su magia, pero cuando sus ojos se pusieron sobre ellos, la escena con la que se encontró lo dejó descolocado.

Alana, cual maestra ninja, acababa de derribar a uno de los hombres con un par de movimientos expertos y a otro con una patada pivotante, pero cuando se giró al tercero, este la sorprendió con un rápido puñetazo, derribándola en el suelo.

Reaccionó al instante y sin pensar. Tensó su mano derecha y concentró toda su energía en su palma, hasta crear una pequeña bola blanca de energía, que lanzó sobre el hombre que se había atrevido a golpear a Alana. No tuvo piedad. El ataque fue tan letal que aquel tipejo se desintegró en forma de ceniza, en cuestión de segundos. Los otros cuatro atacantes observaron horrorizados cómo los restos de su compañero eran esparcidos por el viento y, antes de que pudiesen reaccionar, los barrió con un simple gesto de la mano, lanzándolos por los aires a varios metros de distancia.

Lugh corrió hacia Alana, que se estaba poniendo en pie, de forma vacilante.

—¿Te encuentras bien? —inquirió, al llegar hasta ella.

En el momento en que fue a tocarla, ella trastabilló hacia atrás, repeliendo su contacto.

—Aléjate de mí —susurró.

Pudo ver el miedo en sus ojos, y algo más que no fue capaz de descifrar.

—Alana, déjame que te explique…

—No hay nada que explicar —declaró ella con voz rota, antes de meterse en su edificio.

Hizo ademán de seguirla, pero luego se lo pensó mejor. Se pasó la mano por el cabello, frustrado. En su estado de conmoción, no estaría receptiva a sus explicaciones.

Y él tenía mucho que explicar.

Quería sincerarse con Alana. Decirle quién era en realidad. Compartir con ella su mundo de magia y hacerla partícipe de él. Pero necesitaba darle tiempo para que superara la sorpresa. Por mucho que le costase, lo mejor sería esperar al día siguiente para hablar con ella. Entendía que lo que acababa de presenciar sería difícil de digerir para una persona ajena a la magia.

«Debías de haberte mostrado más comedido. Esa bola de energía ha sido demasiado extrema», se reprendió, mentalmente.

Pero cuando visualizó de nuevo el momento en que aquel malnacido la golpeaba, se arrepintió de haber acabado tan deprisa con él y no haberlo hecho sufrir más.

Porque una cosa le había quedado clara aquella noche: nunca tendría piedad con los que le hicieran daño a Alana.