Sábado, 24 de octubre de 1914

Souchon cenaría con Enver Paşa. De ahí que repasara con Buße y Wichelhausen el despliegue del Sonderkommando Türkey, como insistían en llamarlo algunas de las recientes incorporaciones, a las que no terminaba de penetrar en sus duras cabezas prusianas que Türkey —Turquía— no existía. Existía el Osmanisches Reich —Imperio otomano—, y mejor harían si hablaran con propiedad, para no herir la delicada susceptibilidad de sus a menudo incomprensibles aliados. En realidad, tampoco eran sus aliados. No aún. Existía un acuerdo firmado por Bethmann-Hollweg y Said Hahm de cuya existencia sospechaban los embajadores francés e inglés, aunque sin pasar de ahí, ya que seguía siendo secreto. Una parte de la cabeza de Souchon ardía en deseos de que la tal alianza dejara de ser secreta, pues eso significaría que los otomanos al fin se lanzaban por el sendero de la guerra. La otra parte no cesaba de advertir que la marina otomana estaba lejos de poder hacer frente a la rusa, por mucho que tampoco esta valiera gran cosa. De ir a la guerra, el peso de las operaciones recaería en el Yavuz Sultán Selim y en el Midilli. Eso impediría buscar combate, pues si bien el primero era muy superior a cualquiera de los cinco acorazados del almirante Andréi Augustovich Eberhardt; este, muy sensato, los mantenía siempre juntos, consciente de que por separado serían patos sentados para el crucero de batalla otomano-alemán.

El hecho de que los Paşas, conocidos junto a Halü Bey como «Partido de la Guerra» —el «de la Paz» era el del gran visir—, no se hubieran animado a dar el paso, no impedía que Alemania cumpliera sus compromisos. El primero, los refuerzos, se cubrió con generosidad. Entre los últimos días de agosto y los primeros de septiembre llegaron por tren, vestidos de civiles, 290 suboficiales y soldados de artillería, quince oficiales y dos almirantes. Estos eran de grado superior al de Souchon, aunque a efectos prácticos el poder seguía en manos de este, pues había sabido ganarse la confianza personal de Enver Paşa y de Talat Paşa, y eso, en el universo musulmán, era más decisivo que las relaciones jerárquicas. Con Cemal Paşa, el ministro de Marina, no le había ido tan bien, por ser el menos inclinado de los tres a vincular el destino del Osmanisches Reich al del Deutsches Reich, por apenas hablar alemán —con Souchon se comunicaba en inglés— o por haber mantenido demasiado tiempo una estrecha relación con el caballeroso Sir Arthur Limpus, el cual se vio forzado a regresar a Inglaterra el 16 de septiembre tras una muy abrupta reunión entre un Souchon deliberadamente dispuesto a no ser delicado —contra su tendencia natural— y un Cemal Paşa muy quejoso de verse acorralado por el almirante alemán, sobre todo a partir de que este manifestara que de ningún modo realizaría su trabajo en presencia de la Misión Naval británica.

El Konteradmiral Johannes Merten tenía cincuenta y siete años y llevaba cuatro en la reserva naval. La demanda de refuerzos de Souchon coincidió con una gran escasez de altos mandos que poseyeran el perfil adecuado y que se hallaran disponibles, pero alguien se acordó de un Konteradmiral en la reserva relativamente joven y al que quizá le apeteciera volver al servicio activo en un lugar tan exótico, sugestivo y de clima tan templado como los Dardanelos. Las en apariencia formidables fortalezas que los defendían estaban en un estado lamentable, pero Merten no tardó en demostrar que dominaba su oficio. Los viejos e inútiles cañones otomanos fueron devueltos a la vida por los eficaces artilleros que Merten se trajo con él, se instalaron numerosos puestos de observación, y se repartieron por doquier nuevas y muy eficaces direcciones de tiro. Eso se hizo al tiempo de adiestrar a unos oficiales, suboficiales y artilleros otomanos que, para sorpresa de Merten y de sus oficiales alemanes, se mostraban disciplinados y ávidos de demostrar que no eran los escandalosos, decadentes, decrépitos y arruinados que decía Mr. Churchill —«scandalous, cumbling, deaepit and penniless»—, sino unos tipos muy valientes a los que bastaría un adecuado adiestramiento para ser tan eficaces como los prusianos. Su aplastante despliegue de competencia le sirvió para ganarse la confianza del ministro Enver Paşa, que si de algo sabía era de artillería. Tal cosa quedó demostrada con su nombramiento, el 28 de agosto, de general en jefe de Artillería. Con esa designación, tres de los puestos decisivos en las fuerzas armadas quedaban en manos alemanas: la infantería (Liman von Sanders), las fortalezas de los Dardanelos (Merten) y la marina (Souchon).

