I
No era una pesadilla lo que había sacado a Bill Heydon de su sopor. Entonces, ¿qué?
De pronto abrió los ojos. Estaba en su alta cama con cenefas y algo lo había asustado, pero no podía recordar nada parecido a un sueño. A veces, las escenas oníricas perduraban en momentos como aquel: en la oscuridad, a altas horas de la noche. Pero no se trataba de una imagen persistente.
Entonces se dio cuenta de lo que era.
«¡Me ha asustado de verdad!», pensó. Se incorporó de inmediato en el colchón y encendió la pequeña lámpara con tulipa de la mesita de noche.
No, no había sido una imagen, sino un contacto persistente.
Saltó fuera de la cama. La lamparita de la mesilla no bastaba, así que fue a pulsar el interruptor de los focos montados sobre una cadena que colgaban por encima de su cabeza.
La habitación resplandeció, inundada de luz.
Y, por supuesto, allí no había nadie más que él.
«So tonto», se dijo.
Pese a ello, la sensación residual seguía siendo espeluznante. Notaba como si alguien lo hubiera tocado, como si lo hubieran sacudido mientras dormía.
—Debo de haber soñado que alguien me palpaba —murmuró. Su miedo remitía, pero todo el cuarto parecía devolverle la mirada—. Y luego he olvidado el sueño.
Las luces resultaban demasiado brillantes y le provocaron un repentino dolor de cabeza, así que las apagó y, bajo la iluminación mucho más tenue de la mesita de noche, se dirigió al amplio armario de caoba de la esquina. Abrió las puertas revestidas de cuarterones y sacó el paquete de cigarrillos que guardaba detrás de unos pares de calcetines. El antiguo reloj de pared pasaba nervioso los segundos. No, era él quien aún seguía nervioso por culpa del contacto en sueños o de lo que fuera. Había supuesto que era muy tarde, pero el reloj le mostró que solo pasaban unos pocos minutos de la medianoche. Miró el paquete de cigarrillos medio vacío y pensó: «Al diablo con todo. Si lo vamos a hacer, hagámoslo bien».
A continuación salió de su dormitorio en el primer piso, arrastrando los pies y en ropa interior. El dolor de cabeza le latía en las sienes, así que prefirió dejar apagadas las luces y avanzar a tientas a través del vestíbulo hasta llegar a la despensa que había junto a la cocina. La luz de la luna, que se colaba por las ventanas en arco de atrás, apenas iluminaba lo suficiente para ver, pero al final logró alcanzar con la mano la botella de Glenlivet que tenía escondida detrás de unos sacos de harina. Dado el antiguo problema de Cassie con el alcohol, no quería tener a la vista ninguna bebida que pudiera tentarla. Gracias a Dios, ella se había esforzado por dejar atrás todo aquello. Por lo que Bill sabía, su hija no había probado una gota de alcohol desde la muerte de Lissa.
Se llevó la botella a la cocina, donde la luz de la luna alumbraba con más fuerza, sacó con cuidado un vaso de la alacena y se sirvió dos dedos bien generosos. El primer sorbo bajó alegre por su garganta. «¡Ooh, sí!» Entonces completó el ritual encendiendo un cigarrillo. «¡Sí, mami!» Al menos, ya jubilado aquello parecía tener justificación. No había nada de malo en que un hombre que había trabajado duro toda su vida disfrutara de una copa y un cigarrillo.
A medianoche.
A oscuras.
En ropa interior.
Bueno…
«Al diablo con todo», pensó de nuevo.
Apuró la copa y se sirvió otra. Esta vez solo dedo y medio. Vaya, había oído unas cuantas ocasiones en los programas de salud que unos pocos vasos de alcohol al día podían resultar incluso beneficiosos, porque reducían el nivel de colesterol o algo de eso. ¿Qué daño podía suponer, en especial para un hombre con problemas de corazón?
Echó otro trago, tenso.
Y fue entonces cuando oyó las pisadas.
«¡Mierda! ¡Cassie está bajando por las escaleras!»
