II
Un ascensor rechinante los trasladó al subsuelo, donde la temperatura debía de ser treinta grados más alta; era como entrar en una sauna. Se oía el rugido de los fuegos detrás de las paredes de azulejos taraceados de hongos. Sus pases de tren también tenían validez allí, en la estación de metro del Círculo de Rasputín. En la taquilla, una mujer gorda y leprosa les hizo un gesto con la mano para que atravesaran los tornos. Su brazo era esquelético.
Cassie apenas se fijó en ese último detalle ambiental, estaba demasiado preocupada por lo de Lissa.
«¿Por qué echó a correr?» Aquella pregunta la atormentaba.
Pero Via le explicó algunas crudas verdades:
—Este sitio transforma a la gente. La mayoría no puede soportarlo de ninguna manera, y cada aspecto de su personalidad se ve alterado. Tienes que ser consciente de ello.
—En el fondo no puedes esperar que Lissa te salude efusivamente —añadió Xeke—. Ten en cuenta lo que ha tenido que soportar desde que está aquí. Y también cómo llegó.
Cassie arrastró los pies con desánimo en dirección al andén.
—Lo sé. Está en el Infierno y es por mi culpa.
—No es culpa tuya. Ella se suicidó.
«Sí, pero fue por lo que yo hice…»
—Sin embargo, no olvides algo muy importante —añadió Xeke—. Cuando la encontremos, tienes que hacerle creer que tú también estás muerta.
—Sí, no puedes permitir que sepa que eres una etérea —advirtió Via—. Se producirían disturbios. Si Lucifer llega a captar rumores de que hay una etérea por las calles, irá tras de ti con todo lo que esté en su mano. Movilizará a todos los alguaciles para ir en tu busca.
—¿Por qué? —preguntó Cassie.
—Según las leyendas, si capturasen viva a una etérea, los archibrujos del Instituto de hechizos y desencantamientos podrían usar su cuerpo en un ritual de transposición. Satán sería capaz de encarnar auténticos demonios en el mundo de los vivos. Podría incluso encarnarse él mismo.
—Entonces —reflexionó Cassie—, ¿quieres decir que en realidad Satán nunca ha puesto el pie en el mundo de los vivos?
—Oh, claro que lo ha hecho, unas cuantas veces —prosiguió Via, taconeando con su bota de cuero mientras esperaban el metro—. Pero solo como subcarnado, no del todo personificado. Y los rituales de subcarnación nunca duran mucho, son muy complicados de realizar y enormemente caros.
—Ese es el motivo por el que debemos andar con mucho cuidado —explicó Xeke—. Nadie debe saber que eres una etérea. El santo grial de Lucifer sería una auténtica encarnación, y si descubre que eres una etérea hará lo que sea para ponerte las manos encima.
Solo entonces las implicaciones comenzaron a calar en su interior. «Satán —comprendió—, organizaría un dispositivo para mi captura…»
La perspectiva hizo que se le revolviera el estómago.
Xeke prosiguió:
»No puedes dejar que tu hermana sospeche que eres distinta a cualquier otro de aquí. Así que, cuando la localicemos, tendrás que ser muy cauta. Sé que quieres verla, y me imagino que no descansarás hasta conseguirlo, pero debo ser sincero contigo. Tal como dice Via, el Infierno cambia a la gente.
—Y puede que esos cambios no te gusten —añadió Via—. Es probable que te odie; quizá incluso te ataque.
—No me importa —respondió Cassie—. Solo necesito… decirle que lo siento.
El silencio que sobrevino a sus palabras dejó claro que todos entendían sus motivos. En la estación esperaban varios demonios de aspecto diverso y unos cuantos humanos. Un hombre fumaba un cigarrillo a pesar de que le faltaba la caja torácica; sus pulmones, negros y llenos de cáncer, soltaban humo cada vez que inhalaba. Una mujer con un vestido de animadora de fútbol americano se arrancaba las costras de la piel necrótica; aparentemente, se las estaba vendiendo a un diablillo con abrigo. Cuando Cassie miró los raíles desde el andén, se fijó en la cantidad de cuerpos aplastados y trozos sueltos: gente arrojada a las vías.
