Jueves, 6 de septiembre de 1917
El Friedrich der Große, segundo acorazado de la clase Kaiser, se diferenciaba de sus cuatro hermanos en que fue concebido para ser el buque insignia de la Hochseeflotte. Si bien era similar al Kaiser y a los otros tres —Kaiserin, König Albert y Prinzregent Luitpold—, poseía unas dependencias de hospedaje mucho mayores, a fin de albergar un Estado Mayor de hasta catorce oficiales y ochenta marineros, el necesario para operar una fuerza superior a cien buques de combate. Había entrado en servicio en octubre de 1912, aunque cinco años después se veía superado por los de la clase König —este, Markgraf, Großer Kurfürst y Kronprinz— y los del tipo Bayern, de los que solo este y el Baden habían entrado en servicio; los otros, Sachsen y Württemberg, ya flotaban, pero su construcción avanzaba despacio, al haberse desviado los recursos al arma submarina. El Friedrich der Große, Flaggschiff del Vizeadmiral Scheer el día de Skagerrak, ya no era el buque insignia de la Hochseeflotte. Era el del IV Schlachtgeschwaderchef, hasta el 4 de septiembre Vizeadmiral Mauve y desde ahí el de igual empleo Wilhelm Souchon. La solemne ceremonia del traspaso en el mando tendría lugar ese día 6 —la real, la que contaba, tuvo lugar en el despacho de Scheer—, en la toldilla del Friedrich der Große, donde a lo largo de la soleada mañana de verano se congregarían los mandos invitados a presenciarla.
Wichelhausen había llegado a Wilhelmshaven la tarde anterior en tren desde una tristona Berlín donde dejó a su resignada esposa, esperaban los dos que por poco tiempo. Pensaba dormir en el propio Friedrich der Große, pero Souchon le invitó a cenar, junto con el Asto y los demás miembros de su Estado Mayor, en el comedor del pabellón de oficiales superiores, de modo que, sin ganas, se quedó a dormir allí. Solo pudo empezar a sentir su nuevo barco a partir de las seis de la mañana, cuando siguiendo a Souchon, que también se había caído de la cama, subió por la escala real tendida contra el muelle. Así conoció a los mandos del Friedrich der Große, que habían madrugado un poquito más que Souchon para recibirle a bordo, ya que, salvo los oficiales de guardia, ninguno dormía en el barco. A su frente se cuadraba el Kapitän-zur-See Johann von Lessel, de cuarenta y cuatro años y facha imponente —vestía no solo de bicornio complementado con el monóculo reglamentario, sino que se había colgado sus infinitas condecoraciones—, aunque no más alto que un Souchon tocado con una simple gorra y que solo lucía en el pescuezo su bien ganada Blauer Max, más la Ek1 un pelín más arriba del estómago; el mismo lugar donde Wichelhausen llevaba la suya.
Hasta las once de la mañana, hora de la ceremonia, Wichelhausen, liberado de obligaciones, se ocupó de conocer a buena parte de los cuarenta y dos oficiales del Friedrich der Große, cuya dotación se asemejaba mucho a la del Goeben —mil cuarenta y cuatro suboficiales y marineros—; le acompañaba, ocupándose de las presentaciones, un recién ascendido Kapitänleutnant Remberg, segundo director de tiro; se conocían de Sonderburg, pese a que Remberg era dos promociones más antiguo. Este no disimuló su extrañeza por verle de kaleun y con una Ek1, aunque puso buena cara tras escuchar la explicación. Ignoraba que la guerra del Goeben hubiera sido tan apasionante. La del Friedrich der Große no tenía nada que ver. A falta de mejor prueba, sus muertos eran cuatro, todos por accidente. Ni siquiera registró bajas en la única de las acciones en que llegó a disparar, Skagerrak, pese a ser el buque insignia del Vizeadmiral Scheer.
—¿Cómo está la tripulación? Con tan poco movimiento no parece que pueda tener la moral muy alta. ¿Es así?
—Es peor. Ya estaba muy baja, pero a primeros de julio algo la envenenó del todo: desde hacía semanas corría un malestar general por la baja calidad de la comida; culminó el día 4, cuando la tripulación se declaró en huelga de hambre. La mantuvieron dos días, pues el Kommandant se puso en plan prusiano; ahí vino Scheer y le desautorizó. La comida mejoró en el acto, aunque demasiado tarde, pues una semana después una parte de la tripulación se amotinó. Se arrestó a unos cuantos y se les sometió a consejo de guerra. El que más se significó era un fogonero de veintitrés años, un tal Reichspietsch. Se le acusó de instigador y se le condenó a muerte. Lo fusilaron ayer, en Coin. Gracias a eso la tripulación, que lo sabe, luce las caras de mala leche que ya te habrán llamado la atención. —Wichelhausen asintió—. Scheer achaca la maldita historia, en privado, a la incompetencia de Fuchs, el anterior comandante, y a la de Mauve por no intervenir. A eso se debió que a Fuchs lo relevara Von Lessel, que hasta entonces mandaba el Rheinland y que, pese a su pinta, no es un prusiano, y que a Mauve le sustituya Souchon. Von Lessel, que lleva un mes con nosotros, hace lo que puede por restaurar el buen ánimo, pero lo tiene difícil por lo encabronada que anda la gente, y más tras lo de ayer.
—Esto que me cuentas, ¿también pasa en otros barcos?
