Sábado, 25 de julio de 1914

Wichelhausen esperaba que comenzara la reunión de la mañana. Una que para él sería diferente. Para empezar, no ganaría mar abierto con el Goeben. Se quedaría en Pirán, para recoger un par de periodistas, otro de fotógrafos y dos cameramen que había enviado Berlín. Habría de conducirlos al mar en la motora más grande, y una vez a la vista del barco debería explicarles lo que veían para que hicieran bien su trabajo, el cual consistiría en fotografiarlo y filmarlo desde todos los ángulos imaginables, bien detenido sobre las olas, bien dando avante a velocidad moderada o bien marchando a toda máquina, lo último porque las tremendas ondas de cabeza que formaban las rodas de los schlachtkreuzer quedaban de maravilla en los noticiarios. Tras eso abordarían el Goeben, se les echaría de comer, Ackermann se dejaría entrevistar y tras eso los dejaría en Pirán. Era uno de los odiosos deberes de un oficial de información, así que de nada valía quejarse. Además, eran obligaciones de paz. Las que les aguardaban a la vuelta de unos días serían muchísimo peores.

Haus había hecho saber a Souchon, la noche antes, que a última hora de la mañana el embajador austrohúngaro en Belgrado, barón Giesl von Gieslingen, había entregado al ministro serbio de asuntos exteriores. Lazar Pacu, un ultimátum de diez puntos. El más imposible de tragar era el de permitir a la policía austrohúngara investigar en Belgrado, y en el conjunto de Serbia, la trama que había financiado y armado a los terroristas serbo-bosnios que asesinaron al heredero de la corona y a su esposa. Haus opinaba que ningún estado consciente de su dignidad aceptaría tal cosa, y menos aún si se sentía respaldado por la gran madre Rusia, de modo que para él era claro que Serbia, cuando Llegara el momento de contestar, diría que de ninguna de las maneras. Así la guerra podría comenzar cuando estaba previsto que lo hiciera desde los funerales del Reichskronprinz y su esposa; el 28 de julio, al mes justo del asesinato.

La reunión en que Souchon informaba de todo eso era la primera de las dos del día, una costumbre iniciada tras fondear en Piran, más cerca de Trieste que de Pola, el jueves 23. Participaban los de siempre: Souchon, Buße, sus tenientes de navío, Wichelhausen, Ackermann y Madlung. Los nueve constituían el comité de crisis de la MD. La que afrontaban era muy seria, o eso se desprendía de los mensajes de Berlín. El antepenúltimo, del Estado Mayor de Von Tirpitz, explicaba que Arthur Zimmermann, secretario de Estado de Asuntos Exteriores, informó el día 21 al embajador francés Cambon, y al encargado de negocios ruso, que la postura del káiser con respecto a las decisiones del Imperio austrohúngaro era de no intervenir, no participar y no aconsejar. Aquello era un asunto de la estricta competencia del káiser Franz-Joseph y de su gobierno; el Deutsches Reich no tenía nada que decir. Una excelente afirmación, si bien Souchon encontraba dudoso que, a esas alturas, alguien se la creyera.

El penúltimo, de la misma secretaría, les hacía saber que Su Majestad Imperial se había hecho a la mar en el Hohenzollern, escoltado por el Seydlitz y el Moltke, iniciando así su acostumbrado crucero de verano, del que no pensaba regresar hasta mediados de agosto. Nadie les contaba nunca esas cosas, pero si Von Tirpitz lo hacía debía de ser para transmitir normalidad, del tipo «aquí no pasa nada, porque si pasase algo el káiser no se iría de vacaciones». Eso significaba, opinaba el cínico Madlung, que sí pasaba. De lo contrario, nadie les diría una palabra.

El último, de Von Pohl, era muy de su estilo: daba orden a Souchon de permanecer cerca de Pola, pero al tiempo le ordenaba que alistase a la MD para ganar el oeste del Mediterráneo, atravesar Gibraltar y reunirse con la Hochseeflotte en aguas alemanas. Con el mundo en situación de saltar en pedazos en cosa de dos semanas, Pohl debería ser consciente de que los ingleses y los franceses no le dejarían atravesar Gibraltar, incluso sin la guerra declarada, y si por algún milagro lograba cruzar, a ver cómo se las podría componer para esquivar a los veinte acorazados y más de treinta cruceros que destacaría Churchill para cazarlo. Era una orden estúpida, y aunque allí no se tenía una gran opinión de Von Pohl, tan imbécil no podía ser. Algo habría detrás, aunque no eran capaces de imaginarlo. Ahí pensaba tomar la palabra Souchon —el que conducía la reunión era Buße—, aunque se detuvo al observar un gesto de Wichelhausen. Parecía tener algo que decir, y le invitó a que lo hiciera.