Nació un rugido ensordecedor que se aproximaba más y más, amplificado por chirridos e intensos chasquidos metálicos. La hilera de vagones de metro que entró en la estación se parecía más a una procesión de calderos de hierro con ojos de buey remachados. El metal negro siseaba a causa del intenso calor y, cuando el tren se detuvo, una persona con una camiseta de Ted Bundy empujó a un demonio tullido contra la superficie exterior de uno de los vagones. La criatura infernal aulló con la cara aplastada contra el hierro caliente. Cuando logró apartarse, la mitad de su rostro se quedó allí pegada, friéndose.
—¿Dónde nos sentamos? —preguntó Cassie, al ver que el vagón carecía de asientos.
—En ningún lado, agárrate al asa —le explicó Xeke—. El metro viaja entre los fuegos subterráneos, está supercaliente.
—Si te sentaras —comentó Via—, literalmente te asarías el culo.
Cassie se cogió al asidero de arriba y miró al suelo asustada:
—¡Se me están fundiendo las chanclas!
Xeke y Via rieron divertidos al verlo, al tiempo que Susurro tiraba de ella hacia delante para que se apoyara en sus botas. Entonces comenzó aquel incómodo trayecto.
—¡Me siento como una idiota! —exclamó Cassie, avergonzada. Colgaba a medias del asa y hacía equilibrios con los pies sobre las botas de Susurro, mientras esta la abrazaba por la cintura.
—Solo son unos minutos hasta llegar a la plaza Bonifacio —comentó Xeke—. Te gustará, es una zona de la ciudad llena de marcha, hay mucha acción.
Cassie frunció el ceño. Estaba convencida de haber visto «acción» más que suficiente, y ya no podía ni imaginarse cómo se hubiera sentido a esas alturas de no haber tomado el elixir de juicio. El metro daba sacudidas de vez en cuando, y pareció acelerar hasta alcanzar una velocidad increíble. Pronto, el sonido de las ruedas raspando sobre las vías quedó completamente ahogado por el rugido del fuego. Una mirada por el ojo de buey le mostró las llamas al rojo blanco. A continuación echó un vistazo al propio vagón. Alguien había pintado un graffiti en el interior del casco:
«Jesús salva tu alma…, se la pasa a Moisés, dispara… ¡Y GOOOL!».
Y como en todo metropolitano, había paneles de publicidad en la parte superior del vagón. En uno venía la fotografía de un niño-demonio que sonreía mientras arrojaba una piedra contra una ventana. «ÚNETE AL MOVIMIENTO PARA LIBRAR AL INFIERNO DE ESTA ATROCIDAD SOCIAL. CONTRIBUYE CON GENEROSIDAD A LA “FUNDACIÓN MATAR A LAS CAMADAS”». Otro mostraba a un hombre serio, envuelto en una capa, que sostenía un puñado de gemas: «¿HARTO DE QUE LAS POLTERRATAS DEVOREN TU CARNE? ¿CANSADO DE QUE LAS BAFORACHAS PONGAN HUEVOS EN TUS ORIFICIOS CORPORALES? ¡LLAMA YA A LOS CHICOS DE LA PIPA! ¡LOS MEJORES EN EXTERMINIO CRISTA-LÓGICO DE PLAGAS!».
Y otro: «¿TIENES UN HÍBRIDO NO DESEADO? ¿ESTÁS HARTA DE TODOS ESOS CHILLIDOS, TODOS ESOS PAÑALES Y TODO ESE JALEO? ¡TE DAMOS DINERO POR TU BEBÉ! ¿POR QUÉ ESPERAR MÁS? ¡VISITA LA PLANTA DE PULVERIZACIÓN MÁS CERCANA! ¡COMO LO OYES! ¡DINERO POR ESOS ASQUEROSOS BICHEJOS!».
El calor resultaba insoportable. Cassie se sentía como un trozo de arcilla que se cuece en un horno. Pero cuando empezaba a temer desmayarse y caer al suelo, que estaba caliente como una plancha, el metro frenó hasta detenerse y en unos segundos más la ayudaron a salir. No prestó atención a los marginados y lisiados que se arrastraban sobre sus muñones por el andén, ni a los miembros de una manada que, armados con palancas, pegaban una paliza a una trolesa cerca de una máquina expendedora de cecina de piel. Cassie comenzó a revivir cuando el ascensor cargó con ellos y los depositó, traqueteando, en un parque al aire libre. En la superficie los recibió una estatua de Lizzie Borden (empuñando un hacha). Allí el día parecía más oscuro ya que, en lo alto, los largos y retorcidos troncos de los árboles y sus ramas deformes ocultaban el ocaso eterno. Las frutas de color enfermizo que colgaban de algunos de esos árboles le llamaron la atención. Tenían el tamaño de pelotas de fútbol.
