Miércoles, 29 de julio de 1914
El vicecónsul solo sabía que debía entregar a Souchon, o a quien enviase, un sobre traído desde Berlín por un suboficial. Wichelhausen, además de recoger el sobre, quería llamar a la embajada en Istanbul. El vicecónsul no puso pegas, pero explicó que desde la tarde anterior el servicio telefónico se había degradado a extremos inaceptables. Las llamadas a Istanbul debían cruzar dos países cuyo talante no estaba claro, de modo que le recomendaba volver, sentarse y esperar con su mayor paciencia. Wichelhausen, tras quedar en eso con el pomposo vicecónsul, se volvió por donde había venido. Sentía curiosidad por lo que habría en el sobre, aunque se preguntaba si Souchon lo haría saber. Igual eran órdenes ultrasecretas, y esas no se comparten. Solo se cumplen, y una podría ser ganar aguas internacionales y volar el Goeben. Dios quisiera que no fuera eso.
El sobre contenía una descripción de los efectivos de La Royale de Lapeyrère y de la BMF, levantada por el Fregattenkapitän Isendahl, jefe del Servicio de Inteligencia Naval. Era un hombre conocido por muy pocos, aunque respetado como ninguno. El sobre también contenía, para gran alegría de los tenientes Mutz, Gerlach y Heinke, los códigos encriptativos que desde hacía semanas usaba la Royal Navy en el mar del Norte, que no diferirían mucho de los empleados en el Mediterráneo. Junto a ese valioso documento había un segundo, menos detallado, que describía los usos de La Royale a la hora de codificar. Hasta pocos días antes, las costumbres en el Mediterráneo de ingleses y franceses eran de transmitir en claro, quizá porque rara vez se decían algo interesante. La MD hacía lo mismo, salvo para comunicarse con Berlín. Si, a partir de lo que sucedía desde la tarde anterior, los probables enemigos dejaban de hacerlo, ellos ya no comprenderían lo que se decían, aunque quizá lo que ponía Isendahl en sus manos les permitiera descifrarlo, primer paso para esquivarlos. Según Ackermann repetía, no había historia ni tradición de conflictos con los ingleses. Por increíble que pareciese a sus oficiales más jóvenes, Inglaterra y Alemania jamás habían estado en guerra la una contra la otra.
A lo largo del día llegaron más órdenes y contraórdenes, como profetizó Souchon. Él las examinaba todas, sin moverse de su idea de ganar Brindisi, después el Jónico y desde ahí ya se vería. El nerviosismo, si no la histeria, debía de ser grande, tanto en el Estado Mayor de Von Pohl como en el de Von Tirpitz. Se percibía que no había unidad de criterio y que cada uno tiraba de un extremo del Goeben. Una de las sugerencias más peregrinas era ganar Malta en plena noche, atravesar el Goeben en la bocana del Grand Harbour y hundirlo allí, con lo cual se bloquearía durante meses la gran base británica. Un disparate, dijeron todos, pero Souchon determinó que debían contestar con ortodoxa corrección, señalando que la próxima luna nueva sería el 21 de agosto, y a esas alturas era probable que les hubieran localizado y hundido. A la respuesta inmediata, preguntando la razón de aguardar a que fuera luna nueva, Souchon mandó contestar, con toda seriedad, que ganar Malta sin ser detectados sería imposible bajo un albedo lunar superior al uno por ciento y no bajaría de ahí antes de la medianoche del 19 de agosto.
Otra menos loca, pero no mucho, pasaba por apostarse al sur de Cerdeña, para lanzarse sobre los convoyes de tropa según navegaban hacia Toulon, o Marsella, desde los puertos de Argelia. No estaba mal, decidían, aunque mejor era lo que habían pensado ellos: ganar los puertos argelinos al amanecer de la primera noche de guerra y destruir cuantos barcos hubiese allí, Dios quisiera que ya cargados con miles de legionarios y de soldados coloniales, los cuales tendrían así el gran honor de perecer por La France. La idea de atacarlos en alta mar era viable, pero el almirantísimo disponía de siete acorazados lo bastante bien armados como para liquidar al Goeben si entraba en su campo de tiro. En cualquier caso, responder a esa orden era delicado, tanto que prefirieron decir que procedían a estudiarla, y tras eso la sepultaron en un cajón con el debido respeto.
La tercera no era una novedad, pues ya se les había ocurrido, para rechazarla tras debatirla. Consistía en ganar los Dardanelos sin haber sido invitados y, si se les negaba el acceso, abrirse paso a cañonazos hasta el mar de Mármara. Si militarmente no era imposible, aunque sí arriesgada, en el plano diplomático sería desastrosa, tanto que prefirieron archivarla.
También llegaban noticias de interés, aunque sin consecuencias operativas. La principal, de la que supieron a mediodía, era que Rusia movilizaba sus ejércitos, tanto los desplegados frente a Prusia Oriental como los destacados en la frontera de Galitzia. Eso significaba que al día siguiente habría guerra entre Viena y Moscú, y al otro pasaría lo mismo entre Moscú y Berlín. Para que se declarara entre París y Berlín haría falta un día más, o dos, o hasta tres. Eso significaba que, siendo aquella la tarde del 29 de julio, la guerra entre Francia y Alemania se declararía quizás el sábado 1 de agosto, y con más probabilidad el domingo 2 o el lunes 3. Considerando esas fechas como hipótesis de trabajo, se trataba de fijar una ruta y unos horarios que les permitieran situarse frente a Bonê y Philippeville, los puertos argelinos donde pensaban desatar la gran carnicería, sobre las tres de la mañana del martes 4 de agosto de 1914.
Wichelhausen apenas pudo hablar dos minutos con Humann, aunque fueron suficientes para saber que los Paşas estaban decididos a llegar hasta el final; si para eso debían cargarse al gran visir lo harían. La fuente Q se había secado, al cesar el tráfico telefónico a través de Austria-Hungría. Por lo demás, la fuente Q estaba muy bien. Mucho se temía Humann, eso sí, que aquella breve charla sería la última entre los dos en tanto no hablaran en persona. De todos modos, y si al día siguiente seguían en Trieste, si podía intentarlo que le llamara.