IV

Bill Heydon colocó la sarta de siluros en el frigorífico. «No es mala redada para un aficionado», juzgó. Después tendría que prepararlos; Cassie era comprensiva y cocinaba bien, pero lo que no iba a hacer era enfangarse con entrañas de pescado. Pero primero…

Se acercó hasta las escaleras.

—¿Cassie?

Entonces hizo que sus cien kilos recorrieran la mitad de los escalones apoyado en el pasamano y llamó en voz alta:

»¿Cassie? ¿Estás en casa?

No hubo respuesta.

Durante un breve instante pensó que oía música, un par de estruendos lejanos. Una de las cosas que nunca lograría entender eran esas canciones góticas. «Maryland Mansion, hay que joderse». Para él todo sonaba como un ruido discordante. Pero cuando miró en el cuarto de Cassie, su hija no estaba allí. Además, la música le había sonado más distante.

«Tal vez sean imaginaciones tuyas, viejo pasmarote».

Se quedó quieto y escuchó con más atención, pero no oyó nada. Probablemente fuera el chaval de la señora Conner que trabajaba fuera. A veces se traía una radio.

Pero, ¿dónde estaba Cassie?

«Supongo que todavía estará dando una vuelta por ahí».

Al menos eso significaba que no había moros en la costa. Volvió a las escaleras, bajó por ellas y fue hasta el patio trasero vallado con piedras que había en la zona antigua de la casa. Encendió de inmediato un cigarrillo. «Cassie gritaría si pudiera verme», se dijo. Pero no podía resistirse.

«Lo dejaré algún día… pero no hoy».

El sol era un borrón burbujeante de color naranja oscuro que la rotación de la Tierra arrastraba detrás de las montañas. «Esto es absolutamente maravilloso. No hay puestas de sol así en D.C.» El aislamiento de la finca permitía que los alrededores resultaran mucho más fascinantes. La ciudad era una adicción y sabía que no solo estaba matando a Cassie, sino también a él. Ambos necesitaban alejarse de todo aquello, era la única solución. Allá en la ciudad había estado ciego, como si la supervivencia del mundo dependiera de su siguiente pleito histórico. Ahora podía verlo. Le había costado una esposa y, cuando al fin lo comprendió, una de sus hijas estaba muerta y la otra trataba de matarse entre la terapia y las clínicas mentales.

Un día la verdad lo golpeó como un rayo: «aléjate o morirás».

Sus ojos recorrieron la prístina casa y los amplios bosques que se extendían por detrás. Nunca en toda su vida se había sentido tan relajado ni tan centrado. «Por favor, Dios, tan solo permite que esto salga bien».

Por ahora, así era.

Cassie tenía sus días malos y sus días buenos, pero durante las semanas anteriores parecía haberse sentido realmente a gusto con aquel cambio drástico. Bill se culpaba de la muerte de Lissa; si hubiera estado en casa por las noches, si hubiera sido un verdadero padre para las niñas que había traído al mundo, entonces nada de aquello habría ocurrido. Todavía tendría una esposa, todavía tendría una familia y no solo los restos. Era demasiado tarde para arreglarlo, pero se sentía obligado a reparar el daño que había sufrido Cassie, un daño que su propia negligencia había provocado.

Apagó el cigarrillo a medio consumir contra la pulida parte superior de la valla. Detrás de él borboteaban unos arcos de agua que surgían de la estatua blanca y desteñida de alguna diosa griega desnuda. Los rasgos físicos de la estatua eran quizá demasiado explícitos como para poder seguir considerándolos clásicos y de buen gusto. Los pechos de grandes pezones sobresalían como unos dibujos animados X. Las piernas no estaban tan cruzadas como para dejar a la imaginación los detalles genitales. Suscitaba un recuerdo primitivo del sexo, algo que él no había tenido desde hacía mucho.

«Dios, estoy babeando por una estatua».

Tras el divorcio, había descubierto que su esposa llevaba engañándolo durante más de un año. Pero en realidad él había estado haciendo lo mismo durante más tiempo y de modo mucho más agresivo. Caras putas de lujo y señoritas de compañía. A veces incluso se lo había montado con socias y becarias, chicas de la edad de sus hijas. «He recibido mi merecido», pensó abatido. Una se había quedado embarazada, y sabía que los 50,000 dólares que le pidió cubrían mucho más que el aborto.

Jesús…

Pero Bill ya había entrado en los cincuenta. Sus años de carpe diem ya habían quedado atrás, donde tenían que estar. Era hora de ser responsable, para variar. En el pasado, el éxito parecía equivaler a frívolas fiestas privadas llenas de millonarios y prostitutas, celebradas en elegantes casas de piedra rojiza alquiladas mediante cuentas corporativas. No era el modo en que se suponía que la gente debía vivir su vida.

A través de las puertas de cristal de cuarterones pudo ver a la señora Conner, que aspiraba una de las salas de estar.

«Es mayor que yo pero… Dios, vaya cuerpo».

Ya empezaba otra vez. «Ahora me excita el servicio doméstico». La idea resultaba todavía más triste. Una mujer honrada y trabajadora que nunca había poseído nada, arrollada por la pobreza y la desgracia, y ahí estaba Bill explotándola aún más, aunque solo fuera en su imaginación. «Eres todo un caso, Heydon», se dijo. Y todo era aún peor porque la señora Conner, viuda desde hacía años, estaba claramente prendada de él. «Pero por algún motivo dudo que sea por mi buena planta».

—¿Cómo le va, 'eñor Heydon? —Era Jervis, el hijo de la señora Conner, que apareció por la esquina del patio.