—No te quedes parada bajo las ectocalabazas —le avisó Via mientras la apartaba a empellones. Pero Cassie tuvo tiempo de fijarse en que aquellas cosas extrañas estaban girándose, como para expulsar su contenido por una sospechosa ranura parecida a una vulva. No tenía intención alguna de comprobar lo que salía por allí.
—Apartaos —dijo Xeke—, no lo molestéis.
Cassie casi gritó al ver a la criatura que avanzaba a empujones por la acera: una enorme boca carnosa de un metro de alto que caminaba sobre un par de piernas humanas.
—Un dentípodo —identificó Via—. Crearon miles en la Agencia de Transfiguración antes de que se decidiera cancelar el proyecto. Al principio, Lucifer quería contar con todo un ejército de esas cosas como complemento a los escuadrones de mutilación.
—Pero no les quedaba mucho espacio para el cerebro —se burló Xeke—. Masticaban ujieres y humanos por igual.
La boca pasó por su lado, con la descomunal lengua colgando. Los dientes eran del tamaño de libros de bolsillo. Desde el lateral de su gran cabeza, las enormes esferas de los ojos dedicaron a Cassie una mirada de deseo.
—Y hablando de los escuadrones de mutilación —señaló Via—, aquí hay algo que deberías saber.
En la esquina, un letrero decía: «ZONA DE MUTILACIÓN MUNICIPAL». Cassie se detuvo e hizo memoria. Recordó el sueño.
—Ya he visto eso —dijo—, o al menos algo muy parecido.
—¿En una pesadilla?
—Sí.
Entonces la matanza se reprodujo de nuevo en su mente, volvió a ver aquella falange de demonios que se abalanzaba sobre una avenida abarrotada para desmembrar, violar y destruir.
—Estas áreas están para impedir que la cosa se ponga demasiado aburrida —mencionó Via—. Sin ningún aviso previo, los escuadrones se nectoportan a una de estas zonas y desencadenan una matanza por pura diversión.
—Cualquier cosa está permitida en una zona de mutilación —añadió Xeke—. Pero no te preocupes, se trabajaron esta calle no hace mucho. Probablemente no golpeen hasta dentro de un tiempo.
Cassie se esforzó por sentirse segura mientras dejaban atrás el letrero y continuaban travesía abajo.
—¿Qué acabas de mencionar? ¿Que se… «nectoportan»?
—Es la forma de traslación espacial más avanzada. Algo similar a los teletransportadores de Star Trek, solo que aquí los hechiceros de los Laboratorios de Rais utilizan como combustible para el proceso la energía psíquica almacenada en sus factorías de tortura. Es la misma clase de energía que se usa en el Infierno en lugar de electricidad, con la única diferencia de que los nectopuertos requieren mucha más potencia.
Estaban en medio de la calzada cuando Cassie preguntó:
—¿Entonces esos escuadrones podrían aparecer… en cualquier momento…, en cualquier punto de una zona de mutilación?
—Ajá.
—¿Incluso en la calle en la que estamos ahora mismo?
—Ajá.
Con las chanclas golpeando una y otra vez en sus talones, Cassie atravesó a la carrera lo que quedaba de calle mientras los otros se reían detrás. Al final todos salieron de la zona.
—Entonces, ¿adónde estamos yendo? —preguntó Cassie.
—A picar algo —respondió Xeke.
El corto paseo resultó hasta cierto punto agradable, considerando que estaban en el Infierno. Por las aceras se extendían cafés al aire libre que soltaban abominables aromas por encima de los clientes. Un camarero preparó un plato in situ en una plancha de hierro al rojo vivo: pequeños roedores parecidos a ratones brincaban en la fuente, chillando, mientras él los flambeaba con aceite humeante. Las máquinas de café exprés siseaban y expelían sangre hirviente en el interior de delicadas tazas.
—Ahora ten cuidado —dijo Xeke.
