III
Resultó que Roy sabía conducir con marchas manuales mejor que ella. El destello de su mano izquierda yendo a la palanca solo duraba un segundo antes de volver a sujetar con firmeza el volante.
—Ábreme una de esas cervezas de ahí, si no te importa —pidió—, y sírvete otra.
—No, gracias. Lo dejé hace dos años.
Sacó una lata del refrigerador de poliestireno que había en el espacio para las piernas, la abrió y se la pasó. Él mantuvo el volante en su sitio con la rodilla mientras cogía la lata.
—Seguro que ni siquiera tienes edad de beber y ya lo has dejado. Mejor para ti, eso es lo que yo digo. Pero pronto lo descubrirás: no hay nada que hacer en este pueblo salvo beber y sudar.
Cassie ya se lo imaginaba. Esbozaba una mueca con cada bache del camino. La suspensión de la camioneta estaba hecha polvo y, por el sonido, también el silenciador. «Esto se llama montar con estilo —pensó con sarcasmo—. Vaya, deja el Cadillac de papá a la altura del betún». El coche recorrió una larga y estrecha carretera que discurría por detrás de la hilera de tiendas. Pronto estuvieron rodeados de bosque.
—Verás, toda la colina Blackwell está maldita, o eso dicen. Permite que te pregunte algo: cuando tu padre y tú os mudasteis, la mayor parte de los muebles seguía ahí, ¿no es cierto?
—Bueno, sí —admitió ella, y hubo de reconocer que resultaba un tanto extraño.
—Después de todo este tiempo, es posible que parezcan auténticos trastos, pero déjame decirte que en esa casa hay algunas antigüedades muy valiosas.
—Lo sé, hemos conservado casi todo. Mi padre hizo que unos restauradores de Pulaski los adecentaran.
—¿Y no te parece raro? —Roy le lanzó una mirada de reojo mientras bebía más cerveza.
—Un poco. Realmente hay un montón de muebles.
—Y nadie ha vivido en esa casa desde hace unos setenta años. Tantas cosas valiosas esperando ahí, y en todos estos años nadie se ha llevado ni un trocito. En cualquier otro lugar… vaya. Los paletos de este pueblucho dejarían limpia esa casa en una sola noche.
Cassie pensó en ello.
—Ya —respondió—, supongo que es bastante extraño. Me pregunto por qué nadie ha saqueado la mansión.
—Pues porque se puede oír a los bebés llorando por la noche. ¿Todavía no los has escuchado?
—¿Bebés? No, no he oído nada raro. ¿Y qué les pasa a los bebés?
Roy ladeó la cabeza. Parecía buscar las palabras adecuadas.
—Fue Blackwell. Todo lo que hay al sur del pueblo se llamaba Blackwell algo. Blackwell Hall, pantano de Blackwell, colina de Blackwell, todo eso. Por un tipo, Fenton Blackwell, que fue quien compró la casa original de la plantación, antes de la Primera Guerra Mundial, y luego le hizo añadidos de aspecto ridículo. —«Genial. El ala en la que estoy viviendo», pensó Cassie.
»Blackwell era satánico —dijo Roy a continuación—. De los de verdad.
—Venga ya.
—Es totalmente cierto. Puedes ir a la biblioteca del condado de Russell, si quieres, y leerlo todo. Aún guardan los viejos periódicos en micronosequé. Verás, justo después de hacer construir esa parte estrafalaria de la casa, algunas chicas del pueblo desaparecieron en un breve espacio de tiempo. Eran unas diez en total, decían, pero nadie prestó mucha atención al asunto porque eran solo chicas de las colinas. Arroyuelas, las llamamos.
A Cassie le encantaban las historias de fantasmas y esta tenía toda la pinta de ser una pequeña gozada.
—¿Y qué hay de los bebés? —urgió.
—A eso voy. ¿Has visto los sótanos?
Cassie los recordaba bien: largos y estrechos canales de ladrillo por debajo de la parte más nueva de la casa, en nada parecidos a los típicos sótanos.
—Sí, ¿qué tienen de especial? —dijo.
—Bueno, fue Blackwell el que raptó a las chicas de las colinas, y era en esos sótanos donde las mantenía encadenadas. Él… bueno, ya sabes, las dejaba embarazadas.
—¿Y?
—Y entonces sacrificaba a los bebés en menos que canta un gallo. En cuanto las chicas daban a la luz, Blackwell cogía al recién nacido y lo llevaba escaleras arriba, hasta ese cuarto con la ventana rara… —«El desván de lo alto. Con la ventana de óculo», pensó Cassie.
»… Y allí los sacrificaba al diablo.
Cassie se hundió como si la soltaran. No se creía ni una palabra, pero al menos había esperado escuchar un cuento popular de fantasmas con algo más de originalidad que aquel.
