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Kincaid rechazó con la mano el ofrecimiento de Sarah de más té.

—No, gracias. Tengo que volver. Alex, ven conmigo un segundo, ¿quieres?

Alex no dijo nada hasta que estuvieron fuera y se dirigieron al camino de acceso. En ese momento, alzó la vista hacia Kincaid.

—¿Qué ha sido todo eso?

—Shhh. —Kincaid levantó una mano en señal de advertencia y Alex vio que el guardia de la casa se enderezaba. Kincaid le puso la mano en el hombro—. Todo controlado, Greg. Si quieres, dentro hay té caliente. Jess o Sarah te servirán una taza.

—¿Y Tori? —El aliento de Greg salía en forma de resoplidos como una máquina de vapor. Era más joven que Alex, de catorce años tal vez, con un halo de rizos castaños revueltos asomando bajo un gorro de lana. Tenía las mejillas rojas como tomates por las quemaduras del viento—. ¿Está dentro?

—No, pero volverá pronto. Seguro que le encantará verte. —Kincaid le dio una palmadita en el hombro—. Apuesto a que ella puede gorronearse un bocadillo o dos.

—Sí, eso estaría genial. Si crees que está bien. Si no crees que Chris vaya a volver. Iba echando sapos y culebras por la boca.

—Oh, creo que Chris no volverá en todo el día.

—Vale. —Greg hizo un gesto hacia su golden, cuya tupida cola y pechera suave y sedosa estaban llenas de hielo y nieve—. Daisy también necesita descongelarse un poco.

—Entonces, entra antes de que te quedes tieso —dijo Kincaid. Ya habían llevado el caballo de Alex, Honey, a un garaje de tres plazas que habían convertido en establo, bajando un poco la calle. El caballo de Kincaid estaba amarrado a un árbol en el bordillo de la acera y cuando soltó la rienda, miró por encima del hombro, vio a Greg y a Daisy entrar en la casa y le preguntó a Alex—: ¿Estás bien?

—Sí —respondió ella—, pero ha sido muy embarazoso.

—Eso es lo que ocurre cuando te comportas como un idiota.

—Gracias.

—Lo superarás.

—Pero ¿de qué iba todo eso? Primero Jess le echa la bronca a Chris por no romper las reglas y luego me suelta a mí que las siga.

Él echó otro vistazo por encima del hombro.

—Mira, es demasiado largo para explicártelo ahora mismo, pero yo tendría cuidado con lo que dices en la casa.

—¿Por qué?

—Digamos que hay… facciones. La gente forma bandos. No todo el mundo está contento con cómo están las cosas y no conviene que la gente equivocada.

¿Facciones? ¿Gente equivocada?

—¿Qué es este sitio? ¿Sois una secta o, ya sabes, uno de esos fan…? —buscaba la palabra correcta—. Dijiste que no erais mormones ni nada de eso. ¿Qué sois? ¿Amish? ¿Algún tipo de secta rara? Las cosas parecen demasiado decididas. —Esa tampoco era exactamente la palabra que andaba buscando y entonces se dio cuenta, demasiado tarde, de que si Kincaid era creyente, seguro que había metido la pata. Pensó en disculparse, pero se imaginó que no serviría de nada.

Kincaid la estudió durante unos segundos.

—Teniendo en cuenta que algunos de mis mejores amigos son amish, podría tomarlo como una ofensa. No son raros ni son una secta. Son gente amable y buena.

—Ya sabes a lo que me refiero.

—Sí, lo sé. —Pero no sonrió—. No pretendo comprenderlo todo. Sin embargo, como médico, he visto lo que pasa cuando la gente está bajo mucha presión. No siempre sacan lo mejor de ellos mismos. Cuando la gente está asustada, se vuelve agresiva. Hace cosas que nunca hubiera creído llegar a hacer. Busca alianzas y cede para sobrevivir, va a la caza de curas milagrosas y cree cualquier cosa que le dé esperanzas. Cuando la esperanza falla, cuidado. Hay gente que se vuelve despiadada. Se enfrentan unos a otros, se convierten en sus peores enemigos.

