Viernes, 15 de noviembre de 1918

Meurer había ordenado identificarse como DRS —Deutsche Reichsmarine Schiff— Königsberg. Era lo que transmitían por semáforo, minutos antes de la una de la tarde, a una fuerza de cinco cruceros ligeros y diez destructores. Casi al momento respondió el crucero de más a proa, identificándose como HMS Cardiff.

—Dicen que van a enviar un trozo de inspección.

El Cardiff, tras separarse de los otros cruceros —«dos chimeneas, clase C», señalaba Wichelhausen; los más modernos de la Royal Navy— se acercó hasta detenerse a quinientos metros de distancia. Sus cinco piezas del 152 estaban alineadas a crujía, pero con los cubrebocas retirados. Meurer le suponía en zafarrancho de combate, como estaría él de jugar con las cartas del otro, pero sin mostrar hostilidad. El Königsberg ni estaba en zafarrancho de combate ni podría estarlo al hallarse sin municiones, sin artilleros y sin torpedistas. El trozo de inspección no era mínimo. Wichelhausen contaba docena y media de hombres. El oficial que primero abordó la plataforma del Königsberg, al pie de la escala, lucía los distintivos de teniente. Wichelhausen le supuso segundo comandante, ya que los tenientes, en la Royal Navy, no mandaban barcos. Por lo demás era un oficial británico similar a los no pocos que había conocido: alto, delgado y de aspecto cortés. La diferencia principal con todos los anteriores era que no parecía interesado en mostrarse agradable.

—Teniente Fotheringay-Phipps, Royal Navy.

—Kapitänleutnant Wichelhausen, Reichsmarine.

El oficial inglés se había quedado mirando al alemán.

—¿Nos hemos visto alguna vez, Kapitänleutnant?

—Creo que sí, teniente. Me parece que coincidimos en Spithead, 1911. Usted era guardiamarina en el Indefatigable, ¿no?

El inglés asintió, sin que se le dulcificara el gesto.

—Fueron tiempos preferibles.

—Muy cierto. Celebro que cambiara usted de destino.

—Yo también. Lo malo fue que casi todos mis amigos siguieron en el Indefatigable. Bien, al asunto. ¿Sabe a qué venimos?

—A comprobar que vamos desarmados.

—Así es. ¿Cómo lo hacemos?

—Sugiero que me sigan, y que se pongan sus capotes. El Königsberg no está muy limpio, que digamos. Hemos disfrutado una revolución, ¿sabe? La primera ley del socialismo, por si no se lo han explicado, es dejar de limpiar —el teniente, a su pesar, sonrió—. Pues andando, Mr. Fotheringay-Phipps.


Superada la inspección —el teniente Fotheringay-Phipps aceptó a regañadientes que las armas personales de los oficiales alemanes no constituían una grave amenaza para la Grand Fleet, aunque impuso que no salieran del Königsberg—, la formación británica. Sexto Escuadrón de Cruceros Ligeros, arrumbó al Firth of Forth en línea de fila, con el Königsberg tras el Cardiff y con los destructores formando pantallas de cinco unidades, a babor y a estribor. El sol se ponía en esos días y en esa latitud poco después de las tres de la tarde. Dado que no avanzaban muy deprisa —Wichelhausen había explicado a Fotheringay-Phipps que no podían dar más de dieciséis nudos, por falta de aceite lubrificante—, dejaron atrás la isla de May a las dos y media, para desfilar al largo de una inmensa flota, reunida seguramente para terminar de hacer pedazos la moral de los enviados alemanes. Meurer contaba con ello, aunque no dejó de impresionarle la vista de docenas y docenas de superdreadnoughts, y de cientos de cruceros y destructores. El espectáculo era magnífico, no dudó en reconocerlo, aunque solo a su Asto, para después añadir que si el Operationsplan XIX se hubiera llevado adelante, las posibilidades de la Hochseeflotte habrían sido aún menores que las del Graf Spee frente a Sturdee.