El Vizeadmiral en la reserva Guido von Usedom tenía sesenta años, aunque no era un hombre olvidado, ni en la KM ni en el entorno del káiser, con quien mantenía una estrecha relación desde que mandara, de 1902 a 1904, el SMS Hohenzollern. A eso se debió que desde nada más sellarse los acuerdos entre los imperios alemán y otomano se pensara en él para el Bósforo. Aun así, su misión en Constantinopla, iniciada el 25 de agosto, pronto se vio que no era de meter las manos en el barro. Actuaba más como un coordinador entre Liman von Sanders, Merten y Enver Paşa —este le sabía muy próximo al káiser Wilhelm—, y también como un embajador militar —Wangenheim no quería salirse de la política y la diplomacia—, representando al káiser ante el gran visir y, alguna vez, el sultán. En el plano formal era la cabeza del despliegue militar en el Osmanisches Reich, si bien los tres mandos —Souchon, Merten y Liman von Sanders— actuaban con independencia. La misión de Souchon, en particular, le hacía operar muy por fuera de lo que dijeran sus colegas, los cuales, a fin de cuentas, estaban en el Osmanisches Reich para mejorar su capacidad defensiva. Souchon estaba para empujarlo a la guerra. Su objetivo no era contribuir a la grandeza de los otomanos. Era reducir la presión de Rusia en los frentes del este, contra Alemania en Prusia Oriental y contra Austria-Hungría en Galitzia. Lo que pasara después con el Imperio otomano le daba igual, y no por falta de humanidad o sensibilidad. Sucedía, simplemente, que no era su problema.

El primero de los suyos, y mientras no lo resolviese no podría encarar los demás, era poner en facha las pocas unidades de su muy humilde flota. La principal preocupación era el Yavuz Sultán Selim, con el que habría de agredir a Rusia sin previa declaración de guerra y provocar así que Rusia la declarase. La operación podría implicar un combate con los acorazados rusos, y para esquivarlos debería contar con su velocidad máxima. Los tubos que a finales de agosto llegaron de Alemania eran por fin los adecuados, y los caldereros enviados con ellos eran de veras expertos, pero el hecho era que, aun habiendo salido el 3 de octubre al mar Negro, en ejercicios de tiro, la mala mar impidió pasar de dieciocho nudos. Seguía sin comprobar, así pues, que su nave insignia daba los veintiocho y medio requeridos. Su segundo problema era devolver sus otros buques a un aceptable nivel de operatividad, para lo cual reforzó sus tripulaciones con marinos alemanes. Von Pohl, generoso, le traspasó 32 oficiales y 130 marineros para las unidades más necesitadas, los acorazados Barbaros Hayreddin y Turgut Reis, y los cruceros Berk-i Satvet y Peyk-i Şevket, así como 48 oficiales y 64 marineros para los ocho torpederos en mejor estado. Para el otro barco no considerado chatarroso, el crucero ligero Hamidiye, no se consignaron refuerzos, porque se construyó en Inglaterra y en la KM no se sabía ni cómo mantenerlo ni cómo mejorarlo, y eso que, según los informes de Souchon, contaba con la tripulación más experimentada de los buques otomanos.

