II

Cuando Cassie despertó, se sintió como si emergiera de unas trincheras llenas de alquitrán caliente. Alguna región de su consciencia la empujó hacia arriba y, cuando abrió los ojos, solo vio extraños recuadros borrosos.

—¿Cassie?

La voz la ayudó a enfocar la vista. Los cuadrados se hicieron más nítidos y, por supuesto, solo eran las losetas de zinc y latón curiosamente repujadas del techo de su dormitorio.

Yacía inerte sobre la cama.

—Cassie, cariño, ¿qué te ha pasado?

La voz, que en un primer momento sonaba envuelta en gorgoritos, era la de su padre. Se inclinó sobre ella, con la preocupación marcada en el rostro.

Los fragmentos de recuerdo comenzaron a encajar entre sí.

«Estaba arriba de las escaleras…»

La habitación del óculo.

La respiración se le atascó en el pecho.

«Esa… ciudad».

Una ciudad que no existía. Una ciudad tan inmensa que parecía no tener fin. Al sur de Blackwell Hill, las tierras de labranza se extendían algo así como unos kilómetros, y después había un ascenso gradual de cinturones boscosos que daban paso a las montañas.

Pero cuando había mirado por esa habitación…

No vio las montañas Blue Ridge, ni las tierras de cultivo, ni los árboles.

En lugar de eso, había contemplado un paisaje urbano que resplandecía como si estuviera construido sobre brasas. Había visto un ocaso sin estrellas, de un rabioso color escarlata. Había visto extraños rascacielos iluminados, con un halo de densas nubes de humo.

«¿Qué era ESO?»

—Te he encontrado arriba, en la habitación del óculo —le explicó su padre—. Te habías desmayado.

—Ya… ya estoy bien —murmuró, mientras se incorporaba en la cama.

—Probablemente deba avisar a un médico…

—No, por favor. Estoy bien.

—¿Qué estabas haciendo en esa habitación, cariño?

¿Qué podía responder?

—Me pareció oír algo. Nunca antes había estado ahí arriba, así que subí.

—¿Creíste oír algo?

—No lo sé, eso pensé.

—Pues deberías haber bajado a avisarme.

—Lo sé, pero no quería molestarte. Lo siento.

Su padre se sentó en una silla de mimbre, junto a la cama. Parecía agotado, lo cual no era de extrañar ya que, obviamente, había sido él quien la había llevado escaleras abajo hasta su habitación. A Cassie no le gustaba mentir, pero ¿cómo iba a contarle la verdad? «Hay gente muerta viviendo en la casa, y afuera el cielo es rojo. Y he visto una ciudad donde NO HAY una ciudad». La internaría de inmediato para que la pusieran bajo observación. No, no podía decirle la verdad.

Ni siquiera sabía cuál era la verdad.

La expresión agarrotada de su padre delató lo que le costaba formular la siguiente pregunta:

—Cariño, ¿has estado bebiendo de nuevo, o tomando drogas? Si lo has hecho, dímelo. Prometo que no me pondré hecho una furia, pero necesito saberlo.

—No, papá, te lo juro. —No se enfadó por la pregunta, como hubiera sucedido en el pasado. «Después de mi ataque, ¿qué se va a pensar si no?»—. Es solo el calor, creo. Demasiado sol. Me he encontrado mal todo el día.

Él le palmeó la mano.

—¿Quieres que te traiga algo?

—No, todo está bien. Solo quiero dormir.

—Si mañana aún no te encuentras bien me lo dirás, ¿verdad?

—Claro.

—Y traeré aquí enseguida a tu antigua doctora.

—Papá, está en D.C.

Su padre se encogió de hombros.

—Entonces fletaré un puto helicóptero y haré que vuele hasta aquí.

Cassie logró sonreír.

—Sé que lo harías. Estaré bien, solo necesito descansar.

—De acuerdo. Llámame si necesitas algo.