Lo último que quería era que su hija lo pillara bebiendo y fumando a escondidas. De noche. Y en ropa interior. Escondió el vaso en el armario y apagó el cigarrillo en el desagüe. Luego salió por el vestíbulo y trató de parecer tan despreocupado como fuera posible.
Despreocupado, sí. A medianoche y en ropa interior.
«Qué extraño».
Las luces del rellano de la segunda planta seguían apagadas. Y no había nadie en los escalones.
«So tonto —se dijo por segunda vez—. Debo de tener los nervios a flor de piel». Estaba convencido de haber oído bajar a Cassie por la larga escalinata.
Vuelta a la cocina para recuperar su bebida.
«¿Qué demonios está pasando? ¿Es una especie de broma?»
No llevaba ni dos segundos en la cocina cuando volvió a oírlo.
Pasos. Lentos pero firmes.
Solo que esta vez subían los escalones.
Se lanzó de nuevo al vestíbulo y encendió la araña de cristal.
No había nadie en las escaleras.
«Muy bien, todavía estoy impresionado por el sueño o lo que cojones haya sido». Era la única explicación factible…, o eso pensó. «Soy como un niño pequeño asustado de la oscuridad, que espera a que mamá eche fuera a los monstruos».
Bill apagó la lámpara de araña y regresó a la cocina. Al fin logró terminarse la copa. Pero entonces…
«¡Santa MARÍA!»
… la dejó caer al sentir una mano que le tocaba suavemente la espalda desde atrás. El vaso se rompió y los fragmentos de vidrio se esparcieron por todo el suelo de la cocina.
Se dio la vuelta y, a pesar del temor que lo embargaba, estaba seguro de que no habría nadie.
Se equivocaba.
En la penumbra bañada por la luz de la luna, vio ante sí a una esbelta joven.
Sonreía.
Estaba desnuda y su piel era tan pálida como la crema. Seguía inmóvil.
Bill no podía mover ni un solo músculo.
La joven extendió sus delgados brazos. Sus manos blancas tocaron el pecho de Bill, pero el contacto pareció disolverlas. Las manos aparentaron ser tangibles solo durante un instante, y después desaparecieron en el interior de su pecho.
Un fantasma lo tocaba.
Pero ahora sabía quién era. La larga cabellera negra con el mechón blanco a la derecha…
Era Lissa, su hija muerta.
Lo peor era la fehaciente mutilación.
Le faltaban los pechos, como si se los hubieran cortado de un tajo. En su lugar solo quedaban dos líneas torcidas de puntadas negras.
—Ahora estoy en el Infierno, papá —dijo, pero la voz manó de ella como un fluido oscuro y pútrido.
Entonces la aparición… desapareció.
«Estoy realmente mal», dedujo Bill mientras se restregaba la frente con la manga de la camiseta.
No había visto ningún fantasma, por supuesto. Tales cosas no existían. Pero sí que existían las alucinaciones, las ilusiones ópticas y las terribles visiones provocadas por el subconsciente.
Había fuerzas de sugestión nacidas de la tensión y de traumas ignorados e incomprendidos. También estaban los trucos visuales provocados por el alcohol.
Bill recuperó el aliento. Se negó a permitir que aquello lo preocupara. Era un hombre maduro, no un bobo. Vertió el carísimo whisky escocés de dieciocho años por el desagüe del ornamentado fregadero de metal y porcelana. El líquido borboteó mientras desaparecía, y su cálido aroma quedó flotando en el aire.
«Ya he bebido bastante», pensó con decisión.
Lissa estaba muerta. Aquello había supuesto la peor tragedia de su vida y, eso era obvio, le había dejado unas cuantas cicatrices mentales. Cierto, quizá esas heridas nunca acabaran de borrarse por completo, y él lo aceptaba.
Pero Lissa estaba muerta y enterrada, y ya no formaba parte de sus vidas.
No había fantasmas. No había espíritus que acechasen en la oscuridad.
Rehizo imperturbable el camino hasta su dormitorio, apagó la luz de la mesita de noche y se metió bajo las sábanas.
«Tonto, duérmete de una vez».
Estaba decidido a hacer justo eso, pero cuando se giró vio que alguien más lo acompañaba en la cama.