El tercero era conseguir municiones no solo para sus buques, sino para las piezas que debería Merten desplegar en las fortalezas del Bósforo y de los Dardanelos. Las reservas almacenadas en los polvorines otomanos no cubrirían las necesidades de una semana de campaña, y eso dejando de lado el estado, previsiblemente pésimo, en que pudieran estar. Necesitaba miles de toneladas de todos los calibres, las cuales no tardaron en comenzar a llegar desde Alemania, transportadas en barcazas que se llenaban en Ulm, bajaban por el Donau hasta el mar Negro y desde ahí ganaban el Bósforo, bordeando la costa cuando el mar estaba bien, y en las primeras semanas de otoño del raramente bonancible 1914 así solía estar.

El cuarto era conseguir carbón. Tras arramplar con todo el que pudo localizar, contaba con ocho mil toneladas. Las mantenía tan vigiladas como si se tratara de diamantes. Una vez comenzara la guerra el abastecimiento sería difícil. En Alemania y Austria-Hungría escasearía, y si algo le pudieran enviar sería por tren, pues la ruta fluvial, por el Donau, estaría tan expuesta que a efectos prácticos sería como si se hubiera cerrado. El Imperio otomano poseía minas de carbón, pero en la parte de Anatolia donde no llegaba su prehistórico ferrocarril. Aun siendo de mala calidad era lo mejor con lo que podría contar, y para que llegase a Ístinye o a Tuzla sería necesario enviar convoyes de colliers tan lejos como a Trabzon, así como protegerlos con escoltas de importancia, pues los rusos, a los que no tenía por tontos, sin duda se lanzarían por ellos.

Tenía más, aunque aquellos cuatro eran los más graves. Uno que fue muy acuciante se resolvió con la llegada de seis intérpretes alemanes de ascendencia turca, reclutados en Friedrichstädt. Curiosamente, los muy conservadores turcos de su Estado Mayor le pidieron que no despidiese a la única de sus intérpretes. Habían llegado a entenderse bien con ella, tanto que les daba igual que fuera una despreciable mujer. Valoraban más que fuese no solo eficaz, sino tan asombrosamente culta que les traducía por igual documentación en alemán, en inglés, en francés y en italiano, además de apañárselas no se sabía cómo para reducir a la nada las tensiones personales, las que había entre los rígidos marinos alemanes y los picajosos oficiales otomanos cuando intermediaban traductores incapaces de atenuar las infinitos matices de orgullo y dignidad que cada dos por tres afloraban entre las partes. En Orta Türkçe no había un equivalente femenino para el término «efendi», el que por sistema empleaban los otomanos en su trato con los alemanes, pero los oficiales turcos de Souchon no dudarían en usarlo para referirse a la exquisita y maravillosamente diplomática señorita Mir.