—Estaré bien —repitió ella—. Lamento ser como un grano en el culo.

—Bueno, eres mi grano en el culo. No lo olvides.

—No lo haré, Vuelve y disfruta de tu partido. Sé lo mucho que te gusta refunfuñar contra ese León Flanders o como se llame.

El comentario lo hizo dispararse de inmediato.

—¡Ese haragán no se esfuerza; maldito hijo de puta, no tiene ni idea de jugar! ¡Falló doce placajes en la primera mitad! —Salió de la habitación y se alejó por el pasillo, y sus protestas fueron desvaneciéndose en la distancia—. Dios mío, yo soy un viejo gordo y podría placar mejor que ese vago sin talento…

«Bueno —pensó Cassie—. Al menos él ha vuelto a la normalidad».

Se frotó los ojos.

«Pero, ¿y yo?»

Se entretuvo dando vueltas por el cuarto, agotada pero pese a todo nerviosa e inquieta. Apagó las luces, se puso encima un camisón corto y, sin dilación, atravesó las puertas de cuarterones para salir a la terraza, rodeada por aguilones. Se asomó al paisaje iluminado por la luna y no vio aquella contaminada y luminosa ciudad. Solo terreno despejado y bosques que se extendían hasta las escarpadas montañas.

«¿Y qué esperabas?»

Suspiró, volvió a entrar y se fue a la cama.

El sueño la derribó como unos asaltantes que se arrojaran sobre ella desde atrás. Se sintió hundida en un barranco negro en el que las pesadillas se cernían sobre su cabeza.

Primero, como siempre, el rostro de Lissa, deformado en una máscara de odio demencial. Y su voz como el estertor de la muerte: «Mi propia hermana… ¿Cómo pudiste hacerme esto a mí?».

Y a continuación la detonación del arma y la sangre caliente que salpicaba los ojos de Cassie.

«No, por favor…»

Más fragmentos de la pesadilla se derrumbaron sobre ella. Sí, yacía inmóvil en un precipicio… o en una tumba abierta.

Notaba la boca sellada.

Podía olfatear un humo maloliente, y oír el amortiguado crepitar de un fuego que rugía. De nuevo vio la ciudad bajo el cielo escarlata.

La urbe parecía infinita.

Unos gritos distantes iban a toda velocidad de un lado a otro, como sirenas a kilómetros de distancia. Pero las visiones se acercaban más, a sacudidas, con cada frenético latido de su corazón…

La ciudad bullía ante el infernal paisaje desolado, un firmamento invertido cuyo edificio más alto parpadeaba en su extremo como un faro de sangre resplandeciente. La visión de Cassie fue arrastrada lejos, sobre vientos cálidos y hediondos; se abalanzaba entre calles abisales y detestables bulevares como si no fuera sino otro grito. En una avenida, una tropa de «cosas» parecidas a hombres con pequeñas ranuras en vez de ojos se abrió paso a empujones entre una multitud de personas demacradas. Las «cosas» comenzaron a seleccionar víctimas para el propósito que correspondiera aquella terrible noche. Arrastraban a la gente enganchando los dedos en sus ojos. Las pálidas bocas se abrían para gritar, pero soltaban tripas y chorros de sangre. Las criaturas les arrancaban la cabeza y con sus gruesos dedos provistos de garras les extraían los sesos. Un hombre estaba siendo achicharrado con aguijadas de hierro al rojo vivo, y otro quedaba destripado con un veloz zarpazo. Después, sin perder tiempo, metieron las entrañas en la boca de la víctima y la obligaron a comérselas. Las mujeres lo tenían peor; las despojaban de sus ropas hasta mostrar su escuálida desnudez y abusaban de ellas en juegos sexuales que desafiaban toda imaginación humana.

Revoloteaban unas siniestras risitas, y los infinitos engranajes de aquel lugar seguían girando y girando.

A pesar de lo terribles que eran las imágenes, Cassie tenía la impresión de que eran cosas que debía ver.

