Miércoles, 24 de diciembre de 1913

Llevaban cinco días en Izmir, y allí seguirían hasta celebrar el nuevo año. Izmir tenía un cuarto de millón de almas, de las que más de la mitad eran de ascendencia griega. Una primera consecuencia era que había consulado alemán. Una segunda era que la mitad de los habitantes eran cristianos. A eso se debía que Souchon la eligiera para pasar la Navidad, tras establecer un programa de bajadas a tierra que a las tripulaciones, tras dos meses de vagabundear por el Egeo, les alegró bastante. Reinaba el buen humor, estimulado por la excelente relación que sostenía el almirante con las dos tripulaciones, la del Goeben y la del Breslau, en este había hecho algo que a Trummler jamás se le ocurrió: quedarse a dormir un par de noches, inspeccionando el navío tan a fondo como hizo con su Flaggschiff. En el Goeben se le veía por todas partes, aunque sin ocupar el espacio del Kommandant. Su comportamiento, fuera de su cámara, era el de un pasajero distinguido. Souchon había estado embarcado casi toda su carrera, y conocía los malestares de los «buques blancos». De ningún modo provocaría que allí, en el Goeben, pasara lo usual, aunque sin renunciar a dejarse ver en los sollados, y no de almirante con bicornio, sino tocado con un sencillo mütze o gorro cuartelero. En sus paseos por el barco, siempre acompañado de Buße, paraba donde le daba la gana y hablaba con cualquiera, lo mismo con un maquinista que con un carbonero, un repostero, un serviola o un artillero. Una sencillez de trato consistente con su nada estirado aspecto: más bien bajo, bastante cuadrado, de gran cabeza pero de rasgos no aristocráticos, y aire general tirando a desgarbado. Le habían visto llegar luciendo un poblado bigote, pero a los pocos días les sorprendió verle impecablemente rasurado. Ni dijo por qué ni nadie osó preguntárselo, aunque a partir de Sankt Nicklaus volvió a dejárselo crecer. En aquella víspera de Navidad la pelusa que asomaba sobre su labio superior hacía pensar en un felpudo adolescente, porque a proyecto de mostacho no llegaba, lo cual se comentaba de un modo festivo, aunque con respeto. Souchon, sin que sus oficiales entendieran por qué, se había ganado a la gente.

Aquella detención de dos semanas no solo sería para pasar unas fiestas agradables. Las máquinas necesitaban un recorrido, ya que desde Istria, dos meses hacía ya, se habían dejado ver en Siros, Mersin, Iskenderun, Latakia, de nuevo Iskenderun, Beirut, Alejandría, otra vez Iskenderun, Mersin una segunda vez, Alanya y Antalya. Salvo Alejandría, todos eran puertos otomanos. Souchon no siguió en ellos las pautas de Trummler: dejarse ver de lejos y poco más. Hacía que Wichelhausen se viera en el muelle con el previamente avisado cónsul alemán —si lo había—; después, con o sin él, se llegase a la capitanía del puerto, y tras asegurarse de que hablaba con los tipos adecuados ofreciera, en nombre del almirante jefe de la MD, una cena de gala, bajo los toldos si el tiempo acompañaba y si no en su cámara. A eso se debía que jamás habían zarpado de donde fuera sin haber visto en sus cubiertas al alcalde, al jefe de la guarnición y al capitán del puerto. Unos personajes que cuando dejaban el barco se mostraban encantados, tanto por las atenciones recibidas como por la hospitalidad y la gran amabilidad del almirante, al cual servía de intérprete un oficial que a esas alturas se defendía en un turco sencillo pero impecable. Para Souchon no solo era seguir sus órdenes, sino estrechar las relaciones con las fuerzas vivas de tantos puertos como pudiera. Como daba la guerra por segura, quería contar con atracaderos donde la MD fuera bien recibida. No solo eso: si por designio divino el Imperio otomano se alinease con el Reich, Iskenderun y Mersin serían excelentes bases para los submarinos alemanes. Souchon, un profesional de la guerra, estaba convencido de que se tardaría más o se tardaría menos, pero un día no lejano tocaría izar en el tope de sus buques la Reichskriegsflagge, o bandera de combate de la Kaiserliche Marine.