El Firth of Forth tiene la forma de un gran embudo. Hacia su mitad, unas millas más allá de la ciudad de Edinburgh, se halla la base naval de Rosyth. Era mucho más que un Wilhelmshaven escocés, como sabían Meurer y Wichelhausen, pues además de las infraestructuras necesarias para mantener en estado de combate a la Grand Fleet poseía un par de astilleros, pero eso dejó de interesarles cuando el Cardiff les mandó detenerse. Aún estaban lejos de Rosyth, aunque cerca de un islote llamado Inchkeith donde de vez en cuando embarrancaban los acorazados ingleses, o eso se comentaba en otros tiempos, más alegres, entre la risueña oficialidad de la Hochseeflotte. Al otro lado del Inchkeith, como a una milla por babor, aparecía el buque insignia de Sir David Beatty, comandante supremo no solo de la Grand Fleet, sino de las fuerzas navales de potencias aliadas que se les habían agregado, como los cinco muy vistosos acorazados de la US Navy fondeados en su prolongación. Sir David, había explicado Fotheringay-Phipps, les enviaría una embarcación para transbordarlos a su Flagship, el mismo HMS Queen Elizabeth que tantas veces había medido Şahin Gözü desde su puesto de observación en la península de Kum Kalé.

—¿Le alcanzó alguna vez, Wichelhausen?

—Más de una, pero a seis mil metros era como tirarle bolas de nieve. Aun así, algún daño le hicimos. Cuando menos, el necesario para que se tirara quince días en Parlatorio Wharf.

—¿Qué carajo es un Parlatorio Wharf?

—El dique seco número 6 de La Valetta. Allí pasaron unas cuantas semanas tanto el Inflexible como el Queen Elizabeth.

—¿Cómo lo supieron? ¿Les llegaban periódicos ingleses?

El Kommandant preguntaba sinceramente sorprendido.

—No, pero a las embajadas neutrales llegaban noticias, y de vez en cuando nos pasaban cotilleos. El de qué barcos entraban y salían de La Valetta era de los que más nos interesaban.

—Parece que vienen a buscarnos.

Meurer tenía razón. Del costado del Queen Elizabeth aparejaba una motora de vapor, muy airosa y bastante grande.

—Avise a los otros, Wichelhausen. Gracias, Kapitän.

El Kommandant se cuadró con solemnidad. No tenía la menor idea de cuál sería su futuro en la Reichsmarine, pero deseaba fervientemente que nunca le tocase pasar por algo tan desagradable como lo que Meurer tenía por delante.


La ocasión se había diseñado con esmero. Un recibimiento a pie de plataforma, la guardia formada con bayonetas caladas, saludo estrictamente naval, un paseo por la cubierta de estribor hasta un portalón abierto algo más allá de la torre que los ingleses llamaban Y, y un penetrar en las entrañas de la bestia, pues el HMS Queen Elizabeth, con sus cerca de treinta mil toneladas de desplazamiento a plena carga, era una bestia del mar. El paseo lo dieron en doble línea de fila: del lado de la borda, Meurer seguido de Wichelhausen y este de los oficiales de Von Trotha. Del lado de las superestructuras, un capitán de navío emparejado con Meurer, un capitán de fragata al lado de Wichelhausen y tres tenientes junto a los hombres de Von Trotha. Ya oscurecía, pero aún se veía bien; no obstante, el sendero a seguir por la cubierta del Queen Elizabeth estaba específicamente iluminado, como si se tratara de impedir que, por despiste, algún oficial alemán se cayese al mar o entrara en el buque por donde no debía. Toda una ceremonia, se decía un Wichelhausen íntimamente divertido. La teatralidad de Sir David, de la que algún periódico británico había hecho viperinos comentarios, estaba fuera de duda.

Avanzaban por un corredor dos cubiertas bajo la principal, no muy ancho, como era natural en un buque de combate, aunque tan plagado como aquella de centinelas con bayonetas caladas. Beatty habría debido reflexionar sobre aquella exageración, rumiaba Wichelhausen al tiempo de fijar en su memoria tantos detalles como podía captar. Así, unas cuantas docenas de metros hasta llegar a una puerta más ancha de las que habían visto hasta entonces. Sin que nadie llamase, las dos hojas se abrieron desde dentro; así se vieron, al fin, frente a lo que quizá pretendiera ser una especie de aparición sobrenatural: el vicealmirante Sir David Beatty, en pie, con su gorra elegantemente ladeada y luciendo innumerables condecoraciones, entre las que destacaban la de miembro de la Orden de Servicios Distinguidos —DSO—, la de caballero de la Orden de Bath —GCB— y la de caballero de la Real Orden de Victoria —GCVO—; una facha por demás impresionante donde solo desentonaba la reducida estatura de Sir David, que al implacable ojo de Wichelhausen no pasaba por mucho del metro sesenta; Meurer, que no era un gigante, le sacaría no menos de veinte centímetros; de ahí quizá viniese lo que había ya transmitido algunos síntomas, una característica personal de la que una vez le hablara Queralt y a la que solía prestar atención: los generales y almirantes muy bajitos tienden, todos ellos, a tener muy mala leche. Si apenas identificó esas tres condecoraciones, pues había muchas más, no solo fue por ser muy grandes y conocer su diseño —una de las servidumbres del perfecto Nachrichtenoffizier: saber qué diablos se cuelgan los visitantes en las pecheras—, sino porque Beatty abrió fuego casi al momento, tras un breve saludo naval en posición de firmes al que Meurer correspondió de igual modo:

—Vicealmirante Beatty, comandante en jefe de la Grand Fleet. ¿Quién es usted?

