Martes, 4 de agosto de 1914
Souchon había entregado sus órdenes a Kettner y Ackermann, por escrito, aún en Messina. Como buen profesional de la guerra, detestaba mandar de palabra si se trataba de asuntos importantes. Las que dio, minuciosas y precisas, especificaban que los dos cruceros se acercarían a los muelles de Bonê —el Breslau— y Philippeville —el Goeben—, a las 03:30, bajo bandera rusa; solo tras haber fijado la puntería romperían la canasta de la bandera de combate y abrirían fuego contra los buques enemigos, los edificios, los tinglados, los almacenes y los depósitos de combustible, si se conseguía identificarlos, ya que la luz del alba no garantizaría una correcta valoración, aunque a cambio dificultaría la puntería de las piezas enemigas, que las habría. Por último, que no perdieran tiempo en duelos artilleros con las defensas francesas. Terminado el bombardeo, fijarían un rumbo al oeste mientras estuvieran a la vista del enemigo, dando a entender que seguían hacia Gibraltar, para media hora después virar hacia el cabo Spartivento y allí esperarse mutuamente, para regresar a Messina bordeando la costa norte de Sicilia.
A las 03:00, cuando ya se insinuaba una tenue claridad hacia el este, sobre un mar liso cual espejo, Mutz mostró a Souchon un mensaje de Lapeyrère dirigido a Milne, redactado en francés y enviado en claro. Le recomendaba vigilar los movimientos de la Regia Marina y bloquear el canal de Otranto. De lo que sucediera en el tramo del Mediterráneo comprendido entre Toulon, Mallorca, Cerdeña y Argelia, ya se ocupaba él.
Poco después Mutz tendía dos mensajes, en francés. Del acorazado Danton al crucero Descartes, y viceversa Sonaban igual de lejanos, más allá de la línea Mahón-Oristán. Tomándolo con la debida reserva, era consistente con que Lapeyrère no desplegaba sus cruceros en búsqueda de amenazas. «¡Bien por el almirantísimo!», exclamó Souchon entre sonrisas. No muchas, pues ya veían las luces de Philippeville. El plan era ganar el puerto viniendo del este, dado que la línea costera seguía una traza norte-sur. La visibilidad, para el Goeben, sería excelente, lo contrario que para los franceses, cegados por el sol naciente. Se hallarían a ciento noventa hectómetros del bastión que tomaban como referencia cuando vieron salir un barco no muy grande, seguido de otro cinco minutos después. No eran de guerra, y si transportaban tropa debían de ir medio vacíos, pues mostraban buena parte de su obra viva. Souchon ordenó esperar a cubierto de la oscuridad, no fueran a ser neutrales. Hundir un buque neutral amarrado en un puerto enemigo no era inadmisible, pero no si ya estaba en el mar. A las 04:10 los barcos misteriosos se habían alejado lo bastante como para dar ellos avante y ocupar la posición ideal, a ciento treinta hectómetros de la bocana del puerto. Ya eran las 05:08 y el sol recién aparecido iluminaba con deslumbrante nitidez la horrenda Philippeville. Por el contrario, para quienes les observaran desde tierra el Goeben sería, todo lo más, una mancha borrosa escondida en el sol.
El Kapitänleutnant Knispel, que se moría de ganas, pronunció las palabras mágicas:
—Klar zum Feuer eröffnen[16]!
Ackermann no miró a Souchon. Él era quien mandaba en el Goeben. Souchon, en ese momento, solo era un invitado de lujo.
—Feuer frei[17]!
El Goeben montaba en cada banda seis piezas LK/45 de 150 mm y 45 calibres; disparaban granadas perforantes, incendiarias y explosivas, todas del mismo peso: 45,3 kg. Para Philippeville prescindía de las perforantes. En veinte minutos, las seis piezas de cada banda dispararon treinta y seis andanadas completas, dieciocho por banda, lo que traducido a cifras supuso más de nueve toneladas de acero muy fragmentable y explosivo potentísimo, arrojadas a más de ochocientos kilómetros por hora en un área de ciento cincuenta metros de profundidad y dos mil de anchura. El resultado fue un purgatorio de incendios incontenibles, en verdad grandiosos. Sin embargo, no había en el puerto barcos de transporte con aspecto de llevar a bordo legionarios o tropas indígenas. La gloria jamás es completa, de modo que Souchon, al mandar retirarse, lo hizo con la frustración de no haber podido achicharrar unos cuantos regimientos de infantería colonial. Si algún día se lo reprocharan, no le quedaría otra que contestar: «Se hizo lo que se pudo».
