Viernes, 29 de diciembre de 1916
Ya no nevaba. La mañana invitaba a recorrer el Berlín más de las mujeres: el de la ropa. No podría contar con Rolf, atrapado en una visita inevitable al KM Hauptquartier, lo que no lamentaba, porque Rolf, un hombre cabal y normal, era pésimo para ir de tiendas. Gabriele Liman von Sanders le había dado un par de direcciones, aunque no estaba segura de que aún valiesen de algo. Por fortuna. Inga se mostró encantada de acompañarla, tanto que habría cancelado cualquier plan que tuviera con tal de pasarse la mañana, y quizá también la tarde, paseando por Berlín con una cuñada que ya era una hermana, lo que a Queralt le conmovía, un poquito. De ahí que a primera hora dejaran la Gendarmenmarkt, caminaran hasta Mittelstadt, la estación más cercana del Untergrundbahn, para media hora después volver a ver el sol en la Wittenbergplatz, a pocos pasos del paraíso de las berlinesas: el Kaufhaus des Westens, o KaDeWe.
—¿De veras hay cuatro líneas de metro…, U-Bahn, decís?
—Ahí nos hemos quedado. Había planes para unas cuantas más, pero la guerra los ha parado. Como casi todo.
Queralt pensaba en Barcelona, cuyos proyectos de un ferrocarril metropolitano llevaban años en el limbo. Era de lamentar que incluso Istanbul tuviera ya una línea subterránea.
—Y ese KaDeWe adónde me llevas, ¿qué cosa es?
—Un comercio muy grande. La idea vino de los Estados Unidos. Allí hay comercios enormes con muchas secciones, cada una especializada en una cosa. La gente, allí, encuentra en media hora lo que le llevaría un día entero de patearse las calles. El KaDeWe tuvo éxito nada más abrir, aunque ahora está muy alicaído, como todo en Berlín. Aun así, hay cosas que funcionan, como el Bereit zu Tragen. Tienen figurinistas que diseñan modelos y costureras que los cortan y los cosen. Los ponen a la venta en las secciones de mujeres. Los hacen de varias tallas, para más altas, más bajas, más gordas y más flacas. Tú buscas y rebuscas, y casi siempre das con algo. Como rara vez es caro, lo pagas, te lo llevas y lo estrenas por la tarde, si quieres. El Bereit zu Tragen, antes de la guerra, era estupendo, pero ahora el KaDeWe solo se atreve con ropa recia, resistente. De todos modos, pasarse una mañana en el KaDeWe, hurgando entre lo que tienen, o en lo que les queda, sigue siendo entretenido.
—Tú aún estás en edad de estudiar, ¿verdad?
—En el último año. Ahora no aprietan tanto como antes. Igual por eso lo llevo bastante bien.
Se sonrieron con mutua simpatía; en la parte de Queralt, porque tenía presentes los agobios del latín, la costura, las labores y la religión, las cuatro estupideces con que las Damas Negras torturaban a sus resignadas alumnas.
—Aquí os dejan estudiar lo mismo que a los chicos, me dijo Rolf. ¿Sabes ya qué harás cuando te gradúes?
Inga se lo quedó pensando, aparentando palpar la entereza de un corsé. Queralt, que no le quitaba ojo, se dijo que dudaba más de lo razonable. Como si lo que de veras quería estudiar no era lo que le dejarían hacer.
—Todos dicen que cuando acabe la guerra la situación será difícil, que habrá mucho paro y pocos puestos de trabajo que valgan la pena, porque los buenos se reservarán a los oficiales desmovilizados. En casa, hoy, no vivimos mal, pero es porque nos comemos los ahorros. A este paso no tardaremos en tener problemas. A eso se debe que Wally se haya puesto a trabajar en un despacho de abogados, unos conocidos de mi madre. Le pagan poco, pero mejor será eso que nada si las cosas se ponen tan mal como dicen que se van a poner. Por eso no me hago ilusiones. Quería ser abogada y diplomática, como el abuelo y mis tíos, pero intuyo que acabaré haciendo cualquier cosa, del estilo de Magisterio, si no algo aún más repugnante. Algo, eso sí, con lo que pueda encontrar trabajo.
