Viernes, 14 de septiembre de 1917
Wichelhausen, sentado frente al escritorio en su cabina del Friedrich der Große, reflexionaba sobre una conversación sostenida con su jefe poco antes y allí mismo. Le hizo saber, en primer lugar, que ya no era su Nachrichtenoffizier, pues tal cargo estaba de más en un Schlachtgeschwader. En lo sucesivo sería su Flaggleutnant, ya que como todo Vizeadmiral tenía derecho a uno. En segundo lugar, le pidió que investigara con discreción el estado de ánimo de la tripulación del Friedrich der Große —desconfiaba de las idílicas descripciones de Von Lessel—, y que después hiciera lo mismo en las demás unidades del IV. Por último, le ordenó preparar una evaluación actualizada de la fuerza naval rusa en el Báltico, así como de la oposición que cabría esperar sí se les ordenase bombardear las islas mayores del archipiélago situado al oeste de Estonia, el llamado Inselgruppe Moon. Añadió que solo era una sospecha, si bien deducía que la disparatada situación política rusa, empeñada en proseguir la guerra pese a que su gobierno, el de un tal Kerensky, se descomponía por momentos, recomendaba desencadenar un ataque cercano a su capital, no solo para ocupar una posición importante y hacer unos cuantos miles de prisioneros, sino para provocar una segunda revolución. Una que, tras liquidar a Kerensky y a los empeñados en seguir guerreando, instaurase un régimen solo interesado en detener la sangría de hombres, mujeres, viejos y niños que se vivía en la Gran Madre Rusia. Sí eso se consiguiera, el Reich podría volverse al oeste, a fin de acorralar a los franceses y a los británicos antes de que llegara el millón de hombres anunciado por los Estados Unidos. Sería la única forma de acabar aquella desdichada guerra en algo cercano a unas tablas y sin tener que pagar compensaciones abrumadoras. A eso se debía que, a su entender, ni Von Capelle ni Scheer despreciarían esa oportunidad de sacar a Rusia de la guerra; él, en previsión, quería situarse por delante de los acontecimientos.
A Wichelhausen le sorprendía que aquello se lo pidiese a él y no al Asto, pero antes de preguntar la razón Souchon se la explicó: el Asto heredado de Mauve cesaría en pocos días, y prefería no contar con él. Así pues, que se viese a sí mismo como el Asto que aún no era. Eso le dejó preocupado, por no saber a quién recurrir para obtener los datos que necesitaba, y por no dar con una buena excusa para recorrerse la nave sin que se alzaran las cejas de los oficiales con quienes se habría de cruzar. Eran dos buenos problemas, propios de un Asto y no de un Flaggleutnant, aunque al Flaggleutnant de Souchon era menos probable que se le mearan en la gorra que si se presentase como simple y humilde Nachrichtenoffizier, se decía buscando consuelo; en eso, añadía con desapasionamiento, había salido ganando. Ahí la luz se hizo sobre su cabeza; los datos que necesitaba no estaban en Wilhelmshaven, sino en el Bendlerblock, la caverna donde moraba el Kapitän-zur-See Isendahl. Bien, pues ya tenía un pretexto para subirse al primer tren de Berlín, pasar la mañana del sábado en la sede central de la Inteligencia Naval y regresar en el último del domingo. Así, de paso, tendría treinta horas para disfrutarlas con su mujer, a la que había dejado entre las garras de su suegra y de sus cuñadas solteras.
Decidido, concluyó según emprendía el no muy largo camino a la cámara del almirante, agradable y espaciosa pese a que se hubieran desmontado los paneles de palisandro que la recubrían en tiempos de paz. Si Souchon daba luz verde solo le faltarían para dar avante dos llamadas telefónicas, a la oficina de Isendahl y a la Franzosischestraße, y no dudaba que se la daría. Si una excusa para ir a Berlín estaba justificada, era la suya.