A las nueve de la mañana el Goeben y el Breslau se identificaban el uno al otro, quince millas al sur del cabo Spartivento. El reconocimiento fue fácil, pues la silueta del Goeben de ningún modo recordaría la de un acorazado francés, y la del Breslau, con sus cuatro altas chimeneas en candela, no tenía parangón en ningún barco de su porte que flotara en el Mediterráneo. Así, tras un breve diálogo por semáforo, iniciaron a veinte nudos, rumbo 0-9-0, el camino de Messina. En las carboneras del Goeben quedaban 1250 toneladas de carbón. Con eso podrían cubrir las 300 millas hasta Messina en quince horas. Tendrían otras veinte para traspasar al Goeben las mil y pico que dejaron en el General. Tras eso se harían a la mar, ganarían el Jónico de noche cerrada, bien ceñidos a la costa, y desde ahí ya se vería. En ese momento, las 09:15, se sabían en guerra con Francia, pero no con Inglaterra, pues en otro caso ya lo habrían comunicado, Von Pohl o Von Tirpitz.
A las 09:30 el Breslau, que marchaba en cabeza, señaló por semáforo dos penachos de humo. Los que fueran venían de vuelta encontrada y a buena velocidad, de modo que la sospecha de Ackermann, acorazados franceses, no tardó en evaporarse. Una nueva señal del Breslau les sacó de dudas: palos trípodes, grandes cofas. El sello de los cats, el apodo con que Jack Fisher cristianó a la creación que glorificaba su carrera: los battlecruisers. Poco después los veían los serviolas, y a no tardar se medían con los telémetros estereoscópicos Zeiss de la dirección de tiro —muy superiores a los de coincidencia Barr & Stroud que montaban los ingleses, opinaban quienes podían comparar—; Souchon no sabía si ya estaban en guerra con la BMF, aunque asumió que sí, ordenando al Breslau, por radio y en clave, que se alejase diez millas al norte y ahí volviese al 0-9-0. Si había que combatir no quería dejar una presa fácil entre los dientes del inglés. Por entonces lucían colores alemanes, aunque no los de Souchon; la distancia en que se cruzarían con los ingleses, ya parcialmente identificados —el de cabeza podría ser el Indomitable o el Inflexible, pero el otro era el Indefatigable—, no subía de ochenta hectómetros. Mejor no dar muestras de cortesía, como izar el gallardete del almirante, saludar con banderas o transmitir por semáforo un mensaje de buenos deseos. En las condiciones que vivían, elevar banderas de salutación se podría confundir con izar el pabellón de combate, y el destello de un semáforo se podría tomar por el fogonazo de un cañón. Mejor no arriesgarse, y más a la vista de que los ingleses hacían lo mismo. Pasaban de largo sin mostrar gente sobre las cubiertas, como pasaba en el Goeben; eso significaba que se hallaban tan en zafarrancho de combate como ellos. Tendrían cargadas las piezas, y sus directores de tiro cantarían las distancias como lo hacían los suyos, pero sin mostrar gestos hostiles, empezando por mantener orientadas a crujía las torres de su batería principal. Lo que no se podía ver era si llevaban los cubrebocas puestos. En el Goeben se habían retirado en Messina, pues se suponían en guerra, pero el estado administrativo de los ingleses no era ese, pues en otro caso habrían orientado las piezas hacia ellos.
Marchaban a no menos de veintidós nudos, informaba la dirección de tiro. En cosa de minutos se quedaron muy atrás, aunque al llegar a seis millas comenzaron a virar y a separarse, de modo que a las 09:50 les perseguían con descaro, el Indefatigable abierto al norte y el Indomitable, que ya lo habían identificado, al sur. Navegaban con los cubrebocas retirados. Inglaterra y Alemania no estaban en guerra, pero quienes mandaban esos barcos contaban con que lo estarían dentro de muy poco.
Mutz indicaba que uno de los dos transmitía un largo mensaje codificado, aunque la palabra GO se repetía.
