Sábado, 7 de diciembre de 1912
Era un día especial en el Goeben, en el Breslau y en el Vineta. El 7 de diciembre, Sankt Nicklaus, los niños alemanes encuentran en sus zapatos los juguetes que un santo bondadoso ha dejado allí de madrugada. Los tripulantes de la MD estaban muy crecidos para pensar en juguetes, pero a más de dos tercios la infancia no les quedaba demasiado lejos, y por ello agradecían las bobadas que los contramaestres les dejaban para uso y disfrute a lo largo del día, uno en que la disciplina se relajaba un poquito, bajando a mínimos los baldeos de cubiertas y las limpiezas no imprescindibles. A eso se debía una general alegría, pese a que la mañana era de perros y el frío de Constantinopla se colaba en los huesos de los que permanecían en el exterior. Trummler, aun así, estaba cómodo en el puente de maniobra, en compañía del tembloroso Asto y de su aterido Estado Mayor, estudiando con sus prismáticos la muy armoniosa Süleymaniye Camii, la cual, encaramada en la más alta de las colinas de la ciudad vieja, presidía como una diosa pétrea el embrujado panorama de Istanbul bajo la nieve. Se le veía contento. Berlín había contestado a su petición de dos días antes, la que transmitió una vez puesto al corriente por su oficial de información. La respuesta de Tirpitz, recibida minutos antes, decía lo siguiente:
«Se acepta la sugerencia del KA Trummler. Las tropas de Kumkoy reembarcarán en el Vineta para ser llevadas a Imbross, donde serán desembarcadas. El Goeben seguirá en Constantinopla, pendiente de las novedades y en comunicación con el embajador Wangenheim y el agregado naval Humann. AvT».
El Nachrichtenoffizier también estaba contento: acababan de llegarle las dos primeras cartas de Queralt, en sobres oficiales del consulado imperial en Barcelona. Temía encontrarse con palabras cautelosas, propias de una señorita cuya loca pasión, si para ella lo había sido —tampoco fue para tanto, reconocía con ecuanimidad—, estaría desvaneciéndose, pero no. Queralt era tan expresiva por escrito como de palabra, tanto que había debido de quedarse a milímetros de mandarle, como anexo a su impecable caligrafía, un ejemplar de sus bragas empapadas. Constatarlo le produjo una gran alegría, la de ver que aquel sueño de Barcelona seguía vivo, aunque también le hacía sentir cierta incomodidad. La de saberse infiel. Cierto que, según la opinión más extendida, irse de putas tras un mes embarcado no contaba como infidelidad, pero aun así sentía una dolorosa sensación de culpabilidad, agravada por haber repetido al día siguiente, acompañado de Mutz. A título de disculpa se dijo, inspirado por su práctico amigo, que sus respectivas «chicas» no tenían la menor idea de lo que aquellas bailarinas de los bajos dominaban, y que acceder a su sabiduría les permitiría, en el futuro, sugerirles determinadas pautas operativas en las camas, los baños, las butacas, las sillas, tumbadas, en pie, arrodilladas o en cualquiera de las infinitas formas en que aquellas otomanas prodigiosas demostraban su dominio del oficio. En lo que no podrían adiestrarlas sería en bailar como ellas, meneando sus caderas de una forma cuyos precarios conocimientos de fisiología femenina encontraban imposible, aunque según Humann ya existían academias especializadas en el muy turco Friedrichstädt[13]. A su cínico juicio, era una mera cuestión de tiempo que las alemanas más listas aprendieran a bailar como las turcas.
La segunda carta incluía un dato específico: Meritxell, la belleza de la familia, se casaría el 26 de enero en la catedral de Barcelona con el capitán de corbeta don Pascual Moreno. El banquete nupcial se celebraría en el Hotel España, donde la feliz pareja pasaría su noche de bodas, para iniciar al día siguiente un interminable viaje nupcial por Francia, Suiza, Austria e Italia, y cuyo punto culminante sería la Ciudad del Vaticano, donde a mediados de abril visitarían a Su Santidad el Papa Pío X y recibirían la bendición apostólica, esa que toda pareja de recién casados necesita para disfrutar una vida exenta de pecado. Todo eso, explicado en términos un punto sarcásticos, lo acompañaba con una invitación firmada por los padrinos, donde había escrito «daría lo que me pidieran por tenerte a mi lado ese día», cosa que le provocó una cierta confusión, la de no saber si su chica estaba enamorada tan perdidamente que rondaba la demencia o, por el contrario, era una cursi de muchísimo cuidado. El tiempo lo diría, se contestaba preguntándose, al tiempo, si a Mutz le quedaría fuelle para una misión de caza y descubierta por las seductoras callejuelas de Beyoğlu.