Lo que pretendía Wichelhausen relatar era el resumen de una larga conversación con Humann, celebrada la noche antes en el consulado alemán de Pirán. En síntesis, porque no quería impacientar a nadie y menos a Souchon, Humann había sabido vía Wangenheim que los Paşas estaban furiosos con los ingleses por el retraso en la entrega de los barcos, aunque no podían hacer nada que no fuera protestar a su encargado de negocios, un engreído y de veras insoportable Arthur Beaumont, mientras Churchill no hiciera público que se quedaba con ellos. Su furia era tan grande que no solo aceptaban negociar un tratado de ayuda mutua con Alemania, sino que lo proponían ellos mismos. Tras eso Humann le contó que, por sus otras fuentes, sabía de una charla privada de Sir Edward Grey donde había dejado caer que días antes, el 21 a más precisión, el presidente Poincaré había dicho en San Petersburgo al primer ministro ruso, Goremykin, que Francia, si llegara el caso, haría honor a sus compromisos con Rusia. El ruso comentó a su vez que había rechazado una propuesta británica de celebrar una reunión con los austríacos para resolver el conflicto sin usar las armas. Tras saberlo Sir Edward instruyó a su embajador en Rusia, Buchanan, para que presionase al ministro de Asuntos Exteriores, Sazonov, a fin de que aceptara reunirse con su igual austrohúngaro. No se hacía ilusiones por ninguna de las dos partes, sobre todo por la de Viena, ya que su embajador allí, Bunsen, transmitía las cada día más encendidas declaraciones en favor de aplastar a Serbia, excretadas por personalidades que mejor harían si se moderasen. Por último, el embajador inglés en Belgrado, Crackanthorpe, comunicaba que la melodramática postura del gobierno serbio era resistir hasta la muerte, si bien él calculaba que a tanto no se llegaría, por la inequívoca posición rusa en favor de su aliado más eslavo. Según todo eso, la opinión de dicha fuente, siempre bien informada, era que la guerra era inminente. Aun así, la opinión de Sir Edward, y la del gobierno británico, no debía de ser tan pesimista, pues a la caída de la tarde del viernes 24 se fueron, todos ellos, a sus respectivos cottages, con propósito de pasar un agradable fin de semana.

Ahora sí era el turno de Souchon:

—Parece claro que a partir del 28 Austria y Serbia estarán en guerra. En pocos días la Entente lo estará contra la Triple Alianza. Nosotros, por ahora, solo tenemos orden de permanecer aquí, en Pirán. El día que Inglaterra se sume a la guerra nos será imposible cruzar el canal de Otranto, de modo que nuestra primera medida será salir del Adriático el 31 como muy tarde. Intuyo que dentro de poco empezarán a llegar órdenes y contraórdenes. Si les hacemos caso nos volverán locos, así que centrémonos en lo que vemos desde aquí. Una vez al otro lado de Otranto, y a la vista de lo que dice Humann, lo natural sería marchar a los Dardanelos, pero no tengo claro que allí se nos reciba bien. Al menos, hoy. Harán falta más ingredientes para que salga un buen guiso, y el principal será que Londres haga oficial que se queda con los barcos. Mientras no lo haga no se puede contar con una bienvenida calurosa, de modo que, hasta entonces, haremos lo que debe hacer una fuerza de combate: dificultar el envío a Francia del XIX Cuerpo de Ejército. Desde ahí todo son incógnitas. También lo son a partir de ahora mismo, si lo piensan. Hoy es 25 y pueden pasar infinidad de cosas. ¿Por la tarde —por Wichelhausen— podría llamar a Humann?

El Nachrichtenoffizier asintió. Ya contaba con hacerlo.

—Ya se han cambiado 4460 tubos. Si los días que vamos a estar en Pirán los dedicáramos a cambiar más, en vez de hacer prácticas de artillería, ¿daríamos algún nudo más?

Herr Admiral, los cinco mil tubos aún por cambiar se reparten por las veinticuatro calderas del barco, porque no se han cambiado caldera por caldera, sino en función de su historial. Para cambiar un tubo hace falta, lo primero, apagar la caldera. Se necesitan treinta y seis horas para poder sustituir el primer tubo, porque si la caldera no está fría no se puede trabajar, y sí se pudiera el encastre de los tubos no sería de confianza. De hacer falta que nos pusiéramos en marcha sin previo aviso, el tiempo necesario para subir presión no sería seis horas; eso es lo que hace falta cuando se retiran a templones y se conserva una cierta temperatura. Para subir presión desde una caldera fría se necesitan doce. Habría que añadir a eso el tiempo necesario para dejar las calderas en condiciones de funcionar, lo que también llevaría un tiempo, pues se habrían cambiado tubos hasta inmediatamente antes de la orden de marchar. Unas cosas con otras, tres horas más. A mi juicio, detenernos treinta y seis horas, para después no poder dar avante antes de quince más, sería peligroso. Podríamos volvernos austríacos sin querer.

—Vale. Seguiremos con el plan previsto. ¿Carbón?

—Tres mil cien toneladas. Bituminoso, primera calidad.

—Bien. Que las calderas permanezcan encendidas a baja presión, listas para dar avante a las dos horas de que se nos diga, o de que así lo decidamos. ¿Alguna pregunta? —No las hubo; en las reuniones con Souchon nadie se levantaba con dudas—. Pues andando. Wichelhausen, procure que nuestro Goeben salga lo más airoso posible. Ackermann, cuando empiece la función mande usted enjarciar todas las banderas de combate. Que resultemos tan elegantes y tan imponentes como sea posible.

Sonreía, y con él sus oficiales. El buen humor no era incompatible con la eficacia ni con la eficiencia. Cuando menos, en la Mittelmeerdivision del Konteradmiral Wilhelm Souchon.

El buque del diablo
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