—El Indefatigable lo manda el capitán Charles FitzGerald Sowerby. Le conocimos en diciembre, en Alejandría. El comandante del Indomitable es el capitán Francis William Kennedy. Cincuenta y un años. Más antiguo que Sowerby; seguramente hace de comodoro. Es de los más expertos capitanes en activo.
—Gracias, Wichelhausen. ¿Se darían un aire a Milne?
—Kennedy, no. Si pudiera, no dudaría en abrir fuego.
No siempre iban a encontrar marinos de salón, se decía Souchon justo antes de tocar el hombro de Ackermann.
—Está claro que nos van a perseguir hasta una de dos: que les den permiso para disparar o que los dejemos atrás. Prefiero lo segundo, y supongo que usted también. —Ackermann asintió—. Hable con Breuer; necesitamos que haga volar al Goeben. Que ponga todos los fogoneros que tenga, y que pida refuerzos si le hacen falta, pero que no bajemos de veinticuatro nudos.
Ackermann se cuadró y se lanzó escaleras abajo. Souchon volvió a fijar sus prismáticos en el Indomitable, donde con toda probabilidad habría un capitán Kennedy haciendo lo propio.
—Gerlach: mensaje a Von Pohl y a Von Tirpitz. Perseguidos por Indomitable e Indefatigable. Por ahora no disparan. Latitud, longitud, rumbo y velocidad. Envíelo cuanto antes.
El mensaje de respuesta, firmado por Von Tirpitz, llegó a las 11:30. La situación con los perseguidores era la misma, pero las mediciones telemétricas decían que de noventa hectómetros se había subido a noventa y cuatro. El retraso, además, no era el mismo en los dos buques; el Indefatigable, por la razón que fuera, ya estaba en noventa y seis. Si la menor velocidad de los ingleses era sistemática, en siete horas estarían fuera de su alcance artillero, y en cuatro más no se verían ni sus humos.
Faltaba mucho para eso, de todos modos. Faltaba, también, un tercer crucero de batalla, que a saber dónde andaría, pero de momento interesaba más la respuesta de Von Tirpitz:
«Embajador inglés presenta a las 11:00 ultimátum inaceptable, con expiración a sus 23:00, medianoche del Reich. Desde las 00:00 horas considérese en guerra con la BMF. AvT».
Nadie hizo comentarios, aunque ninguno dejó de mirar su reloj. Las doce menos veinticinco. Si el capitán Kennedy fuera de la escuela de Nelson abriría fuego, como en la célebre ocasión en que aquel orientó su catalejo al buque insignia, para después afirmar que no vio la orden de retirarse, cosa muy lógica porque había mirado con el ojo que le cegaron en Córcega; tras eso siguió adelante contra la flota enemiga refugiada en Copenhague, persiguiendo la victoria y la gloria. Kennedy no parecía del mismo pelaje, cosa que ninguno de los oficiales que rodeaban a Souchon le reprocharía.
—¡Humo al 1-8-0!
Todos en el puente de maniobra miraron al sur.
—¿La hora?
—Una y treinta y cinco.
—¡Crucero ligero de cuatro chimeneas, tipo Town!
La voz venía del vigía instalado en la diminuta cofa del mástil principal. Los Town, de los que había cuatro en la BMF, eran difíciles de distinguir unos de otros, pero eso no importaba. El alivio en el puente venía de saber que no era el Inflexible.
—El Town transmite con el indicativo del HMS Dublin.
Souchon, pensativo, tardó un minuto en reaccionar.
—Ackermann, que se nos una el Breslau, a proa, por si se nos cruza el Dublin. ¿Cómo vamos de carbón?
—Si conseguimos mantener los veinticuatro y un tercio, llegaremos a Messina con cien toneladas.
—¿Fugas?
—Por ahora no demasiadas. Se cierran las espitas, se anula el tubo y ya está, pero la presión general disminuye. Si no perdiéramos más de treinta tubos, y es probable que así sea, nos mantendríamos en los veinticuatro nudos.
Mutz se les acercó. Solía enviar a un marinero-mensajero, pero cuando el asunto era importante prefería personarse.