El ojo de la pesadilla parpadeó y se enfocó con mayor precisión en los detalles de aquella maligna calle. Los gritos eran ya un cañonazo. A Cassie le recordaron a los disturbios provocados por el hambre en alguna ciudad desahuciada como Calcuta, en el Tercer mundo. Aquellos guardianes vagamente humanos cumplieron sus deberes innombrables con andares lentos y pesados, hundiéndose entre la multitud. Seleccionaron a una mujer, la arrastraron por el pelo hacia la parte delantera y la arrojaron sobre el asfalto. Destrozaron sus ropas y, mientras la violaban entre todos, dos manos de tres dedos retorcieron su cabeza y le dieron vueltas y vueltas hasta que se le cayó. La decapitación pareció no disuadir lo más mínimo a la hilera de violadores. En ese momento, con un regocijo repugnante, uno de los guardianes clavó la cabeza cortada en lo alto de una señal de la calle para que todos la vieran.

El letrero decía: «ZONA DE MUTILACIÓN MUNICIPAL».

La cabeza cortada era la de Cassie.

Silencio.

Oscuridad, como la de la muerte.

Y entonces… voces, susurros silbantes.

—¿Ves qué fuerte? Te lo dije.

—Genial.

—Incluso puedes… ¡tocarla!

Unas manos tantearon su cuerpo. Ella estaba ciega. Los dedos parecieron temblar mientras le tocaban la cara. Otra palma se apoyó entre sus pechos.

—¡Lo noto! ¡Noto su corazón!

Los dedos parecieron entretenerse con el relicario de su pecho.

—Incluso siento esto. ¡Puedo sostenerlo…!

—Tenías razón.

Cassie abrió los párpados. No podía moverse. Yacía como un cadáver que, por algún motivo, todavía ve.

La pesadilla de la ciudad y su continua carnicería habían desaparecido, reemplazadas por aquello. «Todavía es un sueño —pensó—. Tiene que serlo».

—Tenías razón, es una etérea.

—Dios mío…

Una pausa.

—Vámonos —dijo una de las figuras—. Creo que está a punto de despertarse…

Arqueó brutalmente la espalda cuando la parálisis de la pesadilla se esfumó. Se incorporó de improviso en la cama. Los ojos se le salían de las órbitas. Tenía la boca abierta y gritaba, pero el sonido solo llegó como un siseo largo y apenas audible, proveniente de la parte posterior de su reseca garganta. La tenue luz del alba teñía de naranja las cortinas adornadas con borlas que tenía delante. Se sintió enmudecida por el terror, tal como podría reaccionar uno si se despierta y comprende que un intruso merodea por la habitación.

Ladeó los ojos hacia la izquierda.

¿Era solo su imaginación, o de verdad había atisbado una forma que se apartaba rápidamente del umbral?

Volvió a estremecerse y se lanzó desesperada hacia la lámpara de la mesita de noche, como si la luz pudiera disipar su pánico. Esperó, en vano, a que se le serenaran los latidos. El camisón parecía papel de seda y se le había pegado a la piel por culpa del sudor. Cuando miró el guardapelo, le pareció que su bruñida superficie plateada estaba emborronada por huellas dactilares.

«Estoy realmente mal de la cabeza».

Pensó en llamar a su padre, pero ¿de qué iba a servir eso? No tenía más que una opción, y lo sabía.

Hizo de tripas corazón y salió del dormitorio. Sus pies descalzos fueron rápidos por el pasillo, hasta llegar al rellano y luego un tramo de escaleras hacia arriba, y después el otro.

«Allá vamos», pensó.

Sin detenerse, subió hasta la sala del óculo.

Tres figuras se sentaban juntas sobre uno de los colchones: una muchacha, un chico y otra chica a la que al instante reconoció como Via.

—Hola, Cassie —dijo Via—. Sabíamos que al final subirías a vernos.

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