«Es un poco corto de luces —pensó Bill—, pero trabaja duro».

—He terminao de poda el jardín —anunció el joven mientras se rascaba la tripa—. He recortao las puntas en el paseo d’alante, lo q’ quedaba de sus libros de leyes está abajo en el sótano y he sellao las tuberías que goteaban en la segunda planta.

—Estupendo, Jervis —dijo Bill. Había estado a punto de sacar otro cigarrillo, pero se lo pensó mejor y cogió la cartera—. ¿Cuánto es? Veinte a la hora, ¿verdad?

—Sí, 'eñor.

Bill le entregó un par de billetes de cien dólares.

—Quédate con el cambio.

El chico esbozó una amplia sonrisa de calabaza.

—¡'Chas gracias, 'eñor!

—Vuelve pasado mañana. Creo que para entonces habrá que segar el césped. Y tendré mucho más trabajo para ti si lo quieres.

—Y tanto que sí, 'eñor Heydon. Usté es el mejor jefe que he tenío nunca.

—Ah, Jervis, otra cosa…

—No tié de qué preocuparse, 'eñor. No le diré a Cassie que lo he visto fumando.

Bill asintió, avergonzado.

—Gracias, Jervis.

—¡Que pase buena noche, 'eñor! Esperaré por alante, mi debe estar 'punto de acaba.

Bill observó cómo el muchacho se alejaba al trote. Se preguntó cómo debían de ser las cosas para él y para su madre. Sin industria ni puestos de trabajo dignos, solo con un remolque al que llamar casa y un cachivache de treinta años como coche. Dudaba que hubieran visto nunca una ciudad de verdad, o que tuvieran la menor idea de cómo era el resto del mundo. En momentos como ese, Bill se daba cuenta de lo agradecido que debía estar.

Regresó de nuevo al interior de la casa mientras la señora Conner hacía algunas pasadas finales con el aspirador. Cuando se apercibió de su presencia, apagó el ruidoso aparato.

Le brillaban los ojos.

—Ya casi he terminado por hoy, señor Heydon.

—Fantástico —dijo Bill—. La casa tiene una pinta estupenda.

Le entregó su paga del día, propina incluida, y tuvo que soportar un remolino de agradecimientos llenos de palabras arrastradas. Se obligó a sí mismo a no volver a mirarla de aquel modo. Estaba teniendo éxito, pero justo en ese momento ella se inclinó para apagar el aspirador.

Bill rechinó los dientes.

A la mujer se le bajó el cuello de su sencilla blusa y la mirada de Bill se vio atrapada de modo involuntario. Era evidente que ningún sostén rodeaba los generosos senos de la señora Conner, e igual de claro que las fuerzas de la gravedad la habían respetado. Bill no pudo evitarlo, se quedó mirando. La arrebatadora imagen se le antojaba todo un lujo y, cuando ella volvió a incorporarse, lo espoleó a fijarse aún más en el resto de su cuerpo. Las arrugas de la edad resultaban evidentes en su rostro, pero…

«¡Qué cuerpo!»

Le vino a la mente la palabra «desbordante»: tejanos azules apretados firmemente sobre las amplias caderas, una lujuriosa silueta de reloj de arena y un pecho prominente que saltaba a la vista. Incluso cuando la señora Conner le sonrió y se vio que le faltaba un diente, el atractivo siguió siendo intenso.

«He aquí un delicioso trozo de pastel campestre. Si no dejo de mirarla, lo más probable es que me dé otro ataque al corazón aquí mismo».

Se esforzó por distraerse e inició una conversación intrascendente:

—He tenido un buen día de pesca en el arroyo.

—Sí, señor, ya he visto en la nevera esos peces de tan buen aspecto. Me encantaría limpiarlos y cocinarlos para usted, señor Heydon. Mandaré a Jervis a casa. No podrá decir que ha probado un siluro hasta que lo vea frito al estilo rural.

Sonaba delicioso, casi tanto como la idea de observar su suave y lascivo cuerpo inclinado sobre la cocina. Precisamente por eso dijo:

—No, gracias, señora Conner, aunque agradezco el ofrecimiento. A Cassie le encanta cocinar. A propósito, ¿la ha visto?

—No desde esta mañana, señor. Salió corriendo 'alguna parte, me imagino que al pueblo.

Bill se miró el Rolex.

—Ha estado fuera todo el día —murmuró.

—Estoy segura de que regresará de un momento a otro —lo tranquilizó la señora Conner—. No podemos atar a los jovenzuelos con una correa corta…, por mucho que nos apetezca. Dejémoslos vagar, que vean las cosas por sí mismos.

—Desde luego, tiene usted razón. —Bill apartó la mirada de sus prietos senos. Los pezones se marcaban a través de la blusa y tenían el tamaño de una lata de refresco—. Probablemente esté paseando por ahí con su discman.

—¿Seguro que no desea que me quede?

—No, todo está bien, señora Conner. La veré mañana.

¡'Dios!

Cuando salió contoneándose, Bill no pudo sino mirar cómo se alejaba.

«¡Cielo santo! —pensó—. ¡Tengo que pensar en otra cosa!» Trató de hallar nuevas distracciones: se sirvió una soda y encendió la radio para oír algo de música. «Ah, Vivaldi. ¡Gracias!» La extensa sonata suavizó sus impulsos.

«Mejor. Mucho mejor».

Tras las delicadas ventanas, el cielo se había oscurecido todavía más. Miró de nuevo el reloj.

«¿Dónde demonios está Cassie?»

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