57
Era una auténtica estúpida.
Debería haber aceptado las gafas.
¡Qué tonta!
Se concedió un segundo para pensar en ello: Chris había salido de Rule, atravesando a caballo aquel caos y aquella carnicería y recorrido una distancia de varios kilómetros con el fin de traer libros para que un puñado de niños tuviese algo que leer. Y en medio de todo eso, se había acordado de ella. Podía imaginárselo vagando por calles desiertas, esquivando cadáveres y coches destrozados, con un ojo abierto por si aparecían los Cambiados o si le tendían una emboscada y el otro buscando las gafas de sol idóneas para una chica a la que apenas conocía y por como había reaccionado en otras ocasiones, lo más probable era se las tirase a la cara.
Que era lo que había hecho. Aunque no lo hubiera necesitado para obtener información, ser mezquina sólo por el gusto de serlo… no era propio de ella. «Estúpida».
Kincaid la mantuvo ocupada hasta muy tarde, casi hasta las nueve y, cuando salió corriendo a la entrada principal, no halló a Chris. Menos mal. Qué alivio. Sin embargo, se trataba de la primera vez que no enviaba a alguien a buscarla. ¿Tal vez una señal de que confiaba en ella y de que podía volver sola? No, después de lo de esta mañana, aquello era más algo como un gran «que te den, bonita».
—¡Ay, gracias a Dios! —Una auxiliar, Loretta, apareció agitada. Era una mujer rolliza, sin cintura y con el pelo cortado a lo cazo—. Chris me pidió que echara un vistazo fuera y lo avisara cuando Matt te hubiera dejado salir, pero estaba tan ocupada que se me ha olvidado.
Experimentó una pequeña sacudida. Alivio. Estaba aliviada y aquello la confundía todavía más. Una cosa era sentirse como una estúpida y otra, darse cuenta de que el importaba que él se hubiera enfadado con ella.
—¿Está aquí?
—Sí, pero… —Loretta la cogió del brazo y le susurró—: está con los enfermos. Voy a buscarlo.
—Te acompaño. —Alex empezó a alejarse por el pasillo—. ¿En qué habitación?
—La de Delmar. —Loretta revoloteó a su lado—. ¿En serio? Sólo me llevará un segundo. Deberías esperar en la puerta.
—No pasa nada. —Alex estaba examinando los nombres de los letreros: Holter. James. Mitchell. Dio con la habitación. La puerta, que tenía un cristal donde se reflejaban los tenues destellos naranjas de las danzarinas velas, estaba entreabierta. Sintió una bocanada de aire caliente procedente del calefactor de la habitación. Bueno, vale, se disculparía por ser tan burra o… en fin, ya se le ocurriría algo—. Es aquí…
Enmudeció. Sus ojos se posaron en la cama y en el hombre que yacía en ella. Estaba débil y esquelético y parecía tan seco y disecado que Alex no se habría sorprendido si una repentina ráfaga de viento hubiera tornado sus huesos en polvo. Una sonda nasal verde serpenteaba por encima de sus orejas y bajo la mandíbula. El único motivo por el que Alex deducía que aún estaba vivo era porque pestañeaba cada pocos segundos, como una tortuga: lenta y concienzudamente.
Chris estaba de espaldas a la puerta, pero Alex vio el libro y oyó el bajo murmullo de su voz el leer.
Algo le decía que se detuviera, que se escabullera de allí sin que Chris se diera cuenta, cosa que hizo. Loretta la estaba esperando a unos metros de la puerta y le hizo señas de que la siguiera. Cuando hubieron recorrido de puntillas la mitad del pasillo, Loretta se inclinó y le susurró:
—Todas las noches que pasa en el pueblo, viene a leerles algo a los enfermos más graves. Les da fuerzas para seguir adelante. Pero no le digas que te lo he dicho, ¿eh? No quiere que la gente lo sepa. Es muy celoso de su intimidad.
—No te preocupes —dijo Alex, aún perpleja. «Por eso siempre está aquí cuando yo ya he terminado». Volvió a tener la sensación de que había muchas más cosas de Chris que le gustaban, que incluso admiraba, de las que había imaginado—. Fingiremos que esto nunca ha ocurrido.
