DOS APUNTES FINALES

A partir de 1920 el Etappendienst se desarrolló con extrema discreción, limitando su desarrollo a empresas irreprochables que solo al cabo de quince años empezarían a trabajar, de un modo muy activo pero en el mayor secreto, para la Kriegsmarine. Los altos oficiales de la Reichsmarine, y después de la Kriegsmarine y del Abwehr, que consideraban inevitable otra guerra contra el Imperio británico, pensaban que para ganarla sería necesario no solo un Etappendienst que funcionase a la perfección, sino que jamás fuera detectado. De su éxito dio fe que los aliados solo empezaron a tener noticias de qué fue y cómo funcionó a partir de 1946, un año después de su desaparición.

El Etappendienst tuvo dos misiones: el envío al III Reich de mercancías estratégicas por medio de los buques conocidos por «forzadores del bloqueo» —blockadebrecher— y el abastecimiento de las unidades de combate que operaran en sus zonas de cobertura. Los blockadebrecher eran barcos anónimos y muy corrientes, siempre disfrazados de neutrales, cuya misión, tras cargar mercancías de importancia estratégica —caucho y manganeso eran las prioritarias—, era ganar algún puerto del Reich. Hasta diciembre de 1943 el Etappendienst los aprovisionó a plena satisfacción, con independencia de que comenzaban a ser más los que no llegaban que los que sí. El Osorno fue el último que alcanzó un puerto francés, el 28 de diciembre de 1943. Entre esa fecha y el 5 de enero siguiente los aliados hundieron cuatro blockadebrecher que también trataban de llegar a Francia. Tras eso ya no hubo tráfico naval de superficie hacia el Reich o sus países ocupados. Sin embargo, el flujo de materiales estratégicos no cesó. El transporte lo efectuaban submarinos oceánicos alemanes y japoneses, no solo desarmados, sino en los que se sacrificaba todo a la capacidad de carga. Eso daba lugar a que su autonomía fuera reducida, siendo necesario repostarlos en alta mar, lo que corría por cuenta del Etappendienst.

La segunda misión era el avituallamiento de las unidades de combate, las cuales no solo eran los submarinos y los buques regulares de superficie, sino los cruceros auxiliares. También, y muy en especial, los avitualladores que jamás fondeaban en ninguna parte, a los que se suministraba combustible y víveres en el mar y que a su debido tiempo los traspasaban a las naves corsarias y a los forzadores del bloqueo, además de a los submarinos. En esta segunda misión los puertos españoles fueron los más activos del Etappendienst. La fórmula de actuación era sencilla: poco después de comenzada la guerra, un carguero que flotaba muy bajo, por ir muy cargado, ganaba un puerto español; se hacía internar y se quedaba por tiempo indefinido. Su tripulación no solo no desembarcaba, sino que mantenía el barco en condiciones de mar. Estos buques abastecían a los submarinos, a veces en el propio puerto, al que accedían en las noches más oscuras y tras acuerdo con las comandancias navales, o en algún punto de la costa, resguardados de los aviones o los destructores británicos. Los más destacados fueron el Max Albrecht, internado en Ferrol; el Bessel, en Vigo; el Thalia, en Cádiz; el Corrientes —luego llamado Moncayo—, en Las Palmas de Gran Canaria, y el Charlotte Schliemann, internado también en Las Palmas, aunque solo durante un tiempo, ya que tras los ataques aéreos norteamericanos a Gran Canaria fue destinado al índico.

No se ha computado el número de buques hundidos por submarinos, naves de combate y corsarios disfrazados que hubieran repostado en un puerto español, o tras tomar combustible, víveres, repuestos y municiones de algún avituallador que a su vez se hubiese aprovisionado en un puerto español, pero en una estimación grosso modo la cifra de dos mil buques, a lo largo de casi seis años de guerra, no resultaría disparatada.

Los aliados no llegaron a identificar ningún agente del Etappendienst establecido en suelo español. De hecho, solo llegaron a saber que hubo una vez un Etappendienst mucho después de que no solo ya no existiera, sino de que se hubiera borrado hasta la más ínfima de sus huellas.


Al terminar la Gran Guerra Inglaterra quería embargar el Yavuz Sultân Selim —para ella seguía siendo el Goeben—, pero tras cuatro años de negociaciones aceptó, en el Tratado de Lausanne —24 de julio de 1923—, que la recién fundada República de Turquía se lo quedara. El barco se hallaba semiarrumbado en la base naval de Golcük, en la bahía de Izmir. Solo funcionaban dos de sus calderas, y los impactos de las minas de 1918 seguían sin ser correctamente reparados. Lo natural habría sido desguazarlo, pero el presidente de la República, Mustafá Kemal Atatürk, lo quería conservar. No solo por lo mucho que había costado —el Imperio otomano, sin él, quizá no habría desaparecido—, sino por simbolizar el orgullo nacional de la recién nacida república. De ahí que decidiera repararlo, costara lo que costase.