—¿Harán falta más maestros de lo normal?
—Muchísimos. Quizás en Istanbul no se note, pero a los pocos meses de comenzada la guerra, cuando los muertos ya eran docenas de miles y se veía que sería un asunto de años, los alemanes empezamos a reproducirnos como locos. Bueno, yo no —volvieron a sonreírse—, ni vosotros tampoco, pero mira en derredor y verás cantidad de mujeres preñadas, y de carritos de bebés. Las guarderías están a rebosar, y eso que cada día se abre una nueva. Es instintivo, dice mamá: el Reich necesita cubrir bajas, y para eso nada mejor que aprovechar los permisos. Los hombres vuelven del frente con sus pañoles tan a reventar que cuando se largan dejan atrás una barriga incipiente, la cual será, nueve meses después, otro proyecto de soldadito, si no de molde para fabricar más soldaditos. Todos estos hijos de la guerra deberán ir al colegio, y después a la escuela, de modo que harán falta muchos maestros. Es una profesión donde las mujeres no estamos mal vistas, así que ya lo tienes: me guste o no, me veo de Frau Rottenmeyer a la que pase un par de años.
Queralt aún se acordaba de las terroríficas Heidis Lehr und Wanderjahre y Heidi kann brauchen, was sie gelernt hat, de modo que sobrevino una nueva ronda de sonrisas, esta vez a la vista de unos camisones que parecían bordados en esparto.
—Sospecho que no está bien visto que tu hermano y yo sigamos sin descendencia.
—Por nuestra parte, no. Por la de los parientes, y los amigos… pues sí, pero no dará tiempo a que la gente murmure porque os marcháis en cuatro días. Disfrutad, mientras podáis.
Queralt se quedó mirando a su cuñada, especulativa. Estaban tras una cortina, donde con toda naturalidad Inga se probaba un bustier, demostrando que la cultura germana prescindía del pudor entre mujeres. Le quedaba pequeño; de ahí el ahorrar a su cuñada el trabajo de volver a vestirse, saliendo en su lugar a buscar una talla mayor. Inga, reflexionaba según hurgaba en el desordenado montón de prendas íntimas, estaba desarrollada del todo, incluso más de lo que recordaba ella de sí misma cuando sufría sus propios diecisiete años, los de la Semana Trágica. Tenía un cuerpo bien proporcionado, y cuando se arreglaba debía de ser una imponente chica en absoluto depilada. De cara no estaba lejos de serlo, pese a resultar un punto equina, por culpa de una quijada que, si bien a un hombre le sentaría bien, a una mujer ya no tanto. Siendo inteligente, y muy bien educada, debía de tener numerosos aspirantes al empleo de pretendiente. Bien, pues ya tenía una cosa de la que hablar. Un alivio, porque no se le ocurrían muchas. Inga le caía muy bien, pero el caso era que se le había olvidado cómo era conversar con señoritas europeas de menos de veinte años.
—¿Y tú? ¿Tienes algún interesado en dar hijos al Reich?
Lo preguntaba según le ayudaba con un recio brassiere alemán, fabricado en Boblingen por la Mechanische Trikotweberei Ludwig Maier. Ni de lejos recordaba la delicadeza y la suavidad de los que le hacían sus vecinas y caseras, las adorables monjas francesas que no solo le limpiaban el piso y le cuidaban la ropa, sino que se ganaban un dinerillo cosiendo descocadísima lencería —sobre figurines un punto anticuados de Madeleine Vionnet— para las europeas desterradas en Istanbul.
—No. Los de mi edad no me dicen nada, y los que sí me dicen están en el frente, salvo los que han vuelto tan averiados que, por mucha pena que me den, ni se me ocurre tontear con ellos. Si algún día me caso será con uno al que no le falte nada, un brazo, una pierna, un ojo o un huevo. —Queralt se rio, encantada de ver que Inga tenía un sentido del humor compatible con el suyo—. La verdad es que no pienso en eso. Es difícil sentir tentaciones cuando no hay tentadores a mano, ¿verdad? —Queralt asintió, aunque no muy convencida; ella siempre tuvo muchas—. ¿Y tú? ¿Cómo fue lo tuyo con Rolf? ¿Le hiciste sufrir mucho?