—Bueno. —Loretta parecía aliviada—. Mira, esto es lo que vamos a hacer: tú vuelve y haz como que acabas de salir y yo espero unos momentos y voy a por él. Suele irse por la puerta lateral a buscar los caballos.
Hizo lo que Loretta le pidió. A los cinco minutos, más o menos, oyó el ruido de los cascos y apareció Chris a lomos de Night y con las riendas de Honey en una mano.
—Hola —la saludó con el entusiasmo de una cucaracha—. Lo siento.
—No pasa nada —dijo ella, subiéndose de un salto a la montura de Honey. Pasearon en silencio durante unos diez minutos antes de que se armara de valor para preguntar—: Y bueno… ¿qué tal el día?
Estaba oscureciendo y no podía verle la cara, pero sentía sus ojos.
—¿Por qué? ¿Acaso te importa?
Aquello la hizo callar. No volvieron a mediar palabra. En la calle de Jess, Chris hizo señas al guardia con la linterna y le dijo:
—Puedes bajarte en la casa. Voy a llevar a Honey al establo.
—Puedo hacerlo sola.
—Vale —asintió él—. Como quieras.
Al pasar por la casa de Jess, Alex dijo:
—Escucha, esta mañana…
—No te preocupes por eso —la interrumpió.
—No. —Refrenó a Honey y se volvió hacia él. No había luna y era incapaz de distinguir su cara—. Por favor, déjame…
—No sigas, por favor. No quiero escuchar nada de lo que me digas.
Sus palabras fueron como una bofetada.
—Entonces, no escuches, pero no puedes evitar que hable —le espetó ella.
—Haz lo que te dé la gana.
—Por Dios, me lo estás poniendo bastante difícil.
No se produjo ningún cambio en su olor. Si acaso, sus sombras se habían espesado.
—Me da igual.
—Pues a mí no —dijo Alex, mucho más alto de lo que pretendía. Su voz debió de oírse lejos, pues observó el haz de luz blanca que el guardia apuntaba en aquella dirección. Bajó la voz—: He sido una auténtica gilipollas. Tú sólo tratabas de ser amable conmigo y yo me he comportado como una desagradecida. No tenías que traer los libros, pero lo hiciste. Podías haber salido pitando de vuelta con un par de ellos, pero, en lugar de eso, te las ingeniaste para traer la estúpida biblioteca ambulante al completo. Y, por si fuera poco, te acordaste de que no tenía gafas de sol y te paseaste por todo el pueblo buscando unas. Ahí fuera hay caníbales, invasores y gente que quiere matarnos, chicos como tú y como yo, y, aun así, te arriesgaste. Así que… lo siento.
—Vale, acepto tu disculpa. Ahora, ¿podemos llevar a Honey al establo, por favor?
A la luz de un farol Coleman, guardaron al caballo, pero Chris no le quitó la brida a Night, como ella esperaba, ni lo condujo al establo. En vez de eso, volvió a montar y le tendió la mano. Ella lo miró extrañada.
—Venga, te llevaré de vuelta.
Sin decir palabra, agarró su mano y se subió a la grupa.
—Será mejor que te agarres —le aconsejó. Su sombrío olor no había cambiado, pero cuando Alex le rodeó la cintura con los brazos, sintió la calidez de su espalda contra su pecho.
Hicieron el camino en silencio. Al llegar a casa de Jess, sin embargo, Alex desmontó y le dijo:
—¿Quieres pasar un rato? No he cenado y seguro que Tori me ha dejado un plato. Siempre hace ese tipo de cosas.
—No querría comerme tu comida —se excusó él.
—No pasa nada —respondió—. Seguro que hay bastante para los dos.
Jess abrió la puerta justo cuando Alex ponía pie en el pequeño rellano de la cocina.
—Me pareció oíros ahí fuera. Vamos, entrad los dos antes de que pilléis una pulmonía.