Otra preocupación era la escasez de tripulantes en los buques otomanos. La causa era el haber enviado más de mil a tripular los cada día evocados Reşadiye y Sultân Osmân-i Evvel. Al embajador Mallet se los recordaban cada vez que se veía con algún miembro del gobierno, y eso que nada más regresar a Istanbul ofreció al gélido gran visir la devolución de hasta la última libra pagada por los dos, así como la promesa de cederlos gratis a la Marina otomana cuando acabara la recién iniciada guerra, la cual, pensaba él, no debería prolongarse más allá de la próxima Navidad. Con esa medida, tomada con la oposición de un Churchill que no veía razón para tratar a los otomanos igual que a los chilenos, esperaba Sir Louis enfriar los ánimos y asegurar la proclamada neutralidad de la Sublime Puerta, pero no contaba con la gran habilidad de su colega Wangenheim para mantener enfurecidos a los recalcitrantes integrantes del Partido de la Guerra, y su buen tino para sobornar a los directores de los periódicos istanbulíes, los cuales no cesaban de recordar a sus lectores la infame perfidia del gobierno inglés. Los otomanos, y en especial los turcos, eran a juicio del glacial Wangenheim un pueblo de borregos, fáciles de arrastrar a posiciones de invencible acaloramiento. En el caso del Reşadiye y del Sultân Osmân-i Evvel no era necesario recurrir a relatos elaborados; bastaba con recordar a la indignada ciudadanía las penalidades arrostradas desde finales de 1913, cuando para liquidar los pagos pendientes el Imperio recurrió a toda suerte de medidas, algunas no graves, como loterías o rifas, otras que ya golpeaban el orgullo de los hombres, como la de convencer a las turcas de que vendieran su pelo —muchas de ellas no se lo habían cortado en su vida— y con el dinero recaudado pagar alguno de los catorce cañones del Sultân Osmân-i Evvel, aunque la más impopular aún sangraba: no pagar las nóminas de los funcionarios y los empleados del Estado desde noviembre de 1913 hasta pocas fechas antes. De hecho, solo gracias a la devolución de una primera cantidad por parte del Tesoro británico, más un préstamo del Deutsches Reich —cuatro millones de libras entre los dos—, el gobierno del gran visir pudo poner sus nóminas al día. El asunto de los acorazados fue más allá de tocar las fibras sensibles de los otomanos, según explicó Talat Paşa a Sir Louis Mallet del modo más poético. Era, más bien, como si el rey George V hubiese asestado a cada ciudadano del Imperio otomano una formidable patada en sus partes.

El 22 de agosto llegaron las tripulaciones de los dos acorazados, unas en el Reşid Paşa y otras en el Neşhid Paşa. En el segundo venía Raouf Orbay, el oficial superior de mayor prestigio en la Marina, comandante del Hamidiye en la guerra contra Italia. Souchon le recibió en el muelle, acompañando a Cemal Paşa. Si de veras era tan competente como le habían dicho, podría ser un excelente jefe del Estado Mayor de la Marina otomana, relevándole de aquel doble trabajo: ser al mismo tiempo el comandante en jefe y el responsable del Estado Mayor, algo que según la doctrina militar alemana jamás debería coincidir en la misma persona. De aquello habían pasado ya dos meses, y lo cierto era que ni Souchon a su nivel, ni Buße al suyo, se mostraban impresionados por la valía del capitán de navío Raouf Orbay. La personal no la discutían, pero la profesional, a sus muy sajones ojos, quedaba lejos de lo exigible a un teniente alemán. No obstante, y según comentaba Souchon al pesimista Buße, aquel era su buey y con él tendrían que arar —la expresión no era suya, sino de la traductora, pero le había hecho tanta gracia que no era raro que la soltara—; cuando menos le servía para no tener que lidiar más allá de lo imprescindible con la irracionalidad de la Marina otomana, la cual contaba nada menos que con ocho mil oficiales para mandar en diez mil suboficiales y marineros.

