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No era tonta. Si se atenía a las carreteras principales y se seguía moviendo en dirección suroeste, se encontraría con gente antes de llegar a Rule, cosa que quizá fuera buena y mala: mala, porque los supervivientes eran más dados a disparar primero y preguntar después, pero tal vez buena, porque todos los chicos con el cerebro frito que había visto rondaban los bosques. Si prestaba atención, quizá los oliera acercarse.

Se abrió camino a duras penas en esa dirección, atravesando los sesenta centímetros de nieve acumulada, ciñéndose a la carretera, aguzando la vista, alerta a cualquier movimiento: chicos descerebrados, abuelitas con rifles que la tomaran por un ticket de comida… Había también letreros que anunciaban gasolineras, excursiones a la mina y tiendas de regalos. Se fijó en uno que rezaba AURORA BOREAL (LA LUZ DE DIOS EN TIEMPOS OSCUROS) y en otro que sugería una parada en el Café de Martha: DESAYUNOS 24/7.

Hacía un día soleado y sin tanto frío. Si el camino hubiera sido llano y la carretera hubiese estado más despejada, le habrían venido bien unos esquís de fondo o unas raquetas de nieve. Y unas gafas de sol. Pero al sol no pensaba hacerle ascos, por mucho que su reflejo en la nieve consiguiera que se le saltaran las lágrimas.

La carretera estaba atestada de coches, furgonetas y camionetas enterrados bajo un manto de nieve. La mayoría no era más que chatarra, con puertas y ventanas rotas que parecían bocas bostezando. Mantuvo los ojos abiertos de par en par buscando su camioneta, con la tímida esperanza de no encontrarla, pues tenía miedo de admitir lo que aquello significaría. Bandadas de pájaros revoloteaban en el cielo e hileras de cuervos copaban los árboles y cables cubiertos de nieve, viéndola pasar en el más absoluto silencio. Se sentía como en un decorado de película en el que la cámara tomara una panorámica de la destrucción y la devastación extendiéndose hasta le horizonte, más allá de lo que la vista abarcaba, y luego la enfocara a ella: lo único que se movía además de los pájaros.

Lejos de los bosques, el aire estaba cargado de olores: aceite de motor, gasolina, goma… y muerte. El hedor era tan fuerte y empalagoso que le dio náuseas y deseó tener algo con lo que cubrirse la nariz y la boca.

Había infinidad de cadáveres en diferentes estados de descomposición. Muchos habían muerto en sus coches. Otros —hombres y mujeres que habían salido a trompicones de sus vehículos y habían fallecido en la carretera aquel primer día— estaban amortajados por la nieve. A pesar de que el frío ralentizaba la descomposición, los cadáveres presentaban un aspecto lamentable, tan hinchados como aquellas vacas que Tom, Ellie y ella habían visto. También había animales: gordos mapaches con las patas llenas de carne, zorros sarnosos y zarigüeyas con coágulos de sangre pegados en sus blancos morros, desafiando la luz del día para darse un festín. Y, por supuesto, estaban los pájaros, hurgando, picoteando y arrancando pedacitos de carne congelada hasta rozar los huesos. Un par de cuervos enormes se peleaban por algo que había en la nieve. Al acercarse, salieron volando y pudo contemplar lo que, a su juicio, era un goterón de sangre… para darse cuenta de que, en realidad, se había topado con el dedo gordo del pie de una mujer, con la uña aún pintada de un brillante rojo encendido.

Todos los muertos eran adultos. La mayoría lo bastante viejos para ser sus padres, pero no sus abuelos. Había sillitas de seguridad vacías, tarteras desechadas y mochilas, pero nada de niños. Ni un solo cuerpo de alguien de su edad ni de la de Tom.

Entonces se dio cuenta de algo que le heló la sangre. Cuanto más se alejaba de la carretera, más huellas de supervivientes encontraba: botas, zapatillas, zapatos de uso diario, incluso chanclas.

Y huellas de pies.

Sin calcetines.

Descalzos.

Eso le dio qué pensar.

Los ciervos trazaban pequeñas sendas por las que se desplazaban hasta los prados y arroyos. Los patos y los gansos volaban siempre empleando una ruta conocida. Lo único que un cazador tenía que hacer era agacharse y esperar a su presa o seguirla.

La gente utilizaba las carreteras. Para ser sinceros, era como si llevaran puesto un cencerro, ya que a Alex le parecía que aquellos chicos con el cerebro frito ya no se limitaban a quedarse en el bosque. Vivían allí y, cuando tenían hambre, salían a buscar comida.