Podría haber estado hablando de la propia vida de Alex. ¿Con cuántos especialistas había insistido tía Hannah? ¿Qué eran las SEMILLAS, aquellas pequeñas bolitas en su cerebro, sino un último y desesperado esfuerzo? Cuando sus padres murieron, Alex se negó a creerlo hasta que no vio sus cuerpos. Su tía no había querido que lo hiciera, lo cual era comprensible: entre el impacto y el fuego, sus padres se habían visto reducidos a un amasijo calcinado de miembros renegridos y dientes demasiado blancos. Fue incapaz de soportar una pena —palabra tan pequeña para un dolor tan monstruoso— tan grande y había arremetido contra todo el mundo con una especie de furia desesperada.

Era, ahora caía, exactamente lo que Jess acababa de decir: la rabia resultaba más llevadera que la pena. La furia le hacía creer que todavía podía cambiar algo. Aquella aceptación suponía una derrota.

—De modo que cuando llega el fin del mundo —estaba diciendo Kincaid—, gente a la que antes todo le importaba un bledo de repente se convierte en creyente. Si ya había un núcleo de creyentes, estos toman el control. Este pueblo siempre ha sido… bueno, conservador es una buena palabra, pero hay otras. El Consejo es sólo la punta del iceberg.

—¿Tú lo eres? Me refiero a si eres creyente.

—Creo en la vida y soy lo bastante mayor para ver las cosas en su justa medida. Tal vez sólo esté racionalizando, pero me gusta pensar que aquí estoy haciendo algo bueno. Y, para serte sincero, vivir aquí es mejor que la otra alternativa.

—¿Qué me dices de Jess?

—Ella —Kincaid escogió las palabras con cuidado— cambiaría unas cuantas cosas. Como dijo, el precio de que nos hayamos quedado solos es un poco caro. Sin embargo, la gente está asustada. Nadie quiere causar problemas, y mucho menos ahora. Si vives lo suficiente, llega un momento en que simplemente es más fácil seguir llevándote bien. En principio, estoy de acuerdo con ella, pero no estoy seguro de que podamos permitirnos la otra alternativa.

Y aquello… ¿qué significaba? ¿Que estos ancianos estaban agotados? ¿Que estaban esperando a gente como Chris? ¿Como ella? Tal vez. Si Rule estaba gobernada por el Consejo, pero un Yeager era siempre el último árbitro, entonces Jess presionaría a Chris, con la esperanza de que este contara con el mismo respeto que su abuelo. Pero ¿para cambiar qué?

—¿Por qué no puede decir Jess lo que piensa? ¿O formar un comité o… lo que sea?

Kincaid puso cara de haber bebido un trago de leche agria.

—No tiene poder. La mayoría gobierna y la mayoría está de parte del Consejo y del Reverendo.

«Sí, y esa mayoría son hombres».

—¿Tú estás de parte del Reverendo Yeager?

—En principio, no estoy en su contra. Veo la lógica. Si vamos a superar esto, necesitamos mantener el orden. Con lo que no estoy de acuerdo es con el modo de hacerlo.

«Y luego los adultos dicen que nosotros respondemos con evasivas».

—Pues cámbialo.

—No es tan sencillo como tú crees, jovencita. Además, una cosa es criticar y otra muy distinta tener una idea mejor. No sé si yo la tengo. Y si la tuviera, no sería el hombre adecuado.

—¿Y Chris sí lo es? —Alex sacudió la cabeza—. Lena tenía razón. ¿Por qué estáis esperando que nosotros os saquemos las castañas del fuego? Sois unos cobardes.

—Sí —reconoció Kincaid—. Tienes razón.

—Tengo que saber una cosa —dijo Kincaid. Tiró las riendas del appaloosa por encima de la cabeza de este—. ¿Qué ocurrió entre el Reverendo y tú? Después de que me echara, quiero decir.