»Luego enterraba a los bebés muertos en la colina de atrás. Encontraron unos cuantos cuando excavaron la zona, pero está claro que tenía que haber muchos más.
—¿Qué te hace pensar eso?
Roy ni se inmutó.
—Porque lo pillaron haciéndolo, me refiero a la policía local. Entraron a la fuerza en la casa y encontraron a las chicas encadenadas allá abajo, en los sótanos. Había diez mujeres, todas vivas todavía, y llevaban diez años desaparecidas. Las pocas que todavía eran capaces de hablar explicaron que Blackwell se lo había estado haciendo sin parar todo el tiempo. Imagínatelo. Diez mujeres, cada una dando a luz un bebé al año durante diez años… Eso es un centenar de bebés que mató y enterró allí. —«Un centenar de bebés», pensó ella.
Todavía no se lo creía. Si hubiera algo de verdad, Jervis (con su propensión a las historias desagradables) lo hubiera mencionado.
»La colina de los bebés que gritan, la llaman.
Cassie hizo girar los ojos mientras Roy detenía el camión. Sacó su única mano por la ventanilla y señaló hacia la colina densamente arbolada que tenían delante.
—Esa es. Justo ahí.
—No oigo llorar a ningún bebé —señaló Cassie.
—Pues claro. Ahora no, solo de noche.
—Por supuesto.
—Se pueden oír desde aquí, pero se escuchan mejor en la casa, por la noche. A medianoche, que es cuando Blackwell los mataba.
—Por supuesto —repitió.
Él le dedicó una sonrisa taimada mientras daba otro sorbo a la cerveza.
—Ya sé, crees que solo soy un palurdo atontado con el cuerpo lleno de birra y gilipolleces. Pero no te estoy mintiendo, todo es cierto.
—Entonces, ¿cómo es que no he oído a ningún bebé por la noche?
—Porque no has escuchado con la suficiente atención o… —Roy se encogió de hombros—, o tal vez porque a los bebés no les importa que estés ahí.
—¿Alguna vez los has oído? —preguntó Cassie a continuación.
La sonrisa astuta se desvaneció. Parecía serio, incluso preocupado.
—Sí, una.
Fue su rápido cambio de expresión lo que la inquietó.
Roy prosiguió sin necesidad de que ella se lo pidiera. Se terminó la cerveza de un largo trago, como para reunir fuerzas.
»Fue justo cuando iba a incorporarme al Ejército —dijo—. Una semana antes de la instrucción básica. Llevé a una chica a Blackwell Hall, de hecho era la noche de Halloween. Se llamaba Carrie Ann Wells, una auténtica beldad, y no hace falta que te explique para qué la había llevado hasta allí.
—Para jugar a las damas, ¿verdad?
La bromita no surtió efecto.
—Se me adelantó con la excusa de que quería preparar algo de «maría». Yo estaba en el camión sacando la neverita de las cervezas pero, un segundo después, Carrie Ann salió corriendo por esa enorme y horrible puerta delantera, y gritaba todo lo que le permitían los pulmones. Ni siquiera volvió a subirse en el camión; se limitó a bajar la colina corriendo y aullando. Pensé que era una broma, así que entré en la casa… Pásame otra cerveza, si eres tan amable.
«Dios». Cassie cogió una lata, abrió la anilla y se la pasó.
—Estabas diciendo…
Roy pareció temblar un poco.
—No quiero que pienses ahora que soy una especie de cobarde.
—¿Y por qué iba a pensar eso?
—Durante la Tormenta del desierto… Bueno, verás, deja que te lo enseñe.
Cassie se apretó contra el mullido asiento del coche mientras Roy se inclinaba con torpeza en su dirección. Abrió la guantera y revolvió entre los papeles. Cassie trató de no apartarse cuando él, sin querer, la tocó suavemente con el muñón lampiño de su antiguo brazo.
—Sé que está aquí por algún lado, maldita sea. —Estaba inclinado por la postura, y Cassie descubrió que le echaba un rápido vistazo a la entrepierna y los muslos—. Ah, aquí está. Me dieron esto por hacer saltar por los aires un tanque T-64 con una carga adhesiva. —Se incorporó mientras contemplaba algo pequeño que tenía en las manos—. Verás, estábamos colocando puentes portátiles sobre las trincheras que había excavado Sadam, y uno de sus tanques disparaba al tuntún contra nosotros desde unos mil metros. Nos estaba jodiendo pero bien… Er, disculpa mi lenguaje. Me fastidió de verdad porque lanzó una andanada de EPAP justo contra la puerta abierta de nuestro M88, y dos de mis colegas se la comieron de lleno. De pronto la compañía entera quedó inmovilizada por culpa de un solo tanque repleto de moracos. Así que salté a bordo de un Hummer y rodeé a esos bastardos. No me ven, así que me pongo los ojos verdes. Aparco detrás de una duna y me arrojo hacia el tanque. Pero entonces el CT me divisa y arranca su ametralladora coaxial y comienza a repartir balas en mi dirección. Yo adosé una carga de hexógeno en su puente posterior, ya te imaginas, y empecé a correr de vuelta. Entonces la carga estalla y todo el tanque salta por los aires porque, verás, es un puto tanque de construcción rusa y tienen los depósitos de combustible al aire y…
Aun a riesgo de mostrarse grosera, Cassie lo interrumpió:
—Mira, no sé absolutamente nada sobre tanques ni cargas adhesivas. Limítate a contarme lo de Blackwell Hall.