En ese momento se dio cuenta de algo más.

Algunos de los muertos eran muy mayores. Habían fallecido de un disparo en la espalda, otros en el pecho y muchos en la nuca. No parecía que ningún animal les hubiera rasgado la ropa; simplemente, se la habían quitado. Estos cadáveres estaban, además, más frescos y los habían amontonado entre mochilas vacías, maletas y morrales desperdigados.

Aquellas personas habían sobrevivido sólo para morir a manos de su propia gente, ya fueran Harlans, Bretts o Marjories.

Y entonces comprendió que Larry tenía razón.

Aquellos chicos con el cerebro frito no eran el único —ni tal vez el peor— enemigo.

Al pasar junto a una camioneta de reparto que tenía las puertas abiertas y en la que dos cuerpos destrozados y casi en los huesos colgaban del cinturón de seguridad, oyó algo diferente el graznido de un pájaro. El sonido era lastimoso, un gemido, parecido al llanto de un bebé. Bajó la vista y contempló a un anciano y a una mujer aún mayor, tirados bocabajo cerca de la camioneta, en medio de un montón de bolsas desvalijadas. Les habían disparado en la nuca y no hacía mucho tiempo, a juzgar por la capa de nieve que los cubría. La mujer tenía el abrigo remangado, por lo que Alex pudo verle la carne de los muslos, fibrosos y llenos de verdes y abultadas varices, por encima de sus medias de compresión Se había caído de bruces y tenía los brazos abiertos, como si de un ángel de nieve invertido se tratara. Alex observó que llevaba enganchada a la muñeca una correa de piel y que esta se colaba por debajo de la camioneta.

Enseguida percibió el olor, algo muy familiar.

—Oh, Dios mío —dijo en voz alta. Se arrodilló y buscó debajo del vehículo.

Encogido de miedo junto a la rueda derecha delantera había un tembloroso cachorrito gris. No sabía de qué raza era, pero parecía un cruce entre un sabueso y un labrador. Al verla, el animal gañó y deslizó hacia ella, apenas unos centímetros, sobre la panza, moviendo la cola esperanzado.

De pronto, le pareció importante rescatar al perro. Hacerlo sería como una buena señal, un buen augurio. Si era capaz de salvar al perro, también podría salvar a Tom. Más adelante se daría cuenta de lo ilógico de su reflexión, pero aquello no mermaría ni un ápice la fuerza de sus sentimientos.

Abrió un paquete de cecina y le ofreció un trozo al cachorro. Al olerla, el animal volvió a acercarse otros pocos centímetros, rozándole los dedos con su naricilla, y engulló el pedacito de carne, para escupirlo en cuestión de segundos. Gimoteando, empujó la cecina con la nariz y Alex se dio cuenta de que la carne estaba demasiado dura para que el cachorro la masticara. Entonces se llevó otro trozo a la boca y lo masticó para hacerlo papilla. La ternera ahumada y con especias estaba tan buena que le rugió el estómago y tuvo que hacer un esfuerzo para no tragársela. Al escupirla, fue consciente de sus propios gemidos.

Esta vez, sin embargo, el perro no dejó escapar la carne y no tardó en acercarse a por más. Otros tres pedazos y el cachorro salió de debajo de la camioneta, gruñendo como un cerdito, culebreando y agitando su pelado rabito gris.

Alex le quitó la correa del cuello y lo cogió en brazos.

—¿Cómo te llamas, eh?

El cachorro soltó un pequeño ladrido. Era un macho. Tenía el pelaje corto, entre gris y plateado, los ojos azules y las patas grandes y debía de pesar unos buenos cuatro kilos. Le dio el resto de la cecina; luego, rebuscó entre los morrales tirados y encontró tres latas de comida para perros, un paquete de pienso y un pequeño cuenco de aluminio para el agua donde vertió un poco de agua de su botella.

Después resguardó al cachorro dentro de su chaqueta abotonada y se abrochó el cinturón para que no pudiera resbalar y caerse. A juzgar por su aspecto, no se sabía muy bien si estaba embarazada de pocos meses o si le hacía falta un buen sostén. El animal estaba muy calentito ahí dentro y, cuando asomó la cabeza, Alex empezó a reírse.

—Estoy contigo —le dijo al ver que el animal se revolvía y le lamía los dedos—. Estoy contigo, no te preocu…

Y entonces olió a los lobos.