Lo de Alejandría fue distinto. Siendo un puerto egipcio, también era una base de la BMF. Siempre había buques británicos, y así sucedió, que al amanecer del cuarto de los siete días que permanecieron allí vieron llegar al crucero de batalla Indefatigable y al crucero acorazado Defence. El primero lucía la enseña del contralmirante Troubridge, segundo jefe de la BMF. Ahí Souchon demostró su talante diplomático, al enviar a Wichelhausen con una invitación a Troubridge para cenar en el Goeben, en devolución de la visita que meses antes hizo Trummler al vicealmirante Milne. El amable subteniente Conyngham-Denison ahora servía en el Indefatigable, lo que hizo el trámite muy fácil. Así, al cabo de unos minutos Troubridge hizo saber que aceptaba encantado y que se presentaría en el Goeben con algunos oficiales de sus dos buques, además de con unas cuantas botellas, al atardecer del día siguiente, domingo 7 de diciembre.

Fue una cena por demás agradable, sobre todo por la calidad de los vinos —españoles, comprados en Barcelona, e italianos, adquiridos en Brindisi—, el café turco, el magnífico Knockando single-malt que trajo Troubridge, los habanos de la reserva personal de Trummler, que había olvidado llevarse con él y, sobre todo, por la chispeante conversación. Pensando en lo último, Souchon se hizo acompañar de los oficiales con un mejor inglés. Él lo hablaba muy bien, aunque se perdía los giros coloquiales de Troubridge, que se complacía en mostrarse como hijo de la más sofisticada educación británica. Wichelhausen, que había mamado el inglés de los diplomáticos, sí los captaba, y los traducía si hacía falta, pero no al alemán, sino a un inglés menos sofisticado, menos de Gosport y más del Foreign Office. Así, Souchon y los suyos supieron, entre otras cosas, que un ascendiente de Troubridge, Sir Thomas, se distinguió en Aboukir, lo que dejaba claros los respectivos abolengos navales de ambos contralmirantes. Souchon no podía presumir de antepasados que hubieran batallado en el mar, como no los tenía ningún almirante alemán. La Kaiserliche Marine, y antes la Königlich Preußische Marine, eran demasiado jóvenes para que nadie presumiera de antepasados ilustres. Cuando menos, a flote.

Wichelhausen, pese a disfrutar la muy larga velada —bajo los toldos; hacía una divina noche de Alejandría—, tomó algunos apuntes para sí mismo. Uno era que Sir Ernest Troubridge, un hombre apuesto y de trato encantador, parecía un tipo con el que se puede contar cuando todo va bien, pero a saber qué pasaría si las dificultades se amontonaran. Otro, que el comandante del Indefatigable, capitán Charles FitzGerald Sowerby, de muy exquisitas maneras, quizás echaba en falta la vida diplomática, ya que hasta pocos meses antes era el attaché naval de la embajada británica en Washington. Otro más, que el comandante del Defence, capitán Fawcet Wray, daba el patrón de tipo hipercauteloso; nada que hiciera recordar al temerario Nelson que mandaba el Agamemnon. Si en el año que aún duraría la misión del Goeben estallara la guerra y se las vieran contra los tres agradables caballeros, bien podría suceder que, pese a contar con una fuerza muy superior, sus peculiares cualidades dejaran a la MD un hueco por el cual escapar.

Le había gustado, sobre todo, comprobar que su par en el otro lado de la mesa, el subteniente Conyngham-Denison, era un tipo magnífico, en absoluto estirado pese a ser, que así lo dejó caer Troubridge, el segundo hijo de un duque dueño de no sabía él cuántos castillos. Sentía un punto de angustia al pensar que, pudiendo llegar a ser unos amigos estupendos, de los que se disfrutan mutuamente toda la vida, en cuestión de meses, si no semanas, podrían verse a través de las lentes de sus respectivos telémetros para después hacerse pedazos el uno al otro. Más de una vez se había preguntado si la guerra no sería, en realidad, una inmensa estupidez. Aquella noche de temperatura deliciosa, bajo la luna de Alejandría, iluminados por los farolillos que colgaban de los toldos, y explicando a Edward cómo era su novia tras saber que su amigo se acababa de prometer con una chica de Peebles, tan escocesa como él, volvió a preguntárselo, con más intensidad que jamás en su vida.

El buque del diablo
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