Uno a uno pasaron con cautela por una enorme puerta giratoria, igual que la que podría haber en la entrada de un lujoso hotel de Manhattan, salvo porque los bordes de esta eran afiladas cuchillas. La piel y la sangre seca que colgaban de ellas demostraban que algunos no fueron tan cuidadosos.
Poco después se sentaban en una mesa de lo que era, a juzgar por las primeras apariencias, un restaurante de lujo: la sala Alfred Packer del hotel de las Cero estaciones.
—Este es el mejor restaurante de los distritos humanos —dijo Xeke—. Y por fin tenemos dinero para comer aquí.
Un ayudante de camarero con un delantal en la cintura y verrugas blancas por toda la cara llenó educadamente sus vasos de agua, pero el líquido parecía lleno de orín y Cassie descubrió gusanos congelados en los cubitos de hielo.
—Casi todos los segundos platos están hechos con seres humanos, pero no es esa porquería molida que sacan de las plantas de pulverización —dijo Via con entusiasmo.
—¡No pienso comer carne humana! —farfulló con fiereza Cassie a uno y otro lado de la mesa.
—No es lo mismo que el canibalismo en el mundo real, Cassie. —Via examinó con detenimiento una brillante carta negra que tenía borlas doradas colgando del canto—. Aquí no es más que… carne. Es una fuente de sustento cotidiana.
Xeke sonrió.
—Y sabe igual que el pollo.
Ni siquiera el elixir de juicio podía paliar aquello.
—Por favor —suplicó—. ¡No comáis carne humana! ¡No delante de mí!
—Supongo que lo justo es que le sigamos la corriente. —Xeke deslizó el dedo por la carta—. Umm, veamos.
Los atendió una camarera bien torneada que llevaba pantalones de deporte negros y una hermosa blusa blanca de mangas abombadas. Sin embargo, la parte delantera de su rostro aparecía hundida, como si la hubieran golpeado con una cachiporra deshuesada.
—Para empezar tomaremos una ración de ragú de tripas de cacocangrejo —indicó Xeke a la chica—, los infragusanos tiernos con salsa de mostaza de acedera y el paté de hígado de gárgola sazonado al estilo criollo, sobre puntas de tostas.
Como platos principales, Xeke encargó flambeado de cerebro de demonio con puré de pulmones al pesto, Via un Wellington de trol en su jugo con manzanas de sentina horneadas en crema de escherichia coli y, para Susurro, el sushi de pescado de cloaca moteado y la tempura de intestinos de anguila abisal con jengibre escabechado.
—¿Qué, contenta? —preguntó Xeke a Cassie—. No nos zamparemos nada de carne humana.
—Muchas gracias.
—Pero no sabes lo que te pierdes. Las costillas humanas son mucho más sabrosas que las de ternera.
—Lo recordaré la próxima vez que vaya a un Ruby Tuesdays.
—¿Qué vas a pedir, Cassie? —preguntó Via—. ¿Verduras? Te encantarán los plátanos del diablo. Los fríen en abundante manteca de gárgola. Mejor que las patatas fritas del McDonald’s, de verdad.
Aquella retahíla de esperpentos culinarios hizo que Cassie se sintiera asqueada.
—Oh, para mí nada. Hoy toca vigilar las calorías.
La «comida» llegó en medio de olores indescriptibles, pero al menos la presentación era agradable. Cassie apartó los ojos mientras sus compañeros cenaban.
—¡De ningún modo, ya habéis tomado bastante! —exclamó cuando Xeke preguntó, medio en broma, si alguien quería un postre. Entonces él abonó la cuenta y dio de propina a la camarera un billete de Nerón.
—Esta es la semana de «no seas cruel con los espejos». Consíguete una nueva cara, muñeca.
—Vaya, gracias, señor —murmuró ella, con la boca llena de trozos de dientes y saliva ensangrentada.
El portero, un diablillo bien alimentado con un abrigo rojo, inclinó la cabeza cuando salieron del restaurante y se encontraron de nuevo en el exterior. La entrada al hotel parecía tan recargada como cualquier establecimiento de cinco estrellas del barrio de Washington, donde los poderosos hacían sus comidas de negocios. El largo toldo y la alfombra roja hubieran conseguido que Cassie olvidara que en realidad se encontraba en el Infierno…, de no ser por la muchedumbre de pordioseros que los rodeó. Humanos y demonios en avanzado estado de desnutrición tiraban de ellos y extendían sus manos podridas y roídas mendigando dinero. Cassie se fijó en que a muchos les faltaban los ojos, las orejas, los dedos y a veces toda la mano, trozos que ellos mismos se habían arrancado para venderlos a los adivinos.