—Hemos cazado un mensaje de no sabemos quién. Está en claro y en francés. Dice que el Indefatigable se dejó en Malta cien fogoneros que no llegaron a tiempo al barco.
Souchon se dijo que, con una guerra inminente, él no habría dado permiso a cien fogoneros; una irresponsabilidad muy propia de un Milne o un Sowerby. Seguía pendiente de sus perseguidores. Cabeceaban bastante, pues la mar se rizaba por momentos. Levantaban tremendas ondas de cabeza, y el de más a babor de vez en cuando encapillaba un buen cáncamo, por marchar un tanto desequilibrado. Si su razonamiento era correcto, no deberían tardar en abandonar la caza. Por eso habrían llamado al Dublin, para que no les perdiera de vista cuando ellos se retiraran. Este, a su vez, no cortaba el rumbo del Goeben, sino que se situaba un punto abierto por el través del Indomitable.
—El Breslau se nos incorpora.
—Estupendo. ¿Qué tal los hombres, ahí abajo?
—Es un infierno. Se han habilitado turnos de media hora, porque los fogoneros se mueren. Respiran chispas y ceniza, más que aire. Se renueva con ventiladores, pero son insuficientes. Ya tenemos tres quemados, por chorros de vapor hirviente al estallar algún tubo, aunque no están en peligro. Me temo, aun así, que llegaremos a Messina con unos cuantos muertos.
Souchon torció el gesto, disgustado. A menor velocidad no pasaría eso, pero a menor velocidad llegarían a Messina después de medianoche, si llegaban, porque los cruceros ingleses abrirían fuego justo a esa hora. Resultaba doloroso, pero no tenía más remedio que ordenar el sacrificio de aquellos pobres diablos, esos cuyo fin en esta vida era escaldarse vivos.
—Quiero bajar a verlos.
—Se pondrá perdido. Herr Konteradmiral. Además, donde más falta nos hace usted es aquí.
—No lo dudo, pero los hombres merecen ver a su almirante pasándolas tan putas como ellos. Y a usted también.
Buße procedió a cuadrarse, a falta de mejores palabras, si bien a Wichelhausen le pareció que sin el debido entusiasmo. Para según qué, Trummler debía de parecerle preferible.
—El Indefatigable ha desaparecido.
Souchon volvió a empuñar sus Zeiss mientras Buße le miraba de reojo, con expresión de «a ver si así se le pasa». Efectivamente, ya solo había un crucero de batalla inglés, y a ojo de buen marino le pareció que algo más lejos de cien hectómetros. Solo el Dublin insistía en morderles los calcañares.
—¿A cuánto estamos del meridiano de Favignana?
—Algo menos de una hora.
—Bien. Ackermann, ceñidos a la costa. Creo que los ingleses no se quieren adentrar en aguas italianas. Si se van, o si se abren más de cien hectómetros al norte, será la confirmación.
—¿Nos aportaría eso algo?
—Sí. Que no nos seguirían hasta Messina. No nos verían fondear. Con suerte, tampoco aparejar. ¿Vamos, Buße?
Si un defecto tenía Souchon era que ni se le olvidaba nada ni se dejaba distraer. Media hora después ya estaba de regreso, con Buße. Ackermann, que había bajado con ellos, seguía en las entrañas del barco. Reclutaba hombres no esenciales para la defensa del buque, oficiales incluidos. Gracias a eso, y al cabo de quince minutos, el Nachrichtenoffizier se vio barriendo cenizas incandescentes, en compañía de algunos otros alféreces y tenientes que hacían lo mismo, todos ellos descamisados, ennegrecidos y sudorosos. A él no le incomodaba tan infernal trabajo, por mucho que la tos de su faringe irritada le hiciera pensar que acabaría escupiendo los pulmones, una profecía que no se le ablandaba pese a los frecuentes tragos de buena limonada que les servían, aterrados, los niños de las cocinas. Tampoco le arredraba el penetrante zumbido de las turbinas, ni la terrorífica vibración de los mamparos, ni el frecuente siseo de alguna fuga de vapor. Esto daba lugar a que algún suboficial se lanzara sobre la espita de seguridad del tubo desertor, aunque a veces llegaba tarde y una ducha de vapor recalentado a muy alta presión alcanzaba de lleno la cabeza, o el pecho, de algún fogonero desdichado. Habían sacado en angarillas un par de ellos, solo de aquella cámara de calderas III, y los que aún saldrían, pero el Nachrichtenoffizier, aun así, no maldecía el estar allí. Se trataba de no bajar de veinticuatro nudos, y si el precio era ese lo pagaba con gusto. Lo que fuera, con tal de volver a disfrutar el tacto exquisito de las sábanas de satén del Pera Palas Oteli.
