II
Blackwell Hall se erigía en una curiosa área rural incrustada en la punta más suroriental de Virginia. Cassie decidió atajar por la zona boscosa en vez de seguir la carretera, pero pronto se encontró medio perdida. El corto viaje se convirtió en una marcha de horas a través de zarzas y bajo un calor asfixiante. En dos ocasiones vio serpientes y huyó corriendo, asustada, y cuando al fin se topó con una pequeña senda casi pisó a una marmota cebada. El animal la miró con enormes dientes amarillos y, a lo lejos, se oyeron los gruñidos de los perros salvajes.
Huelga decir que Cassie no sentía gran entusiasmo por la vida salvaje.
Pero descubrió que, poco a poco, empezaba a preferir el paisaje natural y las vigorosas tierras arboladas al cemento y el asfalto de la ciudad. El entorno le recordó a lo que había leído de Faulkner en la escuela: gentes y lugares tan apartados de la sociedad actual que no se habían visto afectados por nada que se pudiera considerar moderno. «Es como caminar por un mundo diferente», pensó.
Caía ya la tarde cuando al fin alcanzó su objetivo. Ryan’s Córner apenas se podía considerar un pueblo. No había más que una intersección carente de un mísero semáforo, alrededor de la cual brotaba un batiburrillo de destartaladas tiendas, una parada de autocares y una oficina postal no mucho más grande que una furgoneta. Varios kilómetros al norte era posible encontrar un auténtico municipio, Luntville, cuyo aspecto era casi igual de desolado pero al menos tenía una tienda de ultramarinos y una comisaría de policía. La ciudad más próxima merecedora de tal título sería Pulaski, a ciento cincuenta kilómetros de distancia.
Cassie se asfixiaba de calor en la intersección. Entrecerró los ojos, asombrada, ante un cartel de madera que decía: «BIENVENIDOS A RYAN’S CORNER, HOGAR DE LA MEJOR SALCHICHA DE COMADREJA DE TODO EL SUR».
«Debe de ser una broma», pensó.
Detrás, algunas caravanas esporádicas que servían de viviendas daban la impresión de avanzar entre los árboles en dirección a las estribaciones montañosas. Muchas carecían de tendido eléctrico, y la singularidad de los excusados externos dejaba claro que no se podía confiar en que existiera red de alcantarillado y cañerías de agua potable. Cassie no podía imaginarse cómo debía de ser vivir en una situación tan extrema. En aquellos sitios, la pobreza y tener que seguir adelante con lo puesto eran una realidad cotidiana. Casi se sintió escandalizada.
—El culo del mundo existe —murmuró en voz baja—. Este lugar es un estereotipo.
Camionetas con decenas de años de antigüedad descansaban, sin neumáticos, sobre bloques de hormigón. Un viejo perro de hocico caído trotaba con desgana por la calle, con la lengua fuera. Viejos vestidos con petos se sentaban inmóviles en las mecedoras colocadas delante de las tiendas, mientras hacían resonar con pericia las escupideras o sacaban humo de pipas hechas con mazorcas de maíz, dejando que otro día más se arrastrara lentamente a su alrededor. «Este lugar consigue que Petticoat Junction[5] parezca Montreal», pensó. Cuando atravesó la calle, todos los ancianos alzaron la mirada al tiempo e inclinaron hacia delante sus rostros, arrugados como sacos vacíos, como si de repente dos autobuses hubieran colisionado delante de ellos. Incluso el perro la miró, ladró una sola vez muy débilmente, y siguió trotando.
«HULL’S GENERAL STORE», decía un chirriante letrero que se balanceaba con parsimonia. Tras la larga y calurosa caminata, una Coca-Cola se le antojaba muy tentadora. Dentro, un viejo con tirantes y la cara pétrea la contempló desde una silla, detrás del mostrador. Tardó casi un minuto en ponerse de pie. «Parece que el tío Joe va un poco lento…»
—¿Qué diantre es usté? —dijo el hombre, boquiabierto ante su pelo y su ropa.
«Ya estamos».
—Soy un mamífero bípedo conocido como homo sapiens —replicó Cassie con maneras cortantes—. ¿Ha oído hablar de nosotros?
—¿De qué puñetas está hablando?
De repente, una gorda nerviosa con el pelo recogido en un moño entró desde el cuarto trasero.
—¡Ridiela, pá! Es uno de esos travestidos, lo he cálao. ¡Como el que vimos en Springer!
—¿Un qué?
—¡De la ciuda! ¡Los llaman godos! ¡Oyen música del diablo, y la mitad son en realidad machos que quieren hacerse pasar por tías!
El viejo se acarició la barbilla, que recordaba a un par de nudillos artríticos.
—Un travestido, ¿eh?
«Oh, Dios», pensó Cassie con rabia contenida. No esperaba ser bien recibida en un lugar como aquel, pero eso era demasiado para empezar. «¿Así que ahora soy un travestí?» Se puso delante de la mujer y, sin pensarlo dos veces, se subió el pareo y tiró de la goma de sus braguitas negras, estrechándolas y apretándolas contra su pubis.
—¿Qué te parece, tía Bee[6]? ¿Crees que escondo un pene por ahí abajo?
La mujer se llevó las manos con horror a su cara llena de arrugas.
—¡Virgen santísima! —Y a continuación huyó en estampida.
—¿Qué ridielas quiere? —dijo el viejo.
Cassie volvió a colocarse el pareo.
—Solo trato de comprar una Coca-Cola en un país libre.
—No tenemos. Lárguese fuera.