—¡Largaos! —aulló Xeke con autoridad mientras los apartaba a empellones. Los pedigüeños protestaron y soltaron tacos, pero al final se dispersaron.
La reacción inicial de Cassie fue de lástima.
—¿No puedes darles algo de dinero? Tenemos de sobra.
—Son zaperos, Cassie —explicó Via—. Es culpa suya.
—Solo los imbéciles se drogan, sobre todo en el Infierno. —Xeke se frotó la mugre y los restos de la chaqueta de cuero—. El zap es la versión infernal de la heroína. Es un preparado de hierbas del Averno, hervidas en orina de gran duque hasta que quedan reducidas a una pasta en las cubas de destilación. Los desechos corporales de cualquier jerarca son de gran valor.
Via añadió:
—El zap es la sustancia más adictiva de cualquiera de los dos mundos. Un chute y quedarás enganchada de por vida, y eso aquí significa la eternidad. Los zaperos suponen un gran negocio para los adivinos. Se amputan sistemáticamente partes de sus cuerpos para venderlas a cambio de dinero para zap.
—Menos del uno por ciento de los consumidores logra desengancharse. Y si pillan limpio a un antiguo adicto, lo llevan derecho a un centro de reintoxicación. —Entonces Xeke señaló un cartel municipal colgado de una ventana: «¡HAZ TU PARTE! ¡AYUDA A PRESERVAR EL SUFRIMIENTO!». Una fotografía granulosa mostraba a varios adictos al zap metiéndose largas jeringuillas por la nariz. «¡APOYA A TU TRAFICANTE DE DROGAS!».
Más tragedias. Lo peor del mundo real parecía reflejarse también allí. O quizá no se trataba en absoluto de un reflejo, sino de su origen. Antes de llegar allí pensaba que el mal solo era una palabra, una excusa que usaban los crédulos para explicar la desgracia. Pero ahora podría comprobar que el mal existía y era un gran plan creado para ofender a Dios.
Ese era el único propósito de aquella ciudad.
Y ahora sabía de dónde provenía en realidad la maldad de su mundo.
Estaban de vuelta en las calles y el ocaso carmesí pareció apagarse cuando unas extrañas nubes amarillas se acumularon en el cielo. Su efecto fue acentuar el brillo de las farolas y la miríada de ventanas encendidas de los edificios. Se veían altos postes con tendidos eléctricos, igual que en cualquier otra ciudad, aunque los de esta eran mucho más gruesos. Un bloque más allá, una especie de haz de cables brotaba de uno de los postes y conducía a un enorme edificio de cemento con una pirámide de neón que parpadeaba en todo lo alto.
—¿Qué es eso? —inquirió Cassie. Se oía un zumbido pesado y retumbante.
—Es el transformador de energía del distrito —respondió Xeke.
Y Via añadió:
—Aquí no hay electricidad. En su lugar tenemos agonicidad.
—¿Agoni…?
—Ven, te lo mostraré. Podremos verlo a través de los respiraderos.
Xeke la condujo por la manzana hacia la extraña estructura piramidal. El zumbido se hacía más fuerte cuanto más se acercaban, y se podían oír chasquidos intermitentes. Un cartel surgió ante la vista:
PLANTA DE ENERGÍA MUNICIPAL N°66.031
(Distrito Bonifacio)
—Son verdaderamente eficientes —prosiguió Xeke—. Lucifer solucionó un problema muy gordo cuando sus biomagos se presentaron con la tecnología necesaria.
«¿Agonicidad?» Cassie repitió aquella extraña palabra en su mente.
—Hay uno en cada distrito de la ciudad, y solo hace falta una unidad para proporcionar toda la energía necesaria al distrito entero. —Xeke se detuvo delante de un anodino muro de ladrillos. Unas tiras de ventilación metálicas tachonaban la pared, y Cassie pudo notar las lentas vaharadas de calor que surgían de ellas—. Y solo requiere que una persona active toda la unidad.
Cassie estaba asombrada.
—¿Un solo empleado controla toda la estación?
—No, no, no te hablo del personal de mantenimiento. Me refiero a una víctima.
