Domingo, 17 de mayo de 1914
En la toldilla del Goeben, con una copa de Taittinger en una mano y un cigarrillo turco en la otra, contemplando una ciudad que al atardecer era bellísima, dejándose acariciar por la brisa del Bósforo y observando a pocos metros cómo el hombre de su vida explicaba cortésmente al agregado cultural español cómo se orientaría la torre Dora si hubiera que combatir, Queralt se decía que pocas mujeres a lo largo de sus vidas habrían sentido la inmensa dicha, la inexpresable ligereza de alma que la embargaba. Lejos de tales pensamientos, pese a ser difícil no echar de vez en cuando un vistazo a la espigada, elegante y en verdad vistosa hermana política del agregado naval español, el embajador De Ory, el barón Von Wangenheim y el contralmirante Souchon, con sendas copas en sus manos, hablaban de barcos.
—¿Teme su gobierno que los dos nuevos acorazados de la marina otomana descompensen el equilibrio del Mediterráneo?
Era una pregunta como cualquier otra. Wangenheim no sentía interés por lo que pudiera pensar el gobierno español, ni sobre aquello ni sobre ninguna otra cosa. Solo intentaba determinar si Germán de Ory era un tipo lo bastante inteligente como para gastar algo de tiempo en hacerle suyo, cosa que cuando estallara la guerra podría ser de utilidad. Por lo demás, le parecía un perfecto imbécil, pero tratar amablemente con perfectos imbéciles se da en primero de ser un diplomático.
—Ignoro si mi gobierno ha pensado en eso, ni si tiene alguna intención de hacerlo. Si nuestro ministro de Marina me preguntara, y no creo que lo haga, le diría que la entrega de los dos navíos, y de catorce más que los ingleses añadieran, no alteraría el tal equilibrio, pues la marina otomana, tristemente, ni tiene hombres preparados para tripularlos más allá de salir a dar una vuelta por el Mármara, ni cuenta con instalaciones, herramientas, materiales, personal y conocimientos avanzados de moderna ingeniería naval para mantenerlos no ya en estado de servicio, sino en condiciones de combate.
Don Germán de Ory nunca lo sabría, pero acababa de ascender de perfecto imbécil a individuo interesante.
—¿Por qué piensa eso, si me permite que se lo pregunte?
No había sinuosidad diplomática en la pregunta de Souchon. Solo quería saber por qué aquel tipo lo sabía, pues hasta entonces suponía que aquello era un secreto bien guardado.
—El que lo piensa es mi agregado naval —señalaba con el dedo al que a diez metros de allí estudiaba las tuercas que sujetaban el caparacho de la torre Dora—, que hace bien su trabajo. No es que le hagan mucho caso en la Sublime Puerta —señalaba con desgana el palacio Topkapi, reluciente a la luz del sol poniente—, porque a nosotros hace siglos que dejaron de hacernos caso, pero ha sabido entenderse con algunos oficiales otomanos que hablan un francés potable, o un inglés comprensible, y así ha podido comprobar que la otomana no es una raza bien dotada para guardar secretos. Supongo que usted ya lo sabe, aunque si no fuese así le diría que bastan dos copas, y unas pocas libras esterlinas, para que todo el mundo abra su boca. Que digan o no la verdad carece de importancia. Solo es cuestión de hablar con muchos y, a la vista de lo que hayan murmurado entre todos, sacar factor común. El correspondiente a los dos acorazados es el que acabo de contarles, lo cual, mi estimado barón von Wangenheim, no creo que le coja de sorpresa.
El barón sonrió con evidente complicidad.
—No, cierto. Algo nos habían contado de todo eso.
De Ory, encantado de que un hombre tan imponente como el embajador alemán le hiciera caso, se animó a proseguir.
—Lo más grave, según creemos, es que no han construido un dique seco, y sin eso a ver cómo van a mantener dos naves de veintitantas mil toneladas. Dicen que con el dique flotante que tienen allí se las pueden apañar —señalaba en la dirección de Ístinye, invisible desde la toldilla del Goeben—, pero mi agregado y yo lo encontramos dudoso.
Wangenheim, tras una veloz evaluación, decidió que una leve indiscreción bien valía ganarse al embajador español.
—Hacen bien. Es un dique para un crucero ligero cuya eslora no supere los cien metros, ni su manga los veinte. Los King George V son tan grandes como el Goeben. Está usted en lo cierto, Germán. Los otomanos van a sacar un partido de sus acorazados similar al que sacaron del Barbaros Hayreddin.
—No sé qué diablos es un Barbaros Hayreddin.
El barón y el almirante se miraron, sonrientes. Les gustaba el estilo del embajador español. Por lo demás, lo que parecía preguntar caía en el área de conocimientos del segundo.
—El Barbaros Hayreddin y uno parecido, el Turgut Reis…