—En mayor o menor medida no hay großlinienschiff que se libre. Ayer, para que te hagas una idea, no solo fusilaron a Reichspietsch. También se cargaron a un tal Kobis, un carbonero del Prinzregent Luitpold. Hay docenas de hombres encarcelados, unos ya juzgados y otros a la espera, y todos por lo mismo: la disciplina es inaudita por no decir disparatada, la comida es poca y pésima, los permisos se dan con cuentagotas, las familias están exasperadas por las penalidades y por los muertos, y encima sin perspectivas no ya de victoria final, sino de que la Hochseeflotte se mueva. Las tripulaciones saben que desde 1915 solo se nos han incorporado el Lützow, el Hindenburg, el Bayern y el Baden, mientras que los ingleses han recibido diez acorazados, todos ellos con piezas del 381, y cinco cruceros de batalla, el último con artillería del 457, nada menos. Si en Skagerrak nos superaban de 34 a 21, ahora lo harían de 46 a 24. Si los americanos añaden a la Gran Fleet sus 14 superdreadnoughts, la proporción será de 60 a 24. En ese caso, y en mi humilde opinión, todo estará perdido. No me tomes por derrotista… —Wichelhausen puso cara de no tomarle por derrotista—, pero si los submarinos no revierten la situación, la guerra estará perdida. La consecuencia será que tardarán más o tardarán menos, pero los ingleses, los franceses, los rusos, los americanos, los italianos y los japoneses, y más que se añadan, acabarán por aplastarnos.
Wichelhausen se quedó en silencio. Recordaba la discreta marcha de Istanbul del embajador Morgenthau, de la que supo en su momento gracias a que se despidió de Germán de Ory, para de paso pedirle que tuviera la bondad de proteger a los ciudadanos norteamericanos residentes en el Imperio otomano si llegase a estallar la guerra entre este y su país. Un hecho que a juicio de De Ory, transmitido por una Queralt que seguía yendo por su embajada, si bien para no mucho más que llevarse los últimos números del Blanco y Negro, significaba que la entrada en la guerra de los Estados Unidos era no ya inevitable, sino inminente. También significaba, según dejó caer Souchon, que dentro de no muchos meses, un año todo lo más, el Reich debería elegir entre parlamentar o capitular. En su fría opinión, basada en el agresivo talante del káiser Wilhelm, el riesgo de que se inclinara por lo segundo, tras ordenar luchar hasta el mismísimo final, era muy elevado. Algo se tendría que hacer para que la locura se detuviera, o el Deutsches Reich desaparecería no solo del mapa, sino también de la historia.
Las once. Reinhard Scheer, comandante de la Hochseeflotte, departía con los hombres del día, el jefe saliente del IV Schlachtgeschwader —Franz Mauve— y el entrante, Wilhelm Souchon. Los oficiales de protocolo pastoreaban a los mandos para que ocuparan sus lugares. Así fueron formando los comandantes y segundos del I —vicealmirante Ehrhard Schmidt y contralmirante Gottfried von Dalwigk zu Lichtenfels—, del III —vicealmirante Paul Behncke y contralmirante Karl Seiferling—, el jefe de la Aufklärungsstreitkräfte —vicealmirante Franz Hipper—, el segundo del IV —contralmirante Hugo Meurer—, los comandantes de los acorazados del IV —capitán de navío Max Losch, Kaiser, capitán de navío Kurt Graßhoff, Kaiserin; capitán de navío Karl von Hornhardt, Pinzregent Luitpold; capitán de corbeta Paul Globig, König Albert, y capitán de navío Johann von Lessel, Friedrich der Große, y por último el jefe del Estado Mayor de la Hochseeflotte, contralmirante Adolf von Trotha.
A Wichelhausen le preocupaba que ninguno de aquellos altos oficiales tenía un Nachrichtenoffizier. Eso, lo sabía, era propio de buques destacados en aguas lejanas y que se veían forzados a tocar en infinidad de puertos donde hablar alemán era inhabitual, pero en la Hochseeflotte, que nunca se alejaba lo bastante como para pasar dos noches seguidas mecidos por las olas, era un puesto sin sentido. Eso le hacía pensar que se le miraba como a un paniaguado de Souchon, lo que se agravaba con la evidencia de que no veía ningún Kapitänleutnant de menos de treinta años, mientras él obtuvo el grado con veinticuatro. Aun así, esos pensamientos no dominaban su cerebro, al menos desde que comenzó la ceremonia. Suponía que no duraría más de dos o tres minutos, pues no hace falta más para un «Entrego a Euer Exzellenz el mando del IV Schlachtgeschwader», al que seguiría un «Acepto el mando del IV Schlachtgeschwader». El programa, por el contrario, pronto amenazó con ser mucho más largo, empezando por que Mauve quería despedirse del que fue su buque insignia desde el 1 de diciembre de 1916. Souchon fue más breve, pero el que tenía ganas de abrumar con una gran arenga, copiosa de verdad, fue Scheer. Wichelhausen trataba de seguirle, pero su imaginación divagaba. Le asombraba, en particular, que con la guerra casi perdida la KM fuera capaz de organizar ceremonias tan grandiosas, todo el mundo impecablemente ataviado, la banda del Friedrich der Große tocando las más gloriosas y patrióticas piezas de su repertorio, y los buques en presencia luciendo el engalanado de gran parada, como si el relevo de un vicealmirante cincuentón que jamás hizo nada, por otro de la misma quinta que sí había hecho algo, aunque casi nadie supiera qué, mereciese tanto trabajo y tanto engorro.
Una ceremonia no solo patética, sino que, como casi todas las teutonas, duraba demasiado. Eso se lo decía pasadas las doce, cuando sus tripas insinuaban que sin haber repostado desde las cinco era de lo más natural que sintiera un hambre de lobo, pero no había solución. En todo caso, implorar a los cielos que aquello acabase de una maldita vez.