—Me temo que no. Al día de conocerle ya se me caían las bragas por él. —Inga se desorbitó un poquito de mirada, encantada de oír lo que oía—. Por mi parte, un flechazo de novelón francés. Por la suya…, pues me parece que también.
Se cogieron las manos, embelesadas e indiferentes a que Inga seguía con las tetas al aire. Una incipiente aunque gran amistad entre mujeres no suele prestar atención a esas cosas.
—Si entra la vigilanta puede pensar cosas raras.
—Ya me visto. Qué mierda de prendas. —Lo decía según arrojaba, lo que se había probado y lo que no, a la mesa-cesto de la nada delicada ropa interior—. Ojalá termine pronto la guerra y podamos volver a París. Fui con mamá y Wally hace tres años, y me pareció no solo la mejor explicación del als Gott in Frankreich, sino el paraíso del sousvêtement. ¿Tú has estado allí?
—Una vez, a los dieciséis. El santuario de la lencería francesa, tienes razón, pero ya está bien de corsés. ¿Adónde vamos ahora?
El tiempo, en Berlín, a veces da sorpresas. Una muy agradable fue que saliera el sol. No de un modo primaveral, pero sí al de invitar a pasear. A eso se pusieron nada más dejar el KaDeWe, a caminar hacia el Unter den Linden según visitaban las dos tiendas —ambas desaparecidas— que recomendase Gabriele, de ahí a la Museuminseln, que unas cosas con otras Queralt seguía sin conocer, para terminar tomando un té y un pedazo de tarta que no estaba mal del todo. Lo hacían en el mejor lugar de Berlín, según Inga, para que las señoritas elegantes merendaran como Dios manda: el Operncafe del Prinzessinenpalais, desde cuyos no muy limpios ventanales contemplaban el más encantador de los parques diminutos de Berlín; el Prinzessinen Garten.
—¿Qué haréis cuando volváis a Istanbul?
—Pues seguir con nuestra rutina. Yo, de traductora en el Estado Mayor de la Marina. Tu hermano, allí mismo, de oficial de información. No creo que haya cambios en tanto no acabe la guerra, porque a Rolf ya se lo han saltado un par de veces a la hora de los traslados. En la KM no es normal que de Kapitänleutnant en adelante se permanezca más de tres años en el mismo puesto, pero él debe de ser insustituible, supongo que por hablar turco. Le fastidia, porque preferiría servir en un barco. El no jugarse la vida cada día no le consuela mucho, pero ya me ocupo yo de que se resigne. —Le guiñó un ojo, a lo que Inga sonrió con su mejor sonrisa de complicidad—. En cuanto a mí…, pues aprendo lo que puedo, pensando en el futuro. No sé qué será de nuestra vida cuando acabe la guerra, pero intuyo que cuanto más sepa de los turcos mejor me podré ganar la mía.
—¿Piensas seguir trabajando? ¿Incluso si tenéis niños?