—Bueno, a eso voy, preciosa. Déjame que te cuente la historia. Hice volar un tanque enemigo yo solo, así que el tío Sam me dio esto. Se queda con mi brazo, pero me da esto.
Le mostró lo que tenía en la mano, una pequeña estrella con una cinta. Cassie se quedó mirándola con los ojos como platos.
—¡Es una medalla de honor!
—Y tanto. —Volvió a arrojarla dentro de la guantera y cerró la tapa—. Y ahí quería llegar. No pretendo fanfarronear, pero no me hubieran dado esa medalla si fuera una nenaza, ¿no crees?
—No, seguro que no —respondió ella, exasperada.
—Cuando volé ese T-64 sabía que podía morir, pero no me importó. Hice mi trabajo. No me asusté lo más mínimo.
Cassie suspiró.
—Vale, ¿y?
Él se quedó mirando por el parabrisas mientras decía:
—Estaba acojonado hasta cagarme cuando entré en Blackwell Hall, aquella noche.
«O es un buen actor, o…»
Se inclinó hacia él.
—¿Qué viste?
Ahora la miró fijamente.
—Vi a un hombre alto con traje negro que subía con lentitud las escaleras. Se oía un sonido como de un puñado de gatos ardiendo, pero no eran gatos, eran bebés. Es… como cuando vas a pescar y tienes un buen día. ¿Sabes? Cuando vuelves a casa con una ristra de anzuelos llena de peces.
—Claro. —Cassie estiró un poco la palabra.
—Pues eso es lo que llevaba ese tipo alto. Solo que de los anzuelos colgaban bebés, y los estaba arrastrando por las escaleras. —Entonces Roy soltó un largo suspiro.
«Una ristra de anzuelos. Llena de bebés». Cassie sintió un escalofrío, como si alguien arrastrara las uñas por una pizarra. Aún no se lo creía, pero la imagen le puso los pelos de punta.
—Esa es toda una historia —dijo por último.
Roy se sacudió de encima la angustia, fingida o no.
—Ya sé que no te lo crees, pero eso es lo que pasó. No te estoy mintiendo. Nunca he vuelto a acercarme a esa casa y nunca lo haré.
Hubo algo en el prolongado silencio subsiguiente que hizo que el relato resultara aún más eficaz. Sin embargo, un instante después Cassie lo pilló mirándole el top y el vientre desnudo.
—Si no te molesta que te lo diga, eres algo realmente bonito de admirar. La chica más guapa que he visto por aquí desde hace años.
—Me siento halagada —dijo Cassie, aunque el comentario la puso nerviosa—. Los de la tienda se pensaron que era un hombre.
—Qué cagada. ¿El viejo Hull y su hermana? Esos palurdos están zumbados. Sí señor, eres una hermosa chica, eso está claro.
Cassie se hundió en el asiento.
—Roy, tú eres prácticamente la única persona decente que he conocido desde que me mudé aquí. Por favor, no me decepciones intentando ligar conmigo.
—Ah, no, no es nada de eso. Lo lamento si es eso lo que has colegido. —¿Colegido?— Es solo que cuando una chavala tan guapa como tú asoma por un lugar como este, es una especie de conmoción. Por aquí las chicas son en su mayoría vacas de remolque.
Cassie soltó una carcajada involuntaria.
—Bueno, gracias por la historia, Roy. Pero será mejor que regrese ya. La casa está justo al otro lado de esta colina.
—La colina de los bebés que lloran —le recordó él—. Deja que te lleve el resto del camino.
—¿Pero no acabas de decirme que nunca volverías a ir hasta esa casa?
—Me refería a por la noche. —Sonrió y le guiñó un ojo.
—Me apetece caminar. Tal vez así me tope con algunos huesecillos de bebé.
—Bien podrías. Cuídate. Ha sido agradable conocerte, confío en que nos volvamos a ver algún día.
—Claro que sí. —Abrió la puerta de la camioneta y salió.