Alex observó que todas las chicas estaban allí, en bata y zapatillas. Sobre la mesa de la cocina había desperdigados varios ovillos y agujas de punto. Fantasma corcoveaba alrededor de sus piernas, intentando llamar su atención.
—Jess. Hola, Tori, Sarah —dijo Chris, entrando en la sala.
—Chris. —Alex percibió la sorpresa en la voz de Tori y vio que posaba sus ojos en Chris, luego en ella y otra vez en Chris—. Jess nos estaba enseñando a hacer punto.
—Qué bien. —Saludó a Lena con la cabeza—: Hey.
—Hey —contestó Lena. Su habitual olor acre no se había alterado lo más mínimo.
Tori se dispuso a levantarse.
—Alex, hay un plato en el horno y…
—Ya sabe dónde están las cosas —intervino Jess, recogiendo el hilo y las agujas—. Venga, vamos a dejarles que cenen tranquilos.
—No faltaba más —dijo Lena—. Obvio.
—¿Siempre tienes que ser tan maleducada? —le espetó Sarah.
—Chris, ¿quieres un poco de pan? Hay un par de rebanadas en la despensa —empezó Tori—. Déjame que…
—Alex lo hará, Tori —la interrumpió Jess—. Como a Lena le gusta tanto recordarnos, no es ninguna inválida. Alex, hay agua caliente en el hervidor. Tori ha hecho un pudin delicioso.
—De manzana —apostilló Sarah. Estaba examinando a Chris—. Tu favorito, ¿no?
—Sí —asintió Chris—. Esto… gracias, Tori.
—Venga, todo el mundo. Dejaremos el fuego encendido en la otra habitación —dijo Jess, apremiando a las chicas para que salieran y cerrando tras ellas la puerta que daba a la habitación delantera. Al otro lado, Alex acertó a oír las quejas apagadas de Lena y la respuesta cortante de Jess.
Se sonrojó.
—Lo siento —dijo.
—No te preocupes. Venga, vamos a cenar —la animó él.
Cogió el plato —Tori había dejado comida para un regimiento— mientras Chris sacaba otro y cubiertos, y se dispuso a preparar unas infusiones. Cuando estaba cortando el pan, le dijo:
—¿Chris?
—¿Sí?
—Gracias por acordarte de mí cuando estabas ahí fuera… Yo… esto… —Se dio la vuelta y, por la postura de su espalda, se percató de que él estaba escuchándola—. Es agradable que te hayas acordado.
No ocurrió nada durante un momento. Pero luego, cuando él se giraba, Alex captó un fugaz aroma a manzanas.
—Lo cierto es que —respondió él— es muy difícil olvidarse de ti.
Era un déjà vu.
Tras dar buena cuenta de la cena y devorar lo que quedaba del pudin, se tomaron el té. Permanecieron sentados tanto rato que Alex oyó unos crujidos sobre su cabeza y enseguida supo que Jess las había enviado a todas al piso de arriba. Chris y ella no hablaban mucho, lo que a la vez la aliviaba y la ponía de los nervios. Con Tom, la conversación surgía de manera espontánea. Chris era tan tímido… Aunque esto era íntimo y agradable… Le recordaba a Tom, pero no lo era. No podía ser. Como mucho, era una desvaída imitación, lo que queda de un documento después de hacerle cien millones de copias, un mero simulacro del original. Tom era Tom y Chris, un puñado de sombras y, por mucho que lo deseara, no iba a transformarlo en Tom. Tampoco es que quisiera eso, ni por un segundo, ni en un millón de años. A Chris lo necesitaba, simple y llanamente. Quería ganarse su confianza, convertirlo en su aliado. Por eso lo había invitado a entrar, ¿no? ¿No?
—¿Puedo hacerte una pregunta? —le dijo él, interrumpiendo sus pensamientos.
—Eh… claro —asintió ella, irguiéndose un poco. Fantasma dormitaba en su regazo, con un pequeño tic en las patas—. ¿Qué?
—¿Por qué llevas las cenizas de tus padres? —Al ver su expresión, se apresuró a añadir—: Bueno, no tienes que contármelo si es demasiado personal.