—Sí. La vida de ama de casa no es para mí. He visto a mi madre aburrirse tan a morir que de ninguna manera querría vivir lo mismo. Una cosa es que me divierta cuidar de nuestro nido, y preparar de vez en cuando una cena pecaminosa, y bailar la danza del vientre para mi hombre —Inga le regaló una gran sonrisa—, y otra que solo me dedique a eso. Y hay más: una mujer de su casa no solo termina por aburrirse, sino que aburre a todo el mundo, empezando por su marido, y si hay alguien a quien no puedes aburrir es el tipo con el que te acuestas, porque a la que pueda se buscará una que le divierta, y desde ahí solo te quedará resignarte a ser el pedazo de carne que se ocupa de la caverna y de los cachorros, y de mirar para otro lado cada vez que tu dueño y señor te ponga un cuerno. Una mujer que sale, que trabaja y no de cualquier cosa, sino de algo que le haga pensar, siempre tiene cosas para contar, además de que conserva su capacidad de comprender lo que le cuente su marido, y así este verá que hablar con ella, y convivir con ella, y salir con ella, y hacer la vida con ella, es no solo agradable, sino también divertido. Por otra parte, si a pesar de todo el muy cabrón te planta, si no es que decides plantarlo tú, conservarás tu independencia, porque al tener tu trabajo también tendrás tu dinero, y así jamás te hará falta sacrificar tu dignidad para poder comer. Ya ves, a fin de cuentas, no es más que prudencia y aceptar que los cuentos de hadas suelen acabar de muy mala manera.
—Lo tuyo con Rolf, ¿es un cuento de hadas?
—Por ahora pienso que sí, pero prefiero no hacerme ilusiones. La vida no solo es muy larga. Inga. También es muy puta. Tomar precauciones suele ser aconsejable.
—¿Y cuáles tomas tú?
—Tratar, por todos los medios, de que nunca deje de mirarme como me miró el día en que nos conocimos.
—¿Y eso cómo se consigue?
Queralt se lo quedó pensando. No quería contestar lo primero que le viniese a la boca.
—Con imaginación y sensibilidad. Hay más ingredientes, por supuesto, pero esos dos son los esenciales.
Ahora fue Inga quien se lo quedó pensando. Lo que oía le parecía fascinante, quizá porque ninguna de sus hermanas casadas, ni tampoco sus cuñadas, hacía otra cosa que desvivirse por los suyos, y en especial por los dueños de sus vidas.
—¿Rolf sabe que no piensas dejar de trabajar?
—Sí, claro. No solo eso: le gusta que lo haga. De hecho, el plan que nos hicimos, antes de que la guerra, fue que cuando dejara la KM montaríamos una consignación naval en Barcelona, y ahí seríamos no ya marido y mujer, sino socios que trabajan codo con codo, cada uno en lo que haga mejor.
Un gesto de sorpresa teñida de admiración.
—Rolf es estupendo, pero no le sabía tan liberal.
—¿Te sorprende?
—Un poquito. Mi familia es avanzada, cuando menos en el Berlín de los que tenemos mayordomo y doncellas —Queralt devolvió el gesto de sorpresa; Inga, definitivamente, sabía llamar a las cosas por su nombre—, pero de liberal no tiene mucho. Mejor: los hombres son los que no tienen mucho. Mamá, para que te hagas una idea, fue quien aconsejó a Wally que trabajara. Se lo dijo bien claro, además: cuando acabe la guerra el número de alemanes casaderos habrá disminuido bastante, y el de alemanas sin una dote de importancia será mucho mayor. Wally caerá de lleno en esa categoría, y si a eso le sumas lo que no hace falta decirle, pues bien que lo sabe, será bueno que aprenda cuanto antes a ganarse la vida por sí misma.
Queralt no necesitó preguntar qué sería lo que no hacía falta decir a Wally. En su fría evaluación de cuñada objetiva, le salía que tres de las hermanas Wichelhausen quedarían bastante arriba en el censo de bellezas berlinesas, pero la cuarta, Waltraut, tenía muy poco de seductora. Si a eso se sumaba que no le parecía especialmente inteligente, aunque sí bastante antipática, era para descartarla en el papel de Scheherazade.
—¿Es muy caro ir en tren a Istanbul?
—Pues no lo sé. Nuestros pasajes los pagó la KM. La diferencia entre primera clase y coche cama la puso el Estado Mayor. El otomano. ¿Por qué lo preguntas?
