I
Una ilusión. Una alucinación.
¿Qué otra cosa podía ser? En el hospital ya le habían avisado que algunas de las drogas psicoactivas podían producir esos efectos secundarios. Había dejado de tomarlas de manera bastante repentina; tal vez las alucinaciones fueran resultado de ello.
«Eso o estoy cayendo en la locura. Me estoy volviendo esquizofrénica».
El recuerdo del incidente se aferraba a ella, tan desagradable como la humedad de aquel día. ¿Acaso se había quedado dormida en el bosque y lo había soñado?
No. Parecía demasiado real.
—¡Hola, cariño! —llamó su padre desde el espacioso salón—. Ya estaba un tanto preocupado.
—Es que… me he extraviado un poco al regresar del pueblo —respondió, fabricando una excusa. Ahogó un gemido al abrir el frigorífico y ver la sarta de anzuelos con los siluros. Le recordó la terrible historia que le había contado Roy.
«Esto es lo que llevaba ese tipo alto…, solo que en la ristra de anzuelos llevaba bebés, y los arrastraba hacia arriba por las escaleras».
—Vaya, lo siento —dijo su padre mientras entraba apresuradamente en la cocina—. Se me olvidó limpiar el pescado. —Retiró la pesada ristra y la arrojó al fregadero con un golpe sordo.
Cassie olió los restos de humo de cigarrillo, pero no dijo nada. Se alejó de los desagradables ruidos húmedos que su padre produjo cuando empezó a destripar a los peces. Necesitaba apartar la mente de sus propias cavilaciones: Via, la historia que Roy le había contado, Blackwell y los bebés.
Pero cuando encendió el horno y se dispuso a cocinar la cena se sintió una especie de autómata. Las palabras de Via volvieron a colarse en su cabeza: «Nos refugiamos en esa enorme casa fea del cerro».
«No existe ninguna Via», se dijo.
—Así que hoy has echado una ojeada al pueblo —comentó su padre.
Ella revolvió el aparador mientras trataba de encontrar la cacerola adecuada.
—Sí. En realidad ni siquiera se lo puede considerar un pueblo. Solo son unas pocas tiendas viejas en la vía de salida.
—Bueno, ya sé que por aquí las cosas son un tanto sosas. Quizá vayamos este fin de semana en coche a Pulaski para hacer algunas compras.
—Estupendo —dijo ella con poco entusiasmo.
Su padre había amontonado en un plato los filetes de siluro.
—Esta noche estás muy silenciosa. ¿Te encuentras bien?
«De perlas, papá. Hoy he descubierto que el tipo que antes vivía aquí sacrificaba recién nacidos a Satán. También he conocido a una chica muerta llamada Via. Ah, por cierto, vive en esta misma casa con sus amigos».
—Solo estoy cansada, supongo. Debo de haber estado demasiado tiempo bajo el sol.
—Túmbate, yo haré la cena.
—Estoy bien, de verdad. Quiero cocinar. Tú vete a mirar tus programas de deportes.
—¿Estás segura?
—Claro. Cuando hay dos personas en la cocina, una sobra. Me pone de mala leche.
Su padre rio y se retiró a la sala de estar.
Cassie coció el pescado a fuego lento en salsa de soja con rábano picante molido. Pero cuando comieron, apenas disfrutó del sabor.
—¡Esto está delicioso! —encomió su padre—. Deberías hacerte cocinera.
Cassie se limitó a picotear de su plato, aún inquieta. Sin duda lo que había visto aquel día, la chica esa, tenía que ser fruto de su imaginación, por culpa de un pequeño golpe de calor o algo similar.
Tenía que ser eso.
Miró con ojos vacuos la enorme televisión. Echaban un partido de pretemporada de fútbol americano. Nada en el mundo parecía más absurdo que ver a unos hombres ya crecidos correr de un lado a otro de la hierba, tratando de desplazar una bolsa de cuero llena de aire.
—¡Maldito León! —gritó su padre de repente, aporreando la mesita del café con la parte inferior de su puño—. Haznos un favor a todos y vuélvete a Dallas haciendo el baile del pollo, maldito holgazán sin talento, desgraciado hijopu… —Se contuvo en su diatriba y miró a Cassie avergonzado—. Err, lo siento.
Ella se limitó a sonreír y se llevó los platos de vuelta a la cocina. Allí los lavó y los secó a mano, en vez de usar el lavavajillas recién instalado. Algo distraía su atención y sabía exactamente de qué se trataba.
Sabía lo que quería hacer.
—Voy a subir a mi habitación, papá. Escucharé algo de música durante un rato.
—De acuerdo, cariño. Gracias por cocinar. ¿Seguro que te encuentras bien?
—Segurísimo. Disfruta de tu partido.
Enseguida se alejó y comenzó a subir las escaleras alfombradas. Unas lámparas de metal de bombillas vacilantes iluminaban el camino ascendente y arrojaban sombras sobre las diversas estatuas antiguas y las pinturas al óleo. Sí, sabía lo que quería hacer.
