Jueves, 14 de noviembre de 1912
El Goeben, al separarse del muelle, componía una estampa majestuosa, como reconocían las docenas de curiosos que presenciaban el espectáculo, unos en el devastado muelle de España y otros en el arrasado de Poniente. Había unos cuantos periodistas, algunos corresponsales extranjeros y hasta media docena de oficiales de marina un tanto apenados, por saber que jamás podrían mandar un buque tan formidable como esa maravilla de Goeben. También había dos mujeres, en el muelle de Poniente. Observaban, con binoculares de teatro, los airosos movimientos de una mole que a la más alta no le habrían dicho nada tres días antes, aunque ahora le parecía la prolongación natural del adorable ladrón que se había quedado con su alma. La menos alta, de facciones más armoniosas —se daba más que un aire, según Francesc Macià, su padrino, a la Madame Récamier que retratara François Gérard—, no lo veía con entusiasmo. Estaba en ese muelle menos por curiosidad que por funcionalidad, ya que después su hermana y ella irían de modistas; gracias a eso don Joan les prestó su Hispano-Suiza —el automóvil de la familia— y a Tomás, el mecánico de la familia. También gracias a eso llegaron a tiempo de presenciar la escena, pero no muy concentradas en el barco. Solo se fijaban en lo que ya sabían se llamaba puente de maniobra, donde contaban una docena de severos individuos en largas levitas azul oscuro y gorras blancas. Queralt ya sabía que la función de Rolf no era dirigir maniobras, aunque sospechaba que no estaría lejos del almirante, y ese sí que debía de andar por allí. Una sospecha fundada, ya que al poco de que se moviera el armatoste se permitió un chillido de alegría, para tras eso señalar en la dirección adecuada.
—¿Cuál es?
—Segunda fila. El más alto.
—Tú y tus altísimos. Un día te perderás por uno.
Queralt no quiso comentar que antes de pechar con un tipo tan canijo como Pascual se abriría las venas.
—¿Qué te parece?
—Pues, vaya…, no está mal del todo.
«Con un pedrusco en mitá los piños te darías tú», sentenciaba Queralt para sí en su más brutal fraseo, el de las colegialas que saltaban a la comba en la calle de Sant Gervasi tras fumarse los ejercicios espirituales con que las torturaban en la Escola de les Dames Negres, el colegio de monjas francesas donde la mejor sociedad de Barcelona enviaba sus retoñas a fin no solo de que las desasnasen, sino de que salieran de allí convertidas en unas perfectas señoritas, del tipo que redondea su virtud y su atractivo con el dominio del francés. Como alguna vez protestaba su espantada madre, Queralt quizá fuera, cuando menos de talante y de modales, el hijo varón que Dios no les había querido dar.
—Mejor será que no te hagas ilusiones. A ver si hay suerte y se te pasa pronto.
—Por ahora veo difícil que se me pase.
—¿Tan fuerte te ha dado?
—Me temo que sí.
—Pues, hija…, si hubierais hecho algo… Pero no pasasteis de daros un besito, ¿no?
—¿Por «hubierais hecho algo» quieres decir «si os hubierais ido a la cama»?
Meritxell asintió, boquiabierta; no era una señorita pacata e incapaz de llamar a las cosas por su nombre, y hasta sabía decir palabrotas en muy buen tono y con gran convicción, pero la franqueza brutal de su hermana solía desarmarla.
—Pues no, aunque no por falta de ganas. Por mi parte, desde luego. Por la suya…, intuyo que también, pero es un tipo muy formal. Muy de la vieja escuela.
—Si te lo hubiera propuesto, ¿lo habrías hecho?
—¿El qué? ¿Tirármelo?
Meritxell dudaba entre boquiabrirse de puro espanto y echarse a reír. Optó por lo segundo, aunque nada convencida.
—No puedes ser más bestia, Queralt.
Ahora reían las dos. El Goeben, por su parte, ya doblaba el muelle de Poniente, rumbo a la bocana y arrojando densas columnas de humo por sus dos robustas chimeneas. Una posición relativa ideal para que un oficial de información virase sus ojos a estribor y se le inflamara el corazón.
—Te saluda con la mano. Y sonríe.
Meritxell, concentrada en sus binoculares, lo decía sin advertir que su hermana estaba en lo mismo.
—¡Me ha visto, me ha visto!
Lo decía braceando y dando saltitos sobre sus empinados botines, lo que tenía su mérito y su riesgo. Lo primero, porque alguna vez se le había doblado un tacón, para dar en el suelo con sus huesos. Lo segundo, porque una señorita de la mejor sociedad catalana jamás debe dar saltos en los muelles, y menos saludar con alborozo a un crucero de batalla. Si algo aprenden pronto las jóvenes damas de su clase social, es lo necesario, lo imprescindible, de la circunspección. Acodado en el quitavientos del puente de maniobra, Rolf revivía los acontecimientos del día. Pretendía que no se le olvidase nada de lo que varios oficiales le habían mostrado a lo largo de la mañana y buena parte de la tarde. Las novedades, aun así, no eran excesivas. El Goeben no era mucho más que un Von der Tann alargado en quince metros y con tres más de manga. La primera consecuencia era que las cabinas de la oficialidad eran menos opresivas que las del Von der Tann. Una mejora natural, ya que la dotación de los dos buques era similar, pese a la diferencia de tamaño y arqueo: 43 oficiales en los dos casos, más 1010 marineros en el Von der Tann contra los 1019 del Goeben. El Estado Mayor del almirante no abultaba demasiado: apenas seis oficiales, a los que se sumaban uno adicional, un suboficial y dos marineros especialistas, adscritos al B-Dienst; permanecían pendientes de sus radios, para captar mensajes, descifrar lo que se pudiera y, llegado el caso, interferir las llamadas de algún barco que no se hallara lejos. En cuanto a su propia cabina, situada muy a popa, disfrutaba de un ojo de buey, privilegio muy valorado en los barcos de guerra. Gracias a eso, él y Mutz, con quien se habían caído de maravilla, podrían descansar bien ventilados, una vez lograra él acostumbrarse a las vibraciones y al rumor de las hélices girando varios metros bajo él.
