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Está muerta? —preguntó Ellie.
—No lo sé. —Las habían apartado de la camioneta y Alex tenía que estirar la cabeza para mirar por encima de los altos tallos. Lo único que acertaba a ver era a la perra tumbada en el suelo cubierto de nieve; deseó que hubiera aprendido la orden «cállate». Por desgracia, no lo había hecho y, como no dejaba de ladrar, uno de los dos hombres (ambos eran bastante viejos, más o menos de la edad de Larry, pensó Alex) decidió usar el rifle como bate de béisbol. Tal vez fuera mejor así. Con un mazazo en la cabeza, la perra aún tenía alguna posibilidad. Un disparo y todo se habría acabado. Alex contempló cómo el pecho del animal subía y bajaba pesadamente y luego volvía a subir—. No, está respirando. Sólo la han dejado inconsciente.
—Me obligaron a tocar el silbato. —Ellie miró a la mujer—. Ella me dijo que dispararían a Mina si no lo hacía.
Desde detrás del rifle, la mujer intervino:
—Y lo haré si no te callas.
—Está bien, Ellie. —Alex dirigió su atención hacia Tom, que estaba desmontando la tienda grande. El más viejo de los hombres lo apuntaba por la espalda mientras trabajaba. El que había pegado a Mina ya había guardado la tienda pequeña y estaba examinando el colchón hinchable. Habían encontrado todas las armas, salvo el cuchillo de bota y la Glock, que seguía en la riñonera que llevaba abrochada a la cintura, bajo la chaqueta de piel de borrego que se había llevado de la estación de los guardabosques. Rezó para que a nadie se le ocurriera abrirle la chaqueta. La mayoría de la munición estaba en un estuche aparte que habían cogido del armero y vio cómo el hombre más joven la extraía.
—Aquí está todo. —Al tipo parecía que le habían estampado un hierro en la cara cuando era pequeño—: Tengo calibre cuarenta y cinco, nueve milímetros y veintidós para la Buck Mark.
—¿Y para el rifle y la escopeta? —gritó la mujer por encima del hombro.
—También. —Cara de Hierro abrió el estuche—. Me llevo la Winchester. Estoy harto de esta antigualla del veintidós. Me dan ganas de tirarla.
—No vamos a tirar nada —gruñó el hombre mayor. Era calvo, grandote y rubicundo y tenía los carrillos recubiertos de una barba grisácea de varios días y de capilares rotos que dibujaban una suerte de mapa de carreteras—. Nunca se sabe cuándo algo puede sernos útil. Nos lo llevamos todo: lo que ya traíamos y lo de ellos.
—Entonces, es como si nos matarais —se quejó Tom. Aseguró la bolsa de transporte de la tienda de campaña—. Os lo lleváis todo: nuestra comida, nuestras armas, la camioneta… Es lo mismo que si nos disparaseis aquí mismo.
—Si quieres, podemos hacerlo —replicó Cara de Hierro—. Así no andaréis pululando por ahí.
Tom lo ignoró.
—Por favor, dejadnos una pistola o el arco y una de las mochilas —le pidió al hombre calvo—. ¿Crees que voy a ir a reventaros los neumáticos con una flecha? Os lo lleváis todo, dejadnos por lo menos la oportunidad de luchar.
Alex captó la indecisión en el rostro del hombre mayor. Cara de Hierro también debió de captarla, pues dijo:
—Eh, cierra el pico de una vez. No lo escuches, Brett.
—Por favor —Tom insistió.
—Te he dicho que cierres el pico.
—Lo siento, pero no puedo ayudaros —contestó Brett—. Lo haría si pudiera, pero no puedo. Somos tres y tenemos un largo camino por delante hasta llegar al sur. He oído que tienen un campamento de refugiados del ejército. Si sois listos, deberíais dirigiros allí también.
—¿Con qué? Os lo vais a llevar todo —protestó Tom.
—A patita, como nosotros hasta ahora —dijo Cara de Hierro—. Todas esas granjas, toda esa gente muerta gracias a vosotros y a los de vuestra clase.
Ellie se puso colorada.
—Nosotros no hemos hecho nada. Mi abuelo murió. ¡Sólo sois unos matones con armas!
