Lunes, 4 de marzo de 1918

Souchon estaba citado en el Bendlerblock. La reunión la convocaba Scheer. Había rumores de que los rusos, abrumados por las últimas acciones alemanas, estaban próximos a tragar las duras condiciones que Von Hertling, el kanzier desde hacía cinco meses, había despeñado para una paz entre Alemania y sus aliados, de una parte, y la RSFSR, o Russische Sozialistische Federative Sowjetrepublik, de la otra. Sería una reunión numerosa, ya que participarían los vicealmirantes y contralmirantes con mando, y sus Flaggleutnants. Scheer bien sabía que no quedaba un Vizeadmiral o Konteradmiral que a esas alturas de su carrera —incluido él— supiera tomar una miserable nota.

Tras una sucinta explicación de por qué se hallaban allí tomó la palabra Von Trotha. Comenzó por lo crucial: a las seis de la tarde del domingo 3 se había formalizado en Brest-Litovsk un tratado de paja con la RSFSR. Lo firmaron el Imperio alemán —representado por el secretario de Asuntos Exteriores, Richard von Kühlmann—, el Austro-húngaro —por el ministro de Asuntos Exteriores Ottokar von und zu Czernin-Chudenitz—, el otomano —por el gran visir Talat Paşa— y Bulgaria, con su primer ministro Vasil Radoslavov. Por parte de la RSFSR firmó un plenipotenciario llamado Grigori Yakovlevich Sokolnikov uno de los siete miembros de un directorio al estilo socialista que llamaban Politburo. El tratado ponía fin a la guerra con la RSFSR en unas condiciones no perfectas, aunque sí satisfactorias para los tres imperios. Quizá demasiado satisfactorias, opinaba él y opinaba su jefe, que asentía, porque todo indicaba que la RFSFR, desmembrada, desnortada y hambrienta, se dirigía con rapidez a una guerra civil entre los partidarios de un orden similar al de las potencias avanzadas y los revolucionarios arracimados en derredor de un tipo apodado Lenin que pretendía contagiar a todo el mundo la revolución socialista, lo cual se consideraba peligroso para la KM, pues el número de motines registrados en los últimos meses, aun siendo de poca importancia, ya era de preocupar.

Si bien los usos prusianos en cuanto al devenir de las conferencias ordenaban que las cuestiones se plantearan al final, los almirantes no solían aguantarse las ganas de preguntar sobre la marcha, se sospechaba que porque de hacerlo igual se les olvidaba lo que deseaban inquirir, y eso sin entrar a considerar que aquella la presidía un simple vicealmirante que, por si fuera poco, no era un Von. Las preguntas con que asaetearon a Scheer partieron de los vetustos almirantes Von Heeringen, Von Krosigk y Fürst von Hohenlohe-Langenburg. Von Trotha y Scheer les contestaron con la paciencia y el respeto que por su rango merecían, lo que llevó cerca de media hora. Wichelhausen aprovechó tan largo tiempo —los almirantes solo preguntaban bobadas, como suele ser propio de los almirantes— para revivir una cena de Nochebuena donde le tocó explicar a su madre, a sus hermanos y a sus cuñados —no a Queralt, que estaba muy al corriente— lo sucedido en Petrogrado mes y medio antes, y las repercusiones que parecía tener. A él mismo, que pese a su buena voluntad y su mente abierta no dejaba de ser un oficial prusiano, le sorprendía la facilidad con que una chusma de obreros cochambrosos y soldadesca zarrapastrosa se había hecho con el poder en la Rusia nacida de la Revolución de febrero, valiéndose de la suprema incompetencia de una clase política indigna de gobernar nada e incapaz de dirigir nada, empezando por una guerra en la que solo cosechaban catástrofes, como había comprobado él, en persona, durante Albion, donde si los defensores hubieran sido alemanes a sus jefes no les habría quedado más alternativa que suicidarse para no ser fusilados. También era verdad, reconoció, que Alemania quizá despreciaba en exceso a los conductores de la sublevación o de la revolución, lo que fuera. Los identificados no les decían nada, salvo el tal Lenin, aunque a partir de lo que sabían él y Queralt sería bueno aprenderse los nombres de Sokolnikov, Trotsky, Stalin, Bubnov, Kamenev, Krestinsky y Zinoviev, los mismos que Von Trotha recitaba con hastío, respondiendo a la pregunta de un Von Ingenohl aún más lento de pensamiento que cuando mandaba la Hochseeflotte.