«¿Víctima?» Cassie no captaba lo que quería decir.
Hasta que miró por el respiradero.
Cuando Xeke abrió con el dedo la tira de metal, el constante zumbido comenzó a mezclarse con otro sonido:
Gritos.
Cassie miró por el respiradero y contempló una escena de lo más macabra. Grandes condensadores (quizá de unos tres metros de altura) recorrían, a modo de pilares, la sala de paredes de ladrillo. Una figura de cogulla oscura estaba a un lado, como si supervisara la operación, y en el centro de la sala había una sencilla columna de piedra.
Atado a ella había un hombre humano, desnudo.
Dos demonios uniformados se turnaban para extraer cazos de agua hirviendo de un caldero humeante situado detrás de la columna. Después vertían el agua sobre la piel desnuda del hombre y, como es lógico, cada salpicadura lo hacía gritar y sacudirse de dolor.
—¿Quién necesita turbinas, presas y centrales nucleares —defendió Xeke—, cuando el cerebro de un solo ser humano puede generar una enorme cantidad de energía transformable? ¿Ves ese arnés cableado?
Cassie entrecerró los ojos y aguzó la vista. Parecía como si al hombre le hubieran aserrado la parte superior del cráneo. Encima de su cerebro al descubierto había un artilugio lleno de estrechos tubos catódicos y de cables profundamente insertados en la masa gris.
»El agua hirviente activa los centros neuronales del dolor y esos impulsos se convierten entonces en energía, que es procesada por todos esos condensadores. La hechicería también interviene en el proceso, es una especie de alquimia eléctrica. La tortura que sufre ese pobre infeliz se transforma en energía para el distrito. Y como en el Infierno un humano no puede morir…
Cassie dedujo el resto. «Obtienen energía para toda la dudada partir del sufrimiento humano, y la fuente de energía no puede morir…»
—La agonicidad —añadió Xeke— es en teoría eterna.
—¿Quieres decir que… torturarán a ese hombre para siempre?
—Bueno, no para siempre. A lo mejor solo durante unos cien años o así. Después colocarán a otro humano fresco en su lugar y volverán a empezar. En el Infierno, la agonía es un producto y el dolor una fuente de combustible.
Cassie apartó la mirada del respiradero y dejó que los terribles aullidos se extinguieran a lo lejos. Ya había visto suficiente.
Con cada nuevo descubrimiento, verificaba aún más la pura maldad de aquel lugar. La explotación era maximizada para alcanzar un resultado definitivo.
La ponía furiosa.
Regresaron de nuevo junto a Via y Susurro, que los esperaban en la esquina de la calle 1.ª con Atila. «Lissa», recordó Cassie. Se esforzó por concentrarse en su objetivo.
—¿Cuándo vamos a ir a…?
—Pronto —le aseguró Xeke—. El S&N Club está al otro lado de la plaza. En el callejón de Herodes.
—De acuerdo, entonces vayamos…
Pero cuando Cassie empezó a cruzar la calle, Xeke la agarró por el brazo y la retuvo. Susurro parecía terriblemente asustada, y señalaba el destartalado parque. Las polterratas se alejaban correteando y extraños pájaros con colmillos levantaron el vuelo desde los árboles formando negras bandadas. A Cassie, la imagen le recordó cómo las aves y otros animales son a veces capaces de presentir la tormenta que se aproxima.
El aire estaba inmóvil.
—Esto no es bueno —dijo Via.
—Sí —coincidió Xeke—. Podría ser un…
Entonces, un hombre (cuyo tronco daba la impresión de haber sido arañado por unas garras) se colocó en mitad del paso.
Sostenía un saco, y de él extrajo manojos enteros de billetes infernales nuevecitos que comenzó a arrojar al fétido aire.
—¡Dinero! —gritó—. ¡Venid y coged! ¡Dinero para los pobres! ¡Miles de dólares en billetes del Infierno!
Cada puñado de billetes que lanzaba se abría por encima de su cabeza y después caía lentamente como confeti. En pocos segundos las calles se atestaron con cientos de marginados, la mayoría humanos, que gritaban y se afanaban por hacerse con el dinero.
—Es una encerrona —dijo Xeke.
Cassie no lo comprendía.
—Solo es un hombre que da dinero a los pobres.
