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Cuatro días más tarde, Alex estaba sentada en un frío pedrusco tallando una rama de aliso hasta reducirla al tamaño de un palillo de dientes, mientras esperaba que hirviera el agua del café. Soplaban fuertes rachas de viento del noroeste, gélido y húmedo. A lo lejos, el río Moss centelleaba con los rayos del sol, como una cinta serpenteante por un profundo valle de árboles desnudos, abetos plateados y el verde más oscuro de la densa cicuta y de los plumosos pinos blancos. El frío aire olía a frío, lo cual quería decir que, para Alex, era totalmente inodoro, algo a lo que estaba bastante acostumbrada, dado que llevaba más de un año con el olfato atrofiado.

Aquel frío era una auténtica sorpresa, pues nunca había recorrido el Waucamaw a finales de septiembre. El Paraje Natural de Waucamaw solía constituir una aventura veraniega familiar, cuando los fastidiosos jejenes, los mosquitos chupasangre y ese calor capaz de derretir a una persona eran sus mayores preocupaciones. Ahora empleaba las mañanas en pisotear el hielo quebradizo y deslizarse por rocas áridas y raíces cubiertas de escarcha. El estado del camino era traicionero: cada paso se convertía en una invitación a torcerse un tobillo. Cuanto más avanzaba hacia el norte y más se acercaba al lago Superior —aún le quedaban dos días y lo único que se distinguía en el horizonte era una especie de bruma púrpura—, más parecía empeorar el tiempo. Sólo podía divisar, en dirección al lejano oeste, bajo una capa de nubes de color pizarra, los ligeros y azulados remolinos de lluvia soplando hacia el sur. Pero delante le aguardaba un cielo cerúleo: un día que se prometía despejado y perfecto y que, estaba segura, a sus padres les habría encantado.

Si fuera capaz de recordarlos.

Al principio fue el humo.

Tenía quince años y por aquel entonces era huérfana, un fastidio, aunque ya había tenido un año para superarlo. Luego, cuando a pesar de haberse extinguido el fuego aún perduraba el olor a humo, su tía, convencida de que estaba viviendo una de esas crisis postraumáticas, la llevó a ver a una loquera: una aspirante a la Gestapo de cuyo aspecto podría deducirse que calzaba tacones de aguja y fustigaba a su marido: «Ah, sí, ese nhumo es una rrrepetizión del accidente de tus paddres, ¿yah?». La loquera resultó ser también muy lista y mandó a Alex al doctor Barrett, un neurocirujano que dio con el monstruo.

Por supuesto, el tumor era cancerígeno e inoperable, así que recibió quimioterapia y se le cayeron el pelo y las cejas. La parte positiva era que ya no tenía que depilarse las piernas ni las axilas. La parte negativa era que los antivomitivos no funcionaban —qué suerte— y devolvía cada cinco minutos, lo que hacía alucinar a las bulímicas del instituto, porque ella era, en esto, una auténtica profesional. Entre un tratamiento y otro, dejaba de vomitar y el pelo volvía a crecerle, abundante y rojo como la sangre. Una jaqueca crónica se le había instalado en las sienes, pero, como Barrett le dijo, nadie se había muerto nunca de dolor. Cierto, pero hay días en los que tampoco te apetece vivir. Por fin, el olor a humo se desvaneció… aunque con él se fueron todos los demás olores, porque el monstruo no menguaba, sino que continuaba creciendo y mascando en silencio.

Nadie le advirtió que, cuando no hueles nada en absoluto, se te borran muchos recuerdos. Como el olor a pino evoca instantáneamente el espumillón, las luces de Navidad y un ángel que brilla, o la nuez moscada y la canela de la despensa te traen a la memoria una luminosa cocina y a tu madre tarareando una canción mientras extiende el hojaldre en un recipiente de vidrio. Sin sentido del olfato, los recuerdos se te escurren como monedas en un bolsillo roto, hasta que todo el pasado se convierte en cenizas y tus padres, en un espacio en blanco: no te queda más que los agujeros de un queso suizo.

Un golpeteo intermitente, entre un cortacésped y un rifle semiautomático, rompió el silencio. Al cabo de un momento, descubrió el avión —blanco y con una sola hélice— sobrevolando el valle, en dirección al noroeste. Miró el reloj: las ocho menos diez. No fallaba. Después de cuatro días, dio por sentado que se trataba del mismo avión, que hacía dos trayectos diarios: uno un poco antes de las ocho de la mañana y otro sobre las cuatro y veinte de la tarde. Podía poner el reloj en hora.

El zumbido se desvaneció y volvió a reinar la calma en el valle, como si lo cubrieran con una campana de cristal. A lo lejos se oía el hueco toc-toc-toc de un pájaro carpintero. Tres cuervos se entretenían irritando a otro en los pinos y un halcón trazaba una especie de espiral en el cielo.

Se echó el café y se oyó a sí misma tragar. No olía ni sabía a nada, tan sólo era marrón y estaba caliente. Luego percibió de reojo algo que se movía hacia la derecha: algo suave y borroso de color canela. Miró de repente, esperando encontrarse con una ardilla simple o, tal vez, con una listada.

Hallar al perro fue una auténtica sorpresa.