—Pásate por el bar una noche —dijo él desde atrás—. Te invitaré a un café y verás cómo juega al billar un hombre manco.
—Lo haré, Roy. Hasta la vista.
Cruzó el estrecho camino, lo saludó con la mano y comenzó entonces la ascensión. «¡Guau! Ese pobre chico tiene los sesos cocidos». Las chanclas hacían crujir las ramitas según se adentraba cada vez más en la ladera. Las sombras de los densos árboles hacían bajar la temperatura y, a través de las ramas altas pudo comprobar que empezaba a ponerse el sol. Aquel caluroso día se desvanecía tras ella.
«La colina de los bebés que lloran», pensó mientras miraba a su alrededor. «Bueno, pues aquí estoy». El altozano permanecía silencioso, lo cual se le antojaba extraño. No había mosquitos, ni tampoco señales de ardillas ni de otra vida salvaje en la floresta. Todo estaba tranquilo y casi hacía fresco. No estaba muy segura de su paradero, pero sabía que Blackwell Hall se alzaba en algún punto colina arriba. «Antes o después acabaré por llegar a la casa». Pero en ese momento una idea repentina hizo que se detuviera. Estaba pensando en la historia que Roy le había contado:
Blackwell, el supuesto satánico que había construido esos excéntricos añadidos a la casa. Aún no sabía si creer una sola palabra de aquello. Normalmente esas leyendas no eran más que enormes exageraciones nacidas de un hecho muchísimo menos espectacular. Bien, era probable que hubiese existido un Blackwell y quizá de verdad hubiesen desaparecido algunas chicas. «Considera la época, macéralo en los mentideros locales, y de pronto tienes un psicópata adorador del diablo que sacrifica bebés —pensó—. Lo más probable es que las mujeres abandonaran el pueblo sin avisara nadie, y sin duda Blackwell tenía un aspecto siniestro». Pero ahora que pensaba en ello… Cuando Roy le contó la historia no había mencionado qué había sido de Blackwell. Le picaba la curiosidad. No había avanzado demasiado, y cuando volvió la mirada hacia la parte inferior de la colina pudo ver la camioneta de Roy aún aparcada a un lado de la carretera. «Volveré abajo y le preguntaré qué fue de Blackwell».
Sus pisadas crujieron de nuevo en la ladera hasta que estuvo a punto de asomarse de nuevo por el lateral de la camioneta. Pero se detuvo con brusquedad y se agazapó detrás de un árbol cuando oyó su voz.
—Oh, caray —musitaba Roy—. Oh, vamos.
Con una mirada, Cassie verificó sus sospechas.
«¡Oh, Dios mío!»
Roy estaba masturbándose. Cassie se apartó de la escena. «Desde luego, no necesito verlo». Al principio se sentía asqueada, pero pronto comprendió la situación. Un héroe de guerra mutilado en acto de servicio a su país, devuelto a la pobreza cuando ya no era de utilidad para el Ejército. ¿Qué otra cosa podía hacer?
«Un precio excesivo por esa brillante idea…»
Dejarse ver solo serviría para avergonzarlo. Con toda la discreción que pudo, dio media vuelta y se alejó de puntillas, adentrándose de nuevo en la colina. «¿Y qué has hecho hoy, Cassie? —se preguntó en broma—. Bueno, veamos, he ido hasta el pueblo y me han confundido con un hombre travestido, me he enterado de todo lo concerniente a un asesino de niños satánico y he visto a un paleto manco pajeándose. Eso a mi me parece un día muy completo».
Cuando miró a su alrededor, descubrió de inmediato una senda de piedras planas que conducía a la cima de la colina. Mientras se adentraba en ella y comenzaba a recorrerla, se sintió un tanto avergonzada. Aún podía escuchar alguno de los ardientes gemidos de Roy mientras se acercaba al clímax.
«Buff. Me pregunto en qué estará pensando justo ahora».
Sonrió para olvidar el incidente y se concentró de nuevo en la senda. Sin embargo, unos cincuenta metros más adelante se detuvo de nuevo.
Había oído pisadas, pisadas de otra persona, que descendían.
No podía ser su padre. A esas horas ya habría terminado de pescar, pero no tenía motivo para alejarse tanto de la casa. ¿En el bosque? «De ningún modo».
Sintió un leve pánico. Las pisadas invisibles se hacían cada vez más fuertes. ¿Debería correr de vuelta hacia Roy?
Una mirada por encima del hombro le indicó que la destartalada camioneta se alejaba ya de la colina. El sol estaba tan bajo que los árboles se oscurecían y dibujaban un laberinto de sombras. Cassie miró nerviosa por el camino.
Había allí una figura totalmente inmóvil. Le devolvía la mirada.