Cuando llegó al rellano de la segunda planta, echó una larga mirada al oscuro pasillo que conducía a su cuarto. Luego estudió el siguiente tramo de escalones.
Los gritos amortiguados de su padre llegaban desde el salón, despertando ecos:
—No te molestes en tratar de placar a ese tío, León, qué va. ¡No pretendemos que empieces a sudar en serio solo por tus OCHO MILLONES AL AÑO!
Cassie miró la cinta de casete. Lo más probable es que la hubiera cogido de alguna parte o se la hubiera encontrado por ahí. O quizá se la había dado Roy. El nombre de la cubierta sonaba siniestro.
ALDINOCH.
«No, debe de habérmela dejado Roy y no lo recuerdo. Simplemente me está dando una extraña analepsis provocada por las drogas y toda esa mierda que me metieron en el hospital».
Ahora se sentía convencida.
«No hay ninguna Via. No hay ninguna chica muerta».
Nuevas dudas. Podía regresar a su cuarto y escuchar la cinta o…
Empezó a recorrer el siguiente tramo de escaleras, que crujía cada pocos peldaños. Un escalofrío se arrastró bajo su piel. Si la historia era cierta, estaba realizando el mismo trayecto que hacía Fenton Blackwell con los bebés.
En la tercera planta solo brillaban unas pocas bombillas con luz trémula. Los pasillos a ambos lados estaban henchidos de oscuridad. Otra mirada hacia lo alto: todavía más penumbras. El último tramo de escaleras carecía de alfombra y era mucho más estrecho. Cuando pulsó el interruptor de la pared, la iluminación que surgió del techo era la más débil imaginable.
Dio un paso hacia arriba, se detuvo y después dio otro. «¡Oh, vamos! ¡No seas tan gallina! ¿Qué pasa, crees que vas llegar arriba y te vas a encontrar con gente? ¡Venga ya!»
Ascendió rápidamente el resto del camino. No había ninguna puerta que separara la sala del óculo, las escaleras se limitaban a desembocar en ella. Nadie, ¿ves?
Una sencilla bombilla pelada iluminaba la habitación. No estaba esa tal Via, ni había nadie esperándola. Tres colchones desnudos descansaban sobre el suelo lleno de polvo, algo que la inquietó un tanto cuando pensó en ello. Las telarañas engalanaban las esquinas de aquel pequeño cuarto y daba la impresión de que nunca habían empapelado las paredes; se veían los viejos listones de madera.
La ventana de óculo le devolvió la mirada como si fuera un extraño rostro.
Entonces algo llamó su atención. Había una antigua mesita de té apoyada contra una de las destartaladas paredes, y encima de ella se veía un «loro» polvoriento.
Toqueteó el casete que llevaba encima. Podía ponerlo sin perder más tiempo y oírlo allí mismo. Pero cuando apretó el botón para que se abriera la pletina, descubrió que ya había una cinta dentro.
Se le alteraron las tripas incluso antes de sacarla. En ella se leía: «ALDINOCH».
Era idéntico al casete que ella tenía.
Se le disparó el pulso.
—No te dejes llevar —se aconsejó con calma—. Hay una explicación. Solo… contrólate.
Volvió a cerrar la pletina y pulsó la tecla de Play. El repentino estruendo la pilló por sorpresa; de inmediato bajó el volumen.
Death Metal, justo lo que había pensado. Diversas capas de guitarras desabridas y una discordante percusión de sintetizador que se derramaban una y otra vez sobre una voz corrosiva:
«Inverting every cross toward Hell
»This church is now the Goat’s!
»Praise him, whores of holiness,
»Before I slit your throats!».
Cassie arrugó los labios como si hubiera probado algo amargo. Le gustaban los ritmos y las cuerdas fuertes, pero aquella letra desagradable le repugnaba. A continuación rugieron los coros:
«I have chosen my afterlife
»And darkness it shall be
»Satan!!! Open wide
»The gates of Hell for me!».
La mezcla pseudogótica de tratamiento hard-industrial con letras como las de Slayer no le sonaba bien. Apagó el «loro», pero… ¿qué podía explicar aquel misterio? Era la misma cinta que le había entregado la chica de su alucinación. La cinta del radiocasete era real, y también la que tenía en las manos.
Y había otra coincidencia, ¿verdad que sí?
«Resulta que me he encontrado una cinta llena de música satánica… en una habitación donde se supone que un satánico sacrificaba bebés».
Suspiró y se giró. De nuevo tenía delante la redondeada ventana de óculo con su cristal tintado. Una luz muy tenue resplandecía en uno de los paneles escarlatas. La luna, sin duda.
Algo la impulsó a abrir la ventana. La bisagra metálica gimió en el marco circular cuando tiró de ella. El aire cálido acarició su rostro. Miró hacia fuera.
Y se desmayó de inmediato.
No fue por el ondulado paisaje que divisó al mirar al exterior, sino por una ciudad que se alzaba a kilómetros de distancia, y que aparentemente no tenía fin. Una ciudad recortada contra un luminoso cielo de color rojo oscuro.
Una ciudad que no podía estar allí.