El sistema de comunicaciones fue lo que más le interesó. No solo era ultramoderno, sino que poseía una inusitada capacidad de recepción. Su propósito era mantener el contacto con las unidades desplazadas a ultramar. Hasta 1871 la presencia colonial de Alemania era nula, pero la política de Bismarck determinó un crecimiento prodigioso, aunque imposible de proteger de la Royal Navy. Esto se agravaba en el caso de las últimas adquisiciones: las Carolinas, las Marianas y las Palaos. Los tres archipiélagos pasaron a ser alemanes al acabar la guerra entre los Estados Unidos y España a cambio de veinticinco millones de pesetas. Eran territorios indefendibles a poco que una hipotética guerra con la Entente durase más de unas semanas. Una guerra cuya primera consecuencia sería el corte de los cables submarinos que, partiendo del Reich, pasaban por Inglaterra. Esta no necesitaba en sus barcos radios de gran potencia, ya que la información operativa se distribuía entre sus enclaves a través de los cables submarinos; desde ahí, ya por radio, a los cruceros de la Royal Navy, presentes en todos los rincones del mundo. Para evitar que a las pocas horas de iniciarse la guerra los kreuzer quedaran desconectados de Alemania, se construyó una estación radiotelegráfica en Nauen, cerca de Berlín, en la que se instalaron equipos de onda corta de muy gran potencia. No alcanzó su plena capacidad hasta 1910, a tiempo de comunicar con el Von der Tann durante su misión en Brasil y Argentina. La experiencia fue satisfactoria, y eso a pesar de que los equipos del Von der Tann eran menos avanzados que los del Goeben. Su mayor potencia fue la sorpresa más agradable con la que se dio el Nachrichtenoffizier en su recorrido por la nave.
Siendo él de artillería era natural que dedicase a eso su mayor atención. La novedad con respecto al Von der Tann no era que los cañones de la batería principal fueran diez en vez de ocho, sino que los del Goeben medían 50 calibres, contra los 45 de los que montaba el Von der Tann. Eso significaba veintidós hectómetros más en alcance, según decía el segundo director de tiro cuando le mostraba la fabulosa Bertha. Esa era otra, la denominación de las torres. En la KM se identificaban como A, B, C, D, E y F —no había buques con más de seis— pero tal cosa solía dar lugar a confusiones, de modo que se usaban nemotécnicos. El Von der Tann empleaba nombres de gestas militares prusianas, lo que fueron Alsen, Bautzen, Culm y Düppel, pero en el prosaico Goeben se preferían los identificativos del Telégrafo Imperial: Anna, Bertha, Casar, Dora y Emil.
El Oberstabsingenieur Breuer estaba enamorado de sus turbinas Parsons y sus calderas Schultz-Thornycroft. Explicaba que fueron diseñadas para entregar 52 000 caballos en tiro natural y así dar una velocidad de 25 nudos, pero en pruebas de seis horas, recorriendo las veintiocho millas de la Kurische Nehrung, se alcanzaron 85 661 caballos en tiro forzado, dando una velocidad sostenida de 28,4 nudos, lo cual, para una maquinaria sin rodar, era un logro extraordinario. Todo eso no maravillaba demasiado a un Wichelhausen saturado de prodigios. Le bastaba con saber que si algún día debieran escapar de un crucero de batalla inglés, a veintiocho nudos ninguno les podría dar caza. Un sentimiento de lo más tranquilizador.
Sentía un gran bienestar en aquel rincón del puente, viendo pasar un mar apenas revuelto. Un sentimiento no solo provocado por saberse a bordo de un navío en verdad fantástico. En realidad, así se sentía desde que, nada más doblar el muelle de Poniente, se diese a través de sus Zeiss con la sonrisa de una Queralt que se había quedado con su alma. Eso no tenía sentido, se criticaba. Trummler dijo que no había planes de volver a Barcelona. En cosa de días Queralt se volvería un recuerdo difuso, como alguna otra chica cuya imagen ya se había disuelto en la estela de su vida. Mejor haría si se la sacaba de la cabeza. Del corazón no hacía falta. El corazón solo es una estación de bombeo. Cuando menos, el de un oficial de la KM.
Aun así, era muy agradable recrear aquellos ojos grises.
Más aún, evocar el gusto exquisito de unos labios que se negaban fieramente a ser desinstalados.
Lo peor de todo, el tacto entregado y voluptuoso de un prodigioso tafanario de pedernal, al que no le importaba que las señoritas de la más distinguida sociedad no deben dejarse palpar los cuartos traseros sin un anillo en la mano izquierda.
Mucho se temía, era verdad, que no conseguiría sacarla de su cabeza. Cuando menos, no hasta Constantinopla.