Via señaló con vehemencia el cartel:
«ZONA DE MUTILACIÓN MUNICIPAL».
—¡Corred! —gritó Xeke.
Se apresuraron, Cassie aún confusa. Ahora la avenida era una auténtica algarada en el que centenares más se enzarzaban en la desesperada refriega.
Antes de que Cassie y sus amigos pudieran alejarse…
¡Sssssssssssssssss-ONK!
… Un aterrador sonido restalló en el aire. Cassie también notó que se le destaponaban los oídos, como cuando un avión desciende. A continuación llegó un destello de vibrante luz verde. El resplandor creció hasta formar una mancha estable pero temblorosa en el extremo de la calle. En ese momento, Cassie descubrió que había otra justo en la otra punta. Los manchones crecieron y lo bañaron todo en su inquietante fulgor verdoso.
—¡Nectopuertos! —gritó alguien.
Demasiado tarde.
Dentro de cada mancha de luz nació una abertura…, y de ellas salió un escuadrón de mutilación detrás de otro. Reclutas acorazados, con enormes alas palmeadas, lideraban contra la multitud las hordas de feroces ujieres y gólems de cuerpo de arcilla. Sus manos de tres dedos, con uñas como garfios, blandían extrañas armas afiladas. Los gritos entrechocaron como el pesado oleaje y pronto el tumulto se convirtió en puro caos. Cuando los verdes nectopuertos se cerraron y desaparecieron, los escuadrones ya habían rodeado por completo a la muchedumbre y comenzaban a avanzar. Grandes guadañas ondeaban a un lado y a otro, y segaban filas enteras de seres humanos como si fueran hierbajos. Las alabardas caían y partían a la gente en dos, de la cabeza a la ingle. Los gólems machacaban cabezas (y cuerpos enteros) con sus manos rígidas y sus pies como yunques. Los ujieres despedazaban a la multitud con sus garras; desmembraban y decapitaban con cada golpe.
Momentos antes llovía dinero, ahora volaban entrañas.
La barahúnda de sonidos resultaba ensordecedora: el metal atravesaba la carne e impactaba contra el pavimento, mezclado con el incesante silbido de las guadañas y, por supuesto, los terribles gritos. Irónicamente, Cassie divisó al otro lado de la calle al hombre que había atraído a toda aquella gente arrojando dinero. Se acariciaba la barbilla con codicia mientras un sargento demoníaco le pagaba. «Todo era una trampa —comprendió Cassie—. Los alguaciles contrataron a ese tipo para que lanzara dinero por los aires y atrajera a todo el mundo al centro de la calle. Una carnada para los escuadrones de mutilación».
—Si no nos largamos de aquí ya mismo —dijo Xeke con preocupación—, nos harán picadillo.
Se apresuraron a avanzar por la acera, por detrás de las filas de mutiladores que salían en tropel.
—Con un poco de suerte podremos…
Via y Cassie gritaron al unísono, mientras que la boca de Susurro se abrió de par en par con su propio alarido silencioso.
—Joder —dijo Xeke.
Un ujier furioso bajaba por la calle, cargando contra él. Cuando sus zarpas lo agarraron, Xeke se dejó caer deliberadamente y arrastró consigo al demonio. Ya en el suelo, rodó y, cuando los dos estaban en el pavimento, logró saltar sobre la espalda del ujier mientras sacaba de su bolsillo algo de forma alargada. Parecía un trozo de cuerda, pero con asas en cada extremo.
El ujier bramó. Antes de que pudiera recobrar la ventaja, Xeke le pasó la cuerda por el cuello y comenzó a tirar de los mangos a uno y otro lado.
De la garganta del ujier brotaron tremendos gritos hasta que se le cayó la cabeza.
Fue entonces cuando Cassie comprendió que aquello no era un simple trozo de cuerda. Era una cuerda aserrada.
El cuerpo de la criatura corrió ciego, decapitado, y de las arterias seccionadas de su cuello, ahora al descubierto, brotaba sangre negra como la brea. Aquella asquerosa cabeza rodó por la calle, donde enseguida fue pisoteada.
—Con eso nos libramos de él —dijo Xeke. Estaba sin aliento, aunque parecía complacido por la carnicería que acababa de realizar. Pero en ese momento…
—¡Detrás de ti! —gritó Via—. ¡Puta mierda! ¡Ten cuidado!