Alex recordó la amonestación de Ernst: «Es mejor mantener ciertos secretos a puerta cerrada».

—¿Por qué?

—Alex, he visto a muchos Salvados con el Reverendo y esta es la primera vez que uno de ellos lo deja al descubierto. Sabías lo que le pasaba.

—Sólo lo adiviné.

—Bobadas. ¿Cómo lo supiste? Sólo el Consejo, unos pocos más y yo sabemos lo suyo y lo de ese… tacto especial.

—Hmm… bueno, supongo que era lo único que tenía sentido.

—No me vengas con tonterías. Mira, yo no soy el enemigo. Sólo quiero entender lo que está pasando.

—¿No has sido tú el que me acaba de decir que vigile lo que digo con la gente equivocada?

—Sí, pero por si no te has dado cuenta, yo soy de los buenos. —Los ojos de Kincaid se desviaron hacia la casa. Alex siguió su mirada y vio a Jess observándolos desde una ventana. Cuando vio que la estaban mirando, la anciana inclinó la cabeza en un pequeño gesto de asentimiento y corrió las cortinas—. ¿Confías en mí? —le preguntó Kincaid.

A pesar de lo que Ernst había dicho, Kincaid le inspiraba más confianza que cualquier otro de ese lugar, tal vez porque su olor le recordaba mucho al de su padre. Durante la conversación, ese olor no había cambiado; no detectaba aquel regusto penetrante que asociaba con una mentira. Y él parecía estar haciendo un esfuerzo especial por ayudarla, así que dijo:

—Supongo que sí.

—Entonces, confía en mí ahora. ¿Cómo supiste lo de su… bueno, yo lo llamo supersentido? El suyo es el tacto. ¿Y el tuyo?

Alex se humedeció los labios.

—Lo olí.

Las cejas de Kincaid se enarcaron hasta el nacimiento del pelo.

—¿Lo oliste? ¿Como un perfume?

Ella asintió.

—Fue así como descubrí que Harlan estaba allí. Harlan tiene… tenía un determinado olor que reconocí.

—¿Quieres decir que Yeager tiene un olor característico? ¿Lo oliste?

—Bueno, dicho así, parece que huele mal, pero… sí. Todos tenemos un olor determinado. Algunos son más —buscó la palabra— concentrados que otros. Muchas veces creo que lo que huelo es cómo se siente. —Le explicó lo de sus fogonazos repentinos de recuerdos—. Como cuando asocio el olor a un recuerdo que me hace sentir de una forma determinada y entonces sé lo que están sintiendo. No siempre funciona, porque hay cosas a las que, sencillamente, no puedo poner nombre. Por ejemplo… ya sabes, un olor a ardilla es un olor a ardilla.

—¿Yo huelo?

—Sí. Hueles a cuero y a —lo pensó— polvos de talco.

—Bien, el cuero es bueno. Sin embargo, si no fuese tan varonil, podría tener el problema con lo de los polvos de talco. —Sonrió de oreja a oreja—. ¿Qué me dices del Reverendo?

—Opaco. Como una niebla muy densa o ese olor frío que tiene un cristal empañado. En realidad, no pude sacar nada en claro de él y, cuando adiviné lo suyo, lo del tacto, me di cuenta de que se había sorprendido porque fue como si algo se abriera de repente y después olí a lluvia. Creo que significa que estaba lloviendo cuando le pasó.

—Eso es cierto —afirmó Kincaid—. Aquel día estaba lloviendo. Lo del olor a cristal también es interesante. ¿Qué crees que puede significar?

—Creo que estaba mirando por una ventana.

Una sonrisa asomó a la boca de Kincaid.

—Sí, eso también es cierto.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque yo estaba sentado a su lado cuando ocurrió.

—¿Dónde?

—Donde vivíamos, junto a todos los otros Despertados —dijo Kincaid—. En el ala de enfermos de Alzheimer del asilo.