I
Bill no tenía modo de saber que le habían echado un maleficio. ¿Cómo iba a deducirlo? Cuanto más trataba de pensar qué iba mal, más débil se sentía. Alguna especie de energía negativa había hecho presa en él, un parásito mental de la siniestra noche. Bill Heydon era un hombre moderno y sensible con una aguda percepción de la realidad, pero en aquellos momentos algo se había apoderado de su sentido común del siglo XXI y lo había hecho retroceder a su estrato más primitivo: un impulso sexual y nada más.
No, no era la voz de la señora Conner la que había salido de la boca de la mujer. Se trataba de un tono inhumano pero femenino, de alguna criatura diabólica.
Una criatura que, básicamente, lo estaba violando.
Él yacía despatarrado e inmóvil, como si unos grilletes invisibles lo ataran de muñecas y tobillos al suelo de madera noble. La señora Conner parecía enloquecer en silencio. Estaba sentada sobre sus caderas y lo cabalgaba como una bestia salvaje que galopa en una senda veloz e irregular. Se mostraba voraz, frenética, por completo entregada a su incomprensible lujuria pagana. Su hermoso cuerpo pálido era un borrón en la penumbra teñida por la luna. Sus pechos subían y bajaban, subían y bajaban con cada impacto de los muslos sobre la cintura de Bill. Estaba atacándolo con fiereza, se empalaba ella misma con su miembro viril. El cuerpo de Bill Heydon era un objeto inanimado que ella usaba para su propia satisfacción. Pero él también experimentaba placer, un gozo terrible y descarnado que se sumaba a su completa indefensión. Era el caballito de balancín que se mecía al ritmo de su desbocado corazón.
El orgasmo lo dejó paralizado. Estaba rígido y jadeaba con la boca abierta mientras su amante ronroneaba en la oscuridad. Le latían los testículos: bultos marcados y ardientes en su escroto. Notaba los nervios como un millar de cables candentes que le apretaban cada fibra de carne. Para entonces ya estaba empapado en sudor, igual que ella. Sus cuerpos brillaban bajo aquella penumbra de olor almizcleño como si estuvieran esmaltados. Bill sentía un agotamiento absoluto que lo arrastraba al borde de la inconsciencia. Pero aunque los párpados se le cerraban casi por completo, pudo oír la risita ronca y áspera de la mujer, un sonido como rocas que chocan entre sí. Le temblaban las caderas, pero ella volvió a estimular sus centros sexuales.
Estaba haciéndole una felación para exigir más de lo que era ya imposible… y lo estaba obteniendo.
«Más no… No puedo seguir…»
Las arcanas atenciones de su boca consiguieron que, en cuestión de segundos, Bill volviera a experimentar una erección pese a notar el pene entumecido. Listo para que lo volvieran a utilizar, para que lo violara otra vez aquella ansia monstruosa.
Todavía riéndose, ella se acomodó de nuevo sobre su entrepierna y comenzaron el baile una vez más.
El coito ya resultaba doloroso. Estaba muy sensible y le escocía, y se vio obligado a apretar los dientes para soportar aquella imparable agonía. El sexo de aquella mujer era como unas fauces diabólicas dispuestas a devorarlo hasta que no quedara nada de él.
Lo estaba consumiendo.
El siguiente asalto se prolongó durante lo que pareció una hora, una hora en la que el cuerpo de la mujer estuvo estrangulándolo, una hora sufriendo su creciente lujuria sin ninguna liberación a la vista. Y sin embargo los orgasmos de la señora Conner eran evidentes. Primero surgían unos gemidos bestiales; clavaba las uñas en su pecho, su conducto sexual se estrechaba y a continuación sus abominables chillidos explotaban por toda la habitación.
Después el silencio, mientras cabalgaba en busca del siguiente climax.
Bill solo podía mirar hacia lo alto con las pupilas vidriosas, un trozo de carne incapaz de cerrar los ojos para no ver más aquella atroz cópula. Y fue entonces cuando empezó a distinguir…
Sus pensamientos apenas tenían coherencia: «¿Qué es… esa… COSA… que hay detrás de ella?»
Sí.
Una… figura parecía estar acuclillada justo detrás de la señora Conner. Una silueta grácil solo en parte real, una amalgama de sombra y piel.
No, no era una figura. Una mujer.
Una mujer hecha de tinieblas.
Sus movimientos calcaban a la perfección los de la señora Conner, era una macabra titiritera. Y a la par que proseguían los brutales tirones, aquella consorte espectral, esa puta de la noche, parecía hacerse cada vez más detallada. En aquel momento el rostro de la mujer lo miraba directamente por encima del hombro de la señora Conner.
Era el semblante de un fantasma, un espejismo de sexo y muerte.
Un esbelto brazo negro (mitad sustancial, mitad fantasmal) rodeó el cuerpo de la señora Conner y descendió. Sus elegantes dedos de obsidiana apretaron un lateral de la cara de Bill. El contacto resultaba nauseabundo, era como tener babosas sobre la piel. Entonces aquella mano abominable posó la palma sobre su pecho y el cuerpo de la señora Conner comenzó a montarlo con mayor celeridad.
El corazón de Bill daba golpes secos y chocaba en su tórax como un mazo. Su aliento se debilitó. Respiraba con dificultad y se estremecía.
La mano, apenas sentida, apretó con más fuerza y la sonrisa espectral se hizo más pronunciada.
—Me estás matando —graznó Bill.
Aquella boca impía se abrió, imitando a la de la señora Conner, y la puta de la noche siseó:
—Sssssíííííí…
El corazón de Bill comenzó a fallar y, tumbado allí sin defensa posible, supo que estaba a punto de morir.