—No, no pasa nada —contestó ella. Yeager ni siquiera se lo había preguntado y, por supuesto, Tom lo ignoraba—. Murieron hace un par de años y querían que arrojáramos sus cenizas en el lago Superior, eso es todo.
Y en verdad lo era, si te parabas a pensarlo. Nada del otro mundo. ¡Ay! ¿Por qué no se lo había contado a Tom cuando tuvo la oportunidad? Pero claro, sabía perfectamente por qué.
«Porque entonces le habría contado lo del monstruo. Una vez que se desahogara con Tom, ya no habría vuelta atrás. Y no quería correr el riesgo. Debería haber confiado en él. Lo demoré demasiado…».
—Ah. ¿Y ha pasado algo especial? Quiero decir que podrías haberlo hecho en cualquier otro momento, ¿no?
—Me parecía el momento adecuado —respondió, y se percató de la verdad de sus palabras. Si hubiera vuelto a casa de tía Hannah, se habría quedado atrapada en la ciudad… y lo más probable es que ahora estuviera muerta. Era lo que Tom había dicho: el lugar adecuado en el momento adecuado.
Chris debió de captar algo en su tono, porque sus ojos se entrecerraron un poco, pero su olor sombrío permanecía inalterable. Se encogió de hombros.
—Ya veo. Siento que no hayas podido hacerlo, pero a lo mejor en primavera podemos ir hasta allí. Si quieres, yo te llevo.
El hecho de que no tuviera intención de estar en Rule cuando llegase la primavera no la hizo titubear ni por un segundo. Si Chris pensaba que estaría allí, él y todos los demás se relajarían y ella encontraría el modo de huir.
—Gracias. Es muy amable por tu parte.
Bajó a Fantasmaal suelo y recogieron los platos para lavarlos y secarlos. Otro déjà vu. Sólo les faltaba una niña pequeña revoloteando a su alrededor.
—Tienes suerte de que te quede algo —observó Chris—. Las cenizas, digo. Yo no tengo ningún recuerdo de mi madre.
Le pasó un plato.
—¿Ninguno?
Él sacudió la cabeza.
—Para mí no es más que una gran mancha blanca. Se marchó cuando yo era muy pequeño. Sólo tenía un par de meses. Según mi padre, se habría fugado del hospital si se le hubiera presentado la ocasión. No sé quién es ni adónde fue y mi padre no conserva ninguna fotografía.
—¿Sabes por qué se marchó?
—Mi padre era un borracho. —Le lanzó una mirada indecisa para comprobar su reacción—. Creo que le pegaba.
Bueno, aquello explicaba las sombras. Un hombre lo bastante mezquino como para maltratar a su esposa tampoco vacilaría en enseñar los puños a su hijo pequeño.
—¿Por eso dijiste que quería verte muerto? Bueno, no lo dijiste, pero…
—Sí, sé a lo que te refieres. —Suspiró—. Es probable. Tuvo un par de novias. Una se llamaba Denis. Una vez, cuando yo tenía diez años, ella me recogió del entrenamiento de baloncesto. No recuerdo por qué no vino mi padre, estaría bebido o algo así… Ella también estaba como una cuba. Lo supe en cuanto me monté en el asiento trasero. Nos habría ido mejor si hubiera conducido yo. A un kilómetro de casa, estrelló el coche. Nos estampamos contra un árbol. No llevaba puesto el cinturón de seguridad y salió despedida por el parabrisas. Por supuesto, la culpa era mía. Aún tengo pesadillas.
Otra vez: pesadillas, como ella y como Tom.
—Es terrible.
—Sí. No dejaba de oír lo mismo todos los días y de soñar con ello cada noche. Ahora los dos están muertos y el caso es que no lo siento por ninguno de ellos: mi padre me odiaba y mi madre me abandonó. —Torció la boca en una amarga mueca—. Si pudiera lavarme el cerebro y quedarme amnésico, no dudaría en hacerlo. Sería un alivio.
—Yo no estaría tan segura —dijo ella.