Un demonio de piel reptiliana que llevaba un casco con visera se apartó de la fila y corrió directo hacia ellos. En los brazos izquierdos sostenía una alabarda de ancha hoja, y por debajo del yelmo se podía vislumbrar su monstruosa sonrisa. En la punta de cada uno de sus cuernos curvos llevaba encajada una cabeza humana, a modo de adornos de batalla.
—¡Quedaos detrás de mí! —ordenó Xeke—. Estad listas para poneros rápidamente en marcha. ¡Cuando lo aparte del camino corred cagando leches hacia la esquina, hasta que salgáis de la zona!
—¡Pero, Xeke…! —comenzó a decir Via.
—¡No discutas conmigo! ¡Limítate a hacerlo, joder!
Entonces corrió hacia el demonio…
Cassie no se podía creer lo que Xeke estaba a punto de intentar.
—¡Xeke! ¡No! —gritó.
El primer golpe de la enorme hoja dibujó una línea plateada en el aire. Cassie nunca había imaginado un arma portátil tan grande. Era tan amplia como la media luna del péndulo del relato de Poe, y su borde afilado brillaba como un relámpago.
¡Swooosh!
El filo rasgó el aire en diagonal, casi demasiado rápido para la vista. Xeke se agachó por debajo y luego volvió a incorporarse de un salto, y de algún modo logró agarrar la alabarda por la mitad del mango. Una cruel patada a la entrepierna del demonio lo dejó aturdido, momento que Xeke aprovechó para quitarle el arma de sus infernales manos.
—¡Ahora, corred! —gritó por encima del hombro—. ¡Salid pitando de aquí todo lo rápido que podáis!
Cassie, Via y Susurro corrieron. Sus pies chapoteaban sobre la sangre fresca que ya desbordaba las alcantarillas y tropezaban con extremidades amputadas, cabezas y diversos trozos corporales que yacían por el suelo. Cuando llegaron a la esquina, ya fuera del área de peligro, todas miraron atrás con terror en los ojos.
Xeke había partido en dos la cabeza del demonio, casco incluido. Este se tambaleó unos instantes con el cráneo abierto, salpicando sangre y bultos verdes.
¡Swooosh!
Un segundo mandoble seccionó limpiamente a la criatura por la cintura, de donde salieron volando órganos con extrañas formas. Aunque aterradora, era una escena magnífica. Pero cuando Xeke hizo lo mismo con un gólem, la mitad superior de la cosa siguió avanzando hacia él, caminado sobre las manos.
—Enfréntate a esto, Gumby[11]…
¡Swooosh-swooosh!
Pero cuando dos nuevos golpes de la gran hoja despojaron a la criatura de sus brazos de arcilla de color gris oscuro, estos siguieron brincando hacia delante.
—Eres un pillo muy insistente, ¿verdad?
Por último, Xeke convirtió sus brazos en gravilla. Ese fue el fin del gólem.
—¡Vamos! —vociferó Via—. ¡Sal de la zona!
Xeke estaba a punto de retirarse, pero entonces un par de ujieres de aspecto primigenio rompieron filas y se lanzaron a por él. De pronto no había lugar seguro al que retroceder. Su única opción era cargar hacia otra lucha.
—¡Seguid sin mí! —les gritó—. ¡Idos, os encontraré luego en el club! ¡Los alguaciles llegarán en cualquier momento!
—Vamos —dijo Via—. Tenemos que salir de aquí.
—¡No podemos dejarlo ahí! —exclamó Cassie, aunque comprendía que poco podían hacer ellas contra tales criaturas. ¿Cómo iban a atacarlas, a escupitajos? ¿Con insultos? Al ver que los ujieres rodeaban a Xeke, Cassie se asustó de su propia sensación de indefensión.
—No metas ahora la pata —dijo Via con cierto tono de confianza—. Sabe cuidarse él solo. Mira.
Un vistazo angustioso le mostró que Xeke ya había destripado al primer ujier y decapitado al segundo. Pero venían más a por él desde la anárquica formación.
—¡Venid a recibir lo vuestro, feos capullos! —rio mientras cargaba contra ellos.
Cassie no pudo quedarse a ver la matanza demoníaca. Via tiró de ella y comenzaron a correr. La cacofonía de gritos se desvaneció por detrás de sus frenéticas pisadas.