Con el cabo San Vito por el través vieron al Indomitable dar media vuelta y desaparecer. Ya solo les seguía el Dublin.
—El Dublin transmite posición y velocidad.
El que informaba era Gerlach, primer oficial de comunicaciones; no era su turno, pero el que debería estar allí, Heinke, paleaba carbón de los búnkeres exteriores a los interiores, para que allí otros desgraciados los llevaran a la cámara de calderas que pillara más cerca. El trabajo de fogonero era horrible, aunque preferible a palear carbón desde los búnkeres exteriores, pues la ventilación era mínima, el polvo lo impregnaba todo y el riesgo de asfixia no tenía nada de teórico. Ya llevaban un muerto, un señalero llamado Westphal; jamás habría podido imaginar que acabaría sofocado en las profundidades del barco, cuando su puesto estaba en la cubierta más alta.
—Kennedy habrá pensado que a sus 23:00 ya estaremos muy dentro de aguas italianas. Si para él y para Milne ya es claro que no podrán atacarnos antes de que venza el ultimátum, lo normal será que vayan a carbonear al puerto más próximo. Malta está demasiado lejos para que vuelvan mañana, si quisieran ocupar una posición entre nosotros y los franceses. ¿Hay algún sitio más cercano donde puedan carbonear?
El ennegrecido Nachrichtenoffizier —tres turnos de veinte minutos con dos descansos de diez era lo señalado para los fogoneros, titulares y de fortuna— estaba para informar, y eso hizo:
—Yo diría que Bizerta. En Túnez.
—¿A cuánto está de aquí, del cabo San Víto?
A eso contestó el capitán de corbeta Zirzow.
—Ciento cuarenta millas. Herr Konteradmiral.
—A veinte nudos, siete horas para ir y siete para regresar. Dedicando diez a carbonear, mañana estarán por aquí a estas mismas tres de la tarde. Si bajamos a dieciséis nudos, ¿a qué hora llegaríamos a Messina?
—Sobre las doce y media.
—Siendo así, da igual llegar a medianoche que al amanecer, porque no podremos carbonear en plena noche. Ackermann, reducimos a 16. En Cefalú, a 14. Cuando veamos las Lípari, a 12. Si el Dublin desaparece, a 10. Mensaje al General: que se preparen para traspasarnos todo el carbón que les quede, y que manden a la Hugo Stinnes comprar el que puedan a los almacenes del puerto. Si pasado mañana doblamos el cabo Matapán preferiría que nos quedaran no menos de mil toneladas.
Aún no habían hablado de los planes de Souchon una vez dejaran Messina, pero los acababa de anunciar. Dejar atrás el cabo Matapán solo significaba una cosa: Istanbul.
Medianoche. La hora de pegarse con los ingleses. No había ninguno a la vista, pues el Dublin desapareció con las últimas luces del día, pero su radio indicaba que no estaba lejos y que con razonable seguridad pasaría la noche frente a la entrada norte del estrecho de Messina. Souchon, Buße, Ackermann y los demás oficiales en el puente alto —preferían seguir allí; la noche no podía ser más de idílico verano mediterráneo—, pensaban en sus opciones una vez echaran el ancla en la gran rada de Messina.
Navegaban en soledad desde media tarde, ya que Souchon ordenó a Kettner que se adelantase, a fin de conseguir que desde nada más amanecer todo estuviera listo en la Hugo Stinnes. Por lo demás, seguían en el olvido de Von Pohl. Solo les había preguntado por su estimación de llegar a Constantinopla. Souchon se limitó a contestar que no estaba en condiciones de pronosticar, pues ignoraba qué clase de oposición encontrarían en el Jónico. Si consiguieran desembarazarse de la BMF necesitarían carbonear a media travesía, y no sabían ni dónde ni de quién. Por lo demás, la moral de la MD seguía muy alta.