Dado lo impensable de llevarlo a un dique seco extranjero, por el riesgo de que zozobrara, el gobierno turco encargó en 1926 al astillero alemán Lübeck Flender Werke AG la construcción de un dique flotante de 26 000 toneladas, y al francés Penhoet, Ateher et Chantiers de St. Nazaire, su reparación y modernización, en asociación con la Türk Deniz Kuwetleri (Fuerza Naval Turca). Tres años después, el Yavuz Sultán Selim era un buque nuevo. Sus turbinas y sus calderas —reconvertidas para quemar fuel además de carbón— se hallaban aún más a punto que cuando se construyó, sus sistemas de tiro eran los más avanzados de la industria, y para que desempeñara mejor su papel de buque insignia se le cerró el puente de maniobra, lo que mejoró tanto su funcionalidad como su aspecto. Tras eso se dedicó a mostrar la bandera en el Mediterráneo. Atatürk quería poner de manifiesto que la joven república laica era muy distinta del musulmán Imperio otomano; para ello tomó muchas decisiones de gran calado, como hacer que los turcos tuvieran apellidos o implantar el alfabeto romano; una de tipo menor fue simplificar el nombre del buque insignia de su flota, que pasó a llamarse Yavuz a secas. Jamás volvió a combatir, si bien recibió artillería antiaérea norteamericana durante la Segunda Guerra Mundial, así como un esquema de camuflaje que al decir de no pocos le favorecía bastante. Al término de la guerra, y tras la entrada de Turquía en la OTAN, realizó sus últimos viajes diplomáticos, si bien ya era claro que su tiempo había pasado. Aun así, fue hasta 1954 el único crucero de batalla del mundo no solo a flote, sino en servicio. Ese año pasó a la reserva; ya no navegaría más, salvo remolcado. El gobierno turco propuso al alemán su recompra, para que fuera exhibido bajo el doble nombre Goeben-Yavuz. Pedía un precio simbólico, si bien el coste de remolcarlo hasta Kiel recaería en el lado alemán. Sin embargo, a finales de los sesenta no existía en la República Federal una corriente favorable a preservar símbolos del agresivo pasado prusiano; así, la oferta fue rechazada, con indisimulado pesar de la Bundesmarine. Con gran tristeza se decidió en 1973 que la única salida para el Yavuz era el desguace. Se quiso hacer con honor y solemnidad, los que merecía el buque tras haber lucido las banderas alemana, otomana y turca durante sesenta y un años. A ese fin, el vicealmirante Hilmi Firat, jefe del Estado Mayor de la armada turca, organizó una ceremonia de arriado final de su bandera que tendría lugar en el muelle de Poyraz, base naval de Golcük, el 7 de junio de 1973.

En la ceremonia participaron algunos tripulantes del Goeben, el más joven de setenta y cinco años. La mayoría vino desde Alemania en vuelo regular. Unos pocos lo hicieron en un Balkan Express no tan exclusivo como el de 1917, aunque más cómodo y veloz. Hubo uno que prefirió venir en su propio barco. A este, los ayudantes del Koramiral Firat le facilitaron amarre junto al imponente Yavuz, adecentado, baldeado y engalanado como pocas veces desde que pasó a la reserva. Le acompañaban una dama de sus años, tan elegante y tan derecha como él, y unos cuantos jovenzuelos, todos ellos con un inequívoco aire de familia. El vicealmirante ofreció a los antiguos tripulantes y a sus acompañantes, si se atrevían con las empinadas escalas del Yavuz, echar un último vistazo a su aún precioso barco. Ninguno fue más allá de la cubierta, salvo los llegados por mar, que se animaron a observar el panorama desde los ventanales del puente del almirante, y a dar un recorrido a las torres del 283 que una vez se llamaron Anna, Bertha, Casar, Dora y Emil, y que desde 1919 eran Barbaros, Imroz, Samson, Turgut e Izmir. Tras eso se celebró la muy solemne ceremonia del arriado de bandera; tres horas después —hubo discursos, entrega de recuerdos y un discreto banquete— sobrevinieron las despedidas, muy emotivas para los ancianos alemanes, pues aunque no de primeras habían terminado por reconocerse los unos a los otros, pese al más de medio siglo transcurrido desde que pasaron a bordo del Goeben-Yavuz algunos de los días más interesantes, y quizá más hermosos, de su muy lejana juventud.

Todo acaba; las ceremonias militares, también. Los venerables tripulantes del Goeben subieron al autobús que los dejaría en una trepidante Istanbul a la que apenas reconocían, y desaparecieron. El que vino en su barco, al que los centinelas presentaban armas con gran respeto, pues llevaba una Harp Madalyasi tapando el nudo de su corbata, tras despedirse del Koramiral Firat y de su Estado Mayor, se alejó rodeado de los suyos hacia su bonito velero de dos palos, matrícula de Palamós.

 

Ildefonso Arenas
Majadahonda, julio de 2018

El buque del diablo
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