Alex percibió un atisbo de vergüenza en la cara de Brett, que Tom debió de percibir también, pues le espetó:
—Brett, el padre de esta niña era soldado. Muerto en acto de servicio en Iraq. Sirvió a su país y ¿ahora vais a matar a su hija?
—Brett —le advirtió la mujer.
—No puedes dejarla aquí, Brett —siguió Tom—. No eres esa clase de hombre.
A Brett se le cambió la cara.
—Podríamos llevárnosla. Tal vez sea una buena idea. ¿No dijeron esos tipos que el ejército admite a quien lleve a niños que no han cambiado?
—Y está Rule —observó Cara de Hierro—. Recordad, oímos que aceptaban a gente, con niños o sin ellos. Con niños mejor, supongo.
—¿Qué? —chilló Ellie.
—No. —Tom dio un paso al frente—. Sabes que eso no está bien, Brett. Quieres la camioneta, llévatela. Pero déjanos algunas provisiones. Aparte de por la camioneta, no vamos a estar ni mejor ni peor de lo que vosotros estáis ahora. Todo el mundo se quedará sin nada tarde o temprano.
Brett sacudió la cabeza.
—No es eso lo que he oído. Tengo entendido que el gobierno levanta y suministra esos campamentos, como hicieron en Nueva Orleans.
—¿Cómo? Brett, no sé de donde te has sacado eso. No hay ningún gobierno. La Costa Este ha desaparecido. Nada funciona.
—Vuestra camioneta sí.
—Porque es muy antigua. Sé que los militares deben de haber preparado parte de sus equipos contra este tipo de ataques, pero no hay pruebas y, si quieres mi sincera opinión, no creo que vaya a haberlas. Las cosas no van a volver a la normalidad en mucho tiempo, Brett.
—No me digas lo que ya sé. —El semblante de Brett se oscureció—. Cuando ocurrió esa cosa, la mujer de Harlan cayó muerta. Un día después, perdí a Jenny a manos de uno de los tuyos.
—Siento mucho tu pérdida —dijo Tom—, pero nosotros no hemos cambiado.
—No, todavía no. En cuanto lo hagáis, todo esto que tenéis no os servirá de nada.
—¿Y si no lo hacemos? Han pasado semanas. Si es cierto que están dejando entrar a gente con niños en los campamentos y en las ciudades, deben de saber que el cambio no va a producirse en todos los jóvenes.
—¿Lo ves, Brett? Eso es lo que yo te decía —intervino la mujer con pinta de abuela—. El ejército tiene que dejarte entrar si llevas a un niño. Los mayores no nos sirven, sólo nos causarán problemas, pero la niña pequeña…
—No —objetó Alex. Ellie se estaba apretujando contra ella. Las palabras de Larry reverberaban en su cabeza: «Puede que valgáis vuestro peso en oro»—. No podéis llevárosla.
—Brett —dijo Tom—, yo estoy en el Ejército y te digo que lo primero que van a hacer es cubrirse las espaldas, no hacerse cargo de ningún niño ni de nadie que no sea uno de ellos.
Brett parecía desconcertado.
—¿Eres soldado? ¿Has estado en Iraq?
—En Afganistán.
—¿Y qué estás haciendo aquí? ¿Por qué no estás allí?
—Estaba de permiso.
—¿Sí? —dijo Cara de Hierro (Harlan)—. Bueno, pues permiso cancelado, soldado. ¿No se supone que deberías estar ayudando, ahora que todo se ha ido al garete? No hay ejército en el norte —se dirigió a Brett—: está huyendo.
—Trato de mantener a mi gente a salvo —se defendió Tom, pero Alex percibió algo en su voz que no pudo descifrar y luego aquel pegajoso y penetrante olor químico y pensó: «Tom no sólo está asustado. Está mintiendo».
—Brett —contestó Tom—, ir directo al sur o al este no es seguro. Sólo hay una base al sur de donde estamos y estará repleta de refugiados. He visto lo que ocurre cuando las masas se descontrolan. No querrías estar en medio.
—Está asustado —masculló Harlan—. No es más que un maldito desertor.
—No —dijo Tom.
Pero Alex oyó —olió— un sí.
—¿Cómo sabes que el este no es seguro? —preguntó Brett.
—Por la radio que llevamos en la caja de la camioneta. —Tom les hizo un rápido resumen—. Ir al este sería lo peor que podríamos hacer. Brett, la luna se pone azul. Y verde. Eso sólo ocurre cuando hay mierda en el aire.