—Por ir con vosotros. Vuestra casa no es pequeña, dijiste. Y yo no abulto mucho. No solo es que tenga ganas de ver mundo. Es que Berlín me aplasta. Es todo tan triste, tan gris…
—No pienses que Istanbul es más alegre. Por otra parte, la gente de aquí sí parece que se divierte. No sé cuál de tus hermanos dijo la otra noche que hay cuatrocientas veinticinco salas de cine, solo en Berlín. En Istanbul, para que te hagas una idea, no hay ni una. Las películas que nos mandan desde Berlín las vemos en un barracón de Ístinye. Gracias a Souchon, que ha mandado habilitarlo como si fuera un Kino de la Ku-Dam. De no ser por eso nos moriríamos de asco.
Inga prefirió pasar de puntillas sobre las posibilidades de morirse de asco en Istanbul.
—Lo de las cuatrocientas salas es verdad, pero solo pasan películas alemanas y austríacas. Son horribles, porque la propaganda es atroz. Exaltación de valores patrios, a patadas, pero de amor y alegría, nada de nada. Hasta no hace mucho llegaban algunas de Hollywood. Censuradas, que los cortes se notaban mucho, aunque al menos te reías. Dicen que, si ahora no ponen ninguna es por ser inminente que los USA nos declaren la guerra, y se pretende que a los americanos los veamos como enemigos, no como a tipos que hacen películas de risa y de indios.
Queralt se concentró en la tarta. Prefería que se desvaneciera esa barbaridad de ir con ellos a Istanbul.
—¿Sería un problema si me fuera un mes con vosotros?
—En lo personal, no. A Rolf y a mí nos encantaría tenerte un mes con nosotros, sobre todo porque ya no tendríamos que hacernos la cama —se sonrieron, divertidas—, pero en lo no personal sí que lo sería. Las razones son varias, aunque la principal vale por todas: la Istanbul de hoy no tiene nada que ver con la Constantinopla de cuando llegué. Las europeas hacíamos en esa lo que nos daba la gana. En la de hoy, ni salir a la calle. Yo soy una excepción porque hablo turco, me disfrazo de turca y tengo documentos turcos, pero tú, aunque te calzáramos el niqab más negro de todos los niqabs, a la que dijeras una palabra se te vendría el mundo encima. Hoy no solo pasa que la religión, el Islam, se ha radicalizado a extremos inimaginables. Ocurre también que, a los europeos, y sobre todo a los alemanes, el populacho nos echa la culpa de todo, empezando por el racionamiento, siguiendo por lo mal que se vive y acabando en los cientos de miles de muertos que les han hecho entre ingleses, franceses, rusos y beduinos. El populacho existe para que haya culpables, y los alemanes, allí, cada día que pasa somos más y más los que tenemos la culpa de todo. A eso se debe que haya tantos atentados. Entre bombas y tiros, específicamente apuntados contra soldados alemanes, llevamos el ni se sabe de muertos y heridos, y los que llevaremos. Los oficiales se disfrazan, igual que nosotras. Se dejan bigote, se lo tiñen, y también el pelo, y van por la calle con fez tratando de pasar por turcos, pero no dan el pego, porque a la que abren la boca están perdidos. Bueno, Rolf no, porque había un Orta Türkçe francamente bueno, pero de no ser así no pondría los pies en la calle sin escolta. Estando así las cosas, y teniendo nosotros que ir a trabajar sin volver hasta muy avanzada la tarde, ¿qué clase de vida podrías hacer en Istanbul? Piénsalo, porque no podrías ir ni a la compra.
Inga tardó en contestar. Parecía no haber contado con todo eso. Igual no era tan madura, pensaba Queralt.
—Tal como lo dices, no es ni para pensárselo.
Queralt asintió, lanzándose tras eso a terminar su Earl Grey. Estaba empezando a oscurecer, y le apetecía ganar el calor y la comodidad de la casa de su suegra. Cualquier cosa, menos seguir aparentando una paciencia que no tenía.
—¿Te parece que nos vayamos? Tenemos casi un kilómetro, y hacerlo a oscuras me da un poco de miedo.
Era verdad, se añadía Queralt según se levantaban. No había caído hasta ese momento, pero la iluminación de Berlín era tan mortecina como la de Istanbul. Quizá, en esa forma, el káiser o quien carajo fuese hacía saber que la guerra proseguía.