La segunda parte de la disertación resultó más entretenida, ya que trataba de las ganancias territoriales a costa de la RSFSR. Así, el Imperio otomano se hacía con Batumi, Kars y Ardahan —antiguas posesiones otomanas en Anatolia oriental arrebatadas por los rusos en 1878—, además de imponer a los bolcheviques el desarme de las llamadas «fuerzas nacionales armenias». El Deutsches Reich administraría Polonia, Lituania, Bielorrusia occidental y la península de Curlandia. Letonia, Estonia y Finlandia serían declaradas independientes, quedando la garantía de sus fronteras a cargo de los Imperios alemán y austrohúngaro. La República Popular Ucraniana, de independencia reconocida por el Deutsches Reich, pasaba a ser aceptada por la RSFSR, con lo cual, se decía Wichelhausen, el Yavuz Sultán Selim al fin podría visitar el dique seco de Sebastopol, demostrando que la vida no podía ser más loca, ni más retorcida, de igual modo que la RSFSR aceptaba que Persia y Afganistán pasaban a ser países independientes. Bulgaria y la RSFSR, por último, cesaban en su estado de guerra, de modo que Bulgaria se podría concentrar en su lucha con Grecia, Montenegro y Rumania. Con eso terminaba la segunda parte, sin que hubiera preguntas; pudiera ser que Von Trotha sabía explicarse, aunque también podría suceder que los almirantes eran diestros en camuflar sus cabezadas tras los monóculos. Fuera por lo que fuese, y tras servirse un fuerte café turco —a los despachos principales del Bendlerblock no llegaban las achicorias—, Von Trotha comenzó con la tercera parte; las oportunidades.

El hecho de volcar en el oeste cincuenta divisiones recuperadas del este, antes de que los Estados Unidos aportaran el millón de hombres comprometidos, no solo constituía una gran oportunidad de ganar la guerra, sino la última. El Reich bordeaba el agotamiento, la población tenía la moral muy baja y las tropas resentían la falta de suministros, desde alimentos a uniformes, desde capotes a botas, desde los nuevos stahlhelm[31] a las nuevas máscaras antigás. Al Heer, en suma, le faltaba de casi todo, por la escasez de materias primas. En lo único que no había escasez, gracias al buen funcionamiento de la industria militar, era en armas, municiones y, específicamente, aviones, de caza y de bombardeo. Ahí no pocos asistentes elevaron sus cejas, tanto que más de un monóculo se desprendió de su alvéolo; en los altos mandos de la KM, y salvo Souchon, se sentía un considerable desprecio por la Marine-Fliegerabteilung, la fuerza aérea de la KM; tampoco apreciaban mucho lo que sabían de la Luftstreitkräfte, el arma aérea del Heer; les asombraba, en particular, que se invirtieran cuantiosos recursos en eso cuando hacían falta cientos de submarinos y miles de Sturmpanzerwagen[32]. Aun así, Scheer estaba convencido de que los recursos trasladados al oeste pronto se harían notar, aunque ni sabía en qué forma ni cuándo sucedería, y si lo supiera no podría decirlo. Sí podía decir que si bien la implicación de la KM no sería grande, quizá se planteara la conveniencia de sacar las unidades al mar, en busca de un nuevo Skagerrakschlacht, de modo que si la demostrada superioridad alemana en construcción naval inclinase la balanza del lado de la KM, se pudiera invertir el rumbo de la guerra, no solo por hacer llegar al Atlántico naves de combate y así dificultar el sistema de convoyes habilitado por la Royal Navy y la US Navy, sino por abrir paso a la ingente masa de submarinos que tan cerca se hallaban de alcanzar el estado de combate. Para ello, y si bien aún no había planes, urgía a los comandantes de flotas y escuadras que reforzaran los programas de capacitación, repostaran, carbonearan y amunicionaran sus unidades, las pusieran tan a punto como jamás lo hubieran estado y fueran cicateros en materia de permisos, de modo que si de un día para otro fuera preciso hacerse a la mar, a ningún buque le pasara lo que al Indefatigable cuando se dio con el Goeben, que por faltarle noventa fogoneros no pudo impedir, ni siquiera dificultar, que Souchon cambiara el destino del mundo. Ahí él y el aludido se miraron largamente, hasta que este respondiera con una inclinación de cabeza. Por parte de Scheer, todo un reconocimiento público. Tardío, pero aun así de agradecer.

El buque del diablo
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