—¿Cuándo fue la última vez que oísteis algo?
—Hace unas dos semanas.
—Bueno, bueno, en dos semanas pueden ocurrir muchas cosas —intervino Harlan—. ¿Has dicho que se lo oísteis a alguien de Europa? ¿Cómo demonios va a saber un francés lo que está ocurriendo aquí? Acordaos de lo que esos bastardos hicieron cuando ocurrió lo de Iraq. Salvaron su propio pellejo.
—Harlan tiene razón —coincidió la mujer.
—Brett. —Tom dio un paso más para acercarse al hombre—. Venga, hombre, no eres un asesi…
A Alex se le hizo un nudo en la garganta al oír el estampido del rifle y Ellie soltó un pequeño chillido. Tom permaneció inmóvil. Desde la parte trasera de la camioneta, Harlan dijo:
—La próxima vez que te diga que te calles, Tom, te callas, o no desperdiciaré otra bala.
Por un momento, Alex pensó que Tom iba a desafiarlo, pero este sacudió la cabeza, y el corazón le dio un vuelco. Si Tom no podía salvarlos…
—Bueno, ya está —concluyó Harlan—, dame la maldita tienda. —Cuando Tom tiró al tienda a la caja, Harlan sonrió, dejando al descubierto una piña de dientes manchados que Alex podía oler a seis metros de distancia: años de tabaco de mascar y bourbon Jim Beam—. Las llaves.
«De verdad van a dejarnos aquí». Con una especie de incredulidad e indiferencia, Alex vio a Tom soltar las llaves de la camioneta y oyó el tintineo sordo y metálico que produjeron al contacto con la fina nieve. «Van a dejarnos aquí tirados en la nieve, en medio de la nada. Tenemos que hacer algo».
—¿De quién es el perro? —Como Alex no respondió, la mujer le golpeó la nuca con el rifle—. No voy a repetirlo. ¿Es tuyo?
—No, es mía —contestó Ellie—. Era de mi padre y después de mi abuelo y ahora es mía.
—Muy bien —dijo la mujer, sonriendo a Harlan—. Dos por el precio de una.
Harlan asintió.
—Sí, lo mejor será que nos las llevemos a las dos.
—¡¿Qué?! —gritó Alex.
—No estoy seguro, Marjorie —dudó Brett.
—Brett, si nos llevamos a la perra, no nos harán tantas preguntas, ¿entiendes? Todo el mundo tiene perros —alegró Marjorie—. Los perros y los niños son bienvenidos.
—¿Por qué? —quiso saber Tom—. ¿De qué estáis hablando?
Brett se encogió de hombros.
—Un par de tipos con los que nos cruzamos nos dijeron que los perros pueden predecir quién va a cambiar.
—¿También les robasteis? —les espetó Ellie.
Brett se sonrojó y Alex pensó que a lo mejor Ellie había metido el dedo en la llaga.
—No sabemos si es cierto —le dijo a Tom—. Es lo que hemos oído. Se dicen tantas cosas…
—Tenemos un niño y un perro —insistió Marjorie—: tendrán que dejarnos entrar.
—No. —Tom se acercó a Alex y a Ellie, que estaba apretujada contra la cadera de Alex—. No podéis llevaros a ninguna de las dos.
—Detente, Tom —advirtió Harlan.
—No pienso ayudarte —le dijo Ellie a Marjorie—. Le diré a Mina que te mate.
—Muy bien —repuso Marjorie, apuntando con el rifle—. Entonces, mataré al perro y aún nos quedará…
—¡No! —Tom y Alex gritaron al unísono y Tom saltó al frente. Marjorie lo vio avanzar, trató de apuntarle, pero Tom se agachó y la embistió, estiró las manos y rodeó el cañón. Giró con fuerza el rifle. Alex ahogó un grito y tropezó con Ellie, tirándola en la nieve al tiempo que Marjorie apretaba el gatillo. El rifle estalló, la bala pasó rozándoles las cabezas y Marjorie salió despedida hacia atrás, perdiendo el equilibrio. Tom se hizo con el rifle y se lo estaba apoyando en el hombro, dándose ya la vuelta, cuando Alex vio a Harlan, encima de la caja, girándose.
—¡Tom! —exclamó.