Tono frío, seco, bastante duro. Como era lógico, en perfecto inglés. Aunque no fueron muchas palabras, a Wichelhausen le pareció detectar el acento de la ultraselectísima Burney’s Naval Academy de Gosport, la situada casi enfrente de Portsmouth. Una vez le advirtieron, mientras visitaba el Indefatigable con el Kapitän Mitschke, que raro era el flag officer[34] inglés que no había pasado por allí, fundamentalmente para poder hablar algún día, según supo años después a bordo del Inflexible, como lo hacían Milne y Troubridge. En cierto modo, la Burney’s era una especie de Eton College para marinos.

—Contralmirante Hugo Meurer, Reichsmarine.

—Quiro ver sus credenciales.

Wichelhausen las tendió al que parecía ser ADC principal. Este las leyó sin decir nada. No necesitó intérprete porque había dos ejemplares: el original en alemán y la traducción que había preparado el propio Wichelhausen.

—¿Viene usted debidamente plenipotenciado?

—Estoy autorizado a discutir la aplicación de las clausulas XXX a XXXIII, aunque no a firmar nada, sin autorización de mi gobierno, que sobrepase lo dispuesto en tales cláusulas.

Lo dijo en un inglés impecable, varias veces ensayado con su Asto. Los dos estaban convencidos de que Beatty, o quien fuese, haría esa pregunta.

—Muy bien. Comencemos.

Beatty señalaba una larga mesa situada tras él. En sus bandas formaban quince sillas, cinco de un lado y el resto del otro. Era evidente, se decía Meurer, que los habían contado.

—Una cuestión previa. —Beatty elevó sus cejas—: En el Königsberg aguardan tres enviados de los llamados Worker’s and Soldier’s Councils[35], designados por el Estado Libre de Oldenburg. Pretenden participar en la negociación.

La respuesta de Beatty, que fue instantánea, quizás implicaba que no se había llevado una sorpresa.

—No pienso recibir a representante alguno de un estado que no esté reconocido por el gobierno de Su Majestad.

Volvió a señalar la mesa, para tomar él mismo asiento sin esperar a que lo hiciera Meurer. Nada más hacerlo, uno de sus ADC dejó sobre la mesa, del lado alemán, un conjunto de documentos, en inglés. Wichelhausen los estudió en apenas un minuto, pues no eran extensos. Tenían el aspecto aparente de normas y procedimientos detallados para el internamiento de las setenta y cuatro unidades navales previstas en el armisticio, pero tras aquella rápida lectura le quedó claro que no era eso, sino una serie de órdenes tajantes y expeditivas. No pudo contener un suspiro de desaliento. Allí no habían venido a discutir nada. Solo a ser informados de las órdenes a cumplir. Si alguna confirmación necesitaban, bastaba con observar la expresión de Beatty: fría, severa y nada preocupada por las repercusiones humanas de sus órdenes, y menos aún por las dificultades logísticas que sus aún enemigos deberían vencer para cumplirlas. Él mandaba, y su palabra era ley. La siempre implacable de los vencedores; al menos, de los que no son muy listos.

—¿Lo ha entendido todo, Rolf? —Meurer, en un susurro.

—Me temo que nos hallamos ante la factura por el Queen Mary y el Indefatigable. A Beatty, me parece, aún le duelen.

—¿Ve algún resquicio?

—No todavía. Esto requiere un estudio muy meticuloso.

—Pida tiempo.

Wichelhausen se aclaró la voz, y después, en su estilo más cercano posible al de los en otro tiempo amistosos oficiales británicos —recordaba especialmente al amable subteniente Conyngham-Denison—, explicó que necesitaban tiempo para estudiar aquellos documentos con la debida profundidad.

—Tienen ustedes hasta las 9:30 horas de mañana, sábado 16. Lo que haya que tratar deberá quedar cerrado a lo largo del día. No habrá prórrogas. Ahora, regresen ustedes a su barco.

Señaló a Meurer la puerta, recién abierta y donde ya esperaba la escolta. Se avecinaba, pensaba el todavía muy entero Konteradmiral, una noche de muy poco dormir.

El buque del diablo
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