La evolución de sus diversas misiones era más lenta de lo que llegó a temer en sus momentos de mayor pesimismo. A eso se debió que, con el pretexto de insuflar moral a sus tripulaciones, organizara el 21 de septiembre un desfile naval frente a Haliç —el Cuerno de Oro; su hablar y el de sus oficiales se teñían poco a poco de palabras y expresiones turcas, en buena parte gracias a, o por culpa de, la sugestiva intérprete a sueldo de la embajada—, en la que hizo participar a la totalidad de sus naves. Les faltaba mucho para estar en condiciones de vérselas con los rusos, pero a la velocidad en que marchaba todo en aquel paraíso de la procrastinación, no veía riesgo en hacer bailar a sus barcos como si ya estuvieran listos para el combate. Aun así, una semana después empezó a pensar que se acercaba el gran día, gracias a que un destructor inglés mandó detenerse para inspección al torpedero Akhisar a una milla de la boca de los Dardanelos, en aguas jurisdiccionales otomanas. Un incidente muy serio, quizás ideado para verificar la determinación otomana de alinearse con Alemania. El embajador Mallet no estaba convencido de que tal cosa fuese a suceder —el gran visir le aseguraba que no—, por mucho que Limpus opinara lo contrario y lo hubiera expuesto así a Churchill. Un primer síntoma de que sí podría suceder fue una orden fulminante de Enver Paşa: cerrar los Dardanelos, confirmando una previa del comandante de la fortaleza de Çanakkale, el Oberst —coronel— Erich-Paul Weber. El cierre significó que una docena de cargueros rusos, atestados de trigo, se quedaron bloqueados en el mar de Mármara, sin más opción que regresar a Rusia. También dio lugar al permiso para despachar al mar Negro al Yavuz Sultán Selim, al Barbaros Hayreddin y al Turgut Reis, con una escolta de cruceros y torpederos, para realizar ejercicios de tiro, y de paso comprobar que no se veía un solo barco de guerra ruso. La interpretación de Souchon coincidía con la de Enver Paşa, con quien se reunía muy a menudo: los rusos querían evitar cualquier incidente naval que pudiera provocar el estado de guerra entre los dos imperios.

El 12 de octubre, coincidiendo con la declaración de guerra de Bulgaria contra Serbia y Rusia, Souchon quiso volver a sacar sus barcos al mar Negro, para sorprenderse ante una seca negativa del ministro de la Guerra. Después, tras comentarlo con sus hombres —para según qué cosas no contaba ni con Raouf Orbay ni con Arif Bey, y aún menos con Hakki, el aide-de-camp otomano que le había impuesto Cemal Paşa y que más parecía un espía que un Flaggleutnant[19]—, aceptó que quizá Wichelhausen tenía razón al afirmar que, habiendo cesado los éxitos alemanes en su avance sobre París, el gran visir y los ministros contrarios a la guerra tiraban de las riendas a los Paşas. La última buena noticia que le hicieron llegar, diez días antes, fue la de un gran éxito en el Nordsee: el submarino U-9, mandado por un Kapitänleutnant Weddigen que Madlung recordaba de la escuela naval, en hora y media se había cargado tres cruceros acorazados británicos, el Aboukir, el Hogue y el Cressy. En total, cuarenta mil toneladas de buques enemigos hundidos y mil quinientos marinos ingleses muertos. A eso se sumó que días después el mismo U-9 hundió un cuarto crucero inglés, el Hawke; otras doce mil toneladas de barco inglés, y con ellas quinientos marinos con los que ya no tendrían que luchar. La noticia pareció abatir las dudas que a Napoleonlik le quedaban sobre permitir operar en aguas otomanas a los submarinos alemanes, de modo que, nada más el Osmanisches Reich entrara en la guerra, una primera fuerza de cuatro submarinos emprendería el largo camino de Wilhelmshaven a los Dardanelos.

Unas cosas con otras, el 16 de octubre Souchon percibió que las dudas de Enver Paşa se disipaban. Eso no era significativo, pues era capaz de cambiar de criterio no ya de un día para otro, sino de una hora para otra, pero el caso era que se manifestaba en favor de un ataque combinado. No solo contra Odessa y Sebastopol, sino contra posiciones rusas en el Cáucaso, contra el canal de Suez y, dependiendo de cómo se reaccionara en Grecia, Bulgaria y Rumania, contra diversas fortificaciones en los Balcanes. Tras una noche de poco dormir —él y su Estado Mayor—, entregó la parte naval a Enver Paşa poco antes de la hora de cenar. Tras eso, y hasta ese 24 de octubre, se habían cruzado unas cuantas notas, siempre a través de mensajeros. De ahí venía su sospecha de que la cena de aquel día sería para mucho más que disfrutar de la mutua compañía.

El buque del diablo
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