Cassie se limitó a sacudirla cabeza. Sonrió y se marchó. «Vaya, esto es lo que yo llamo una buena primera impresión —se dijo—. Cassie Heydon, bienvenida al sur profundo».
Debería haber sabido que no merecía la pena bajar hasta allá. De nuevo delante de la tienda, no hizo caso de las miradas llenas de odio que le dedicaron los demás viejos. Mientras se alejaba a pie, notó que la mayoría de los locales de la arteria comercial llevaban tiempo cerrados. No se usaban desde hacía por lo menos unos cuantos años, y las telarañas se acumulaban por la parte interior de los escaparates. El calor comenzó de nuevo a asarla; el relicario con la foto de su hermana le quemaba el pecho. «El primer día de la pequeña gótica millonaria en Ryan’s Corner: un descalabro. Ni siquiera ha podido conseguir una botella de Coca-Cola en este condenado hoyo de paletos». Lo más sabio parecía contentarse con regresar a casa.
Pero entonces pensó: «la casa».
Tenía auténticas esperanzas de poder preguntar a alguien sobre Blackwell Hall, pero tras su primera bienvenida oficial en el colmado, las perspectivas no parecían buenas. Varias manzanas más allá descubrió una taberna. «CROSSROADS», decía el letrero. «Umm, un bar de paletos. Apuesto a que dentro me dedican unas miradas realmente curiosas». Entrar supondría un error aún mayor, e incluso si la atendían (a pesar de que faltaban unos meses para que cumpliera veintiuno) sabía que no necesitaba beber. No tomaba una cerveza desde la noche en que murió su hermana.
—Eh, chica…
Cassie se volvió en la esquina de la última tienda. Allí había aparcada una vieja camioneta roja, y hasta ese momento no se había fijado en que hubiera alguien sentado dentro.
Otro estereotipo. Desde el asiento del conductor la miraba un hombre tostado por el sol, con un sombrero de ZZ Top. No llevaba camisa bajo el mono y hacía un par de días que no se afeitaba. Levantó una lata de cerveza que tenía entre las piernas y le dio un sorbo. Cassie frunció el ceño cuando observó la marca: Dixie.
—Apuesto a que el viejo Hull se cagó en los pantalones cuando entraste —dijo el tipo—. La gente de estos lares no es demasiado amable con los forasteros.
—Dímelo a mí.
—Bonito tatuaje, por cierto —comentó, refiriéndose al pequeño tatuaje del arco iris que tenía ella en el ombligo.
—Gracias.
—Yo también tengo un par de tatuajes, pero créeme, no te gustaría verlos.
—Aceptaré tu palabra al respecto.
—Me llamo Roy. No puedo darte bien la mano… Bueno, no tiene importancia.
Fue entonces cuando Cassie se fijó en que le faltaba el brazo derecho. No había más que un muñón. Y entonces vio que la camioneta tenía palanca de marchas.
—¿Cómo…, eh, cómo conduces?
Él sonrió.
—Práctica. Verás, me enrolé en el Ejército hará unos diez años. Pensé que me permitiría salir de este pueblucho. Y todo lo que hicieron fue devolverme un poco después, aunque mi brazo se quedó en Iraq. Maldito Sadam. Oh, pero me llevé por delante a algunos de sus muchachos, sí señor.
«Estoy convencida de ello», pensó Cassie.
—Deja que adivine —prosiguió él—. Me has echado un vistazo y crees que resultaré ser otro de esos paletos borrachos y pobres como las ratas que viven de su pensión. ¿Por eso no me dices tu nombre? No pareces el tipo de persona que tendría prejuicios por el aspecto de alguien.
—Me llamo Cassie —dijo ella—. Acabo de trasladarme aquí desde Washington, D.C.
Él rio mientras apartaba la cerveza.
—Vaya, desde luego has elegido un lugar bien estúpido para venir a vivir. Por aquí no hay nada. Ah, ya entiendo. Apuesto a que tú eres la que se ha mudado a la mansión Blackwell, ¿verdad?
—Sí, con mi padre —respondió, y de inmediato se arrepintió. «Muy lista, Cassie. Acabas de contarle dónde vives a este ABSOLUTO DESCONOCIDO». Sin embargo, parecía amable a su estilo pueblerino, y le daba lástima por lo de su brazo.
—Sí, conozco al chico que trabaja allá arriba con su má. Jervis. Su madre es muy maja, pero será mejor que vigiles a Jervis. Le gusta mirar por las ventanas y cosas así. Cumplió treinta días en la cárcel de Luntville por espiar a las niñas de secundaria. —«Encantador», pensó Cassie mientras fruncía el ceño.
»Oh, no pretendía asustarte. El tribunal del condado lo obliga a tomar una droga rara como parte de su libertad condicional. Le distrae la mente de cosas como esa. Basta con que pongas un pedazo de papel en tu cerradura, si sabes a lo que me refiero.
—Agradezco ese sensato consejo.
—De hecho, si yo estuviera en tu lugar me sentiría más preocupado por la casa en sí. Ese lugar tiene vibraciones realmente malas.
El comentario hizo que Cassie se reanimara.
—Déjame adivinar —dijo—. Está encantada, ¿verdad?
—Nah —respondió él mientras bebía más cerveza—. Es mucho peor que estar encantada. Ya sabes, por lo que pasó allí.
—De acuerdo, ahora has logrado captar mi atención —reconoció.
—Vamos, demos una vuelta. Te contaré lo de tu casa si quieres.
Cassie lo miró fijamente y pensó: «No soy tan estúpida e ingenua como para subirme a una camioneta con un paleto manco y medio borracho que acabo de conocer, ¿verdad?»
—De acuerdo, Roy. Vamos —dijo. Y se subió.