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Kincaid le había traído un caballo pinto manso y de lomo hundido llamado Honey, pero Alex se mostraba reacia a subir.

—Nunca he montado a caballo —dijo, ignorando al guardia apoyado en el quicio de la puerta de entrada, a quien parecía que le hacía gracia. Su perro, un pitbull beis, fue dando brincos hacia Alex en busca de una caricia—. ¿Por qué no vamos andando?

—Porque es más rápido a caballo —contestó Kincaid—. Créeme, si terminas asignada a una de las granjas, te alegra´ras de tener un caballo.

—Sí —le confirmó el guardia arrastrando la afirmación. Dicho lo cual, sorbió su café humeante—. De lo contrario, tendrás que levantarte antes de irte a dormir.

—Venga, Alex —dijo Kincaid—. Y deja ya ese perro.

—Sí, sí, ya voy —respondió Alex con una sonrisa de oreja a oreja. Al sentir que la atención de Alex estaba disminuyendo, el perro se había tumbado bocarriba y pataleaba lastimeramente en el aire. Alex se agachó para rascarle la pechera mientras este gemía—. Yo no tengo la culpa.

—Parece que tenemos nuestra propia susurradora de perros —observó el guardia, meneando la cabeza—. A Lucy no le gusta nadie. Ver para creer. ¡Lucy, vamos, aquí!

Con un suspiro casi humano, el pitbull rodó hasta ponerse en pie y dedicó a Alex una mirada de reproche: «Haz algo». Luego, con la cabeza gacha, la perra volvió despacio junto al guardia y se sentó sobre sus patas traseras emitiendo un audible carraspeo.

Le costó varios intentos subirse a la montura y algún tiempo más a Kincaid entretenerse con los estribos y repasar para qué servían las riendas, cómo sentarse y qué hacer. Después se dirigieron hacia el pueblo, seguidos de la perra, que los animaba con sus ladridos.

Muy bien. Le estás cogiendo el tranquillo —dijo Kincaid. Él montaba un flaco appaloosa moteado—. Dentro de un par de días, irás a medio galope con los mejores.

—Mmm. —Ella estaba pensando: «Sí, para huir a medio galope de aquí». Por desgracia, Honey parecía contentarse con ir al paso. Sin embargo, el calmado ritmo del animal era agradable. Cada perro con el que se cruzaban (y se cruzaron con bastantes) lanzaba un ladrido amistoso y tiraba de la correa, meneando el rabo frenético.

Kincaid la observó.

—¿Los perros siempre han sido tan amistosos?

—Conmigo no.

—Ajá. —Kincaid vio cómo un guardia forcejeaba con un labrador color chocolate para que se sentara—. Bueno, si sigues así, nunca estarás sola.

La casa de Jess quedaba un poco al oeste del centro del pueblo, tal vez a menos de un kilómetro. Mientras se dirigían allí, Kincaid le fue dando una idea aproximada del trazado de Rule. El pueblo siempre había sido una pequeña comunidad virtualmente cerrada, una parada entre la ya abandonada mina y otros pueblos que proveían de servicios a los hombres que trabajaban allí. Después del ataque, sin embargo, Rule se había expandido para proteger los recursos cercanos, sobre todo bosques, granjas periféricas y ganado. Habían construido barricadas en todas las carreteras principales a intervalos de kilómetro y medio, empezando a cinco kilómetros del pueblo, vigiladas las veinticuatro horas del día. Más patrullas a pie, con sus perros deambulaban por los bosques. La única carretera de acceso al pueblo estaba al noroeste. A todo aquel a quien no permitieran quedarse lo escoltaban hasta la esquina suroeste, a cincuenta kilómetros al norte de la mina.

—En el pueblo tienes bastante rienda suelta, aunque siempre debes ir acompañada si sales del centro —le advirtió Kincaid—. La gente pierde un poco los estribos cuando se trata de los Salvados. No queremos que os pase nada.

La forma en que él y todos los demás decían Salvados y Cambiados la hacían sentir incómoda. Eso de Elegidos también. ¿De qué iba todo aquello? Parecía demasiado religioso, con lo del Reverendo al mando y su Consejo de los Cinco. Tal vez toda esa gente perteneciera a una especie de secta, como en Jonestown o en Waco, o algo así. Sólo había que fijarse en Jess, soltando citas de la Biblia a todas horas. Además, parecían estar bastante organizados, como si tuvieran una serie de reglas preparadas desde hacía tiempo.

—¿Es por eso por lo que tengo que ver a ese reverendo y al Consejo? ¿Para que decidan lo que van a hacer conmigo?

—Algo así. El Reverendo tiene muy buena mano y el Consejo dirige las cosas y decide qué hace cada uno a y adónde va según las necesidades.

—¿Los elegisteis o qué?

Kincaid meneó la cabeza en gesto negativo.

—Las Cinco Familias han gobernado Rule desde que el pueblo se fundó. La familia del Reverendo (los Yeager) es la más importante. Es la más rica y la primera de las Cinco Familias que se establecieron en Rule hace ya más de ciento cincuenta años. Poseían la mina, construyeron el pueblo e instauraron la iglesia. El Reverendo y su hermano se hicieron cargo de la mina tras la muerte de su padre. Esta echó el cierre hace veinte años, pero aquí hay hombres que trabajaron en esa mina durante toda su vida. Esa especie de lealtad y ese sentido de familia ayudan a sobrellevar tiempos como estos. Los Yeager cuidaban de la gente antes y la gente cree que lo seguirán haciendo ahora.

—Entonces, ¿todo el mundo hace lo que dice el pastor Yeager?

—Reverendo. Sí. Digamos que él es el último árbitro.

—¿Y qué pasa si ninguno de los otros miembros del Consejo está de acuerdo con él?

—Hasta ahora nunca ha pasado.

¿Todos estaban siempre de acuerdo? ¿Todos aceptaban el punto de vista de una única persona? Aquello no sonaba bien. No siempre se podía coincidir en todo, ¿no?

—Pero ¿y si quiero marcharme? Ellie está ahí fuera y Tom…

—Bueno, por lo que sé, no tienes ni idea de dónde están, ¿no es cierto?

—Sí, pero eso no significa que no debiera estar buscándolos.

—¿Tienes la más remota idea de por dónde empezar?

—No —respondió, reprimiendo una mala contestación.

—Pues hasta que la tengas, mejor será que encuentres el modo de encajar aquí.

—Pero Rule no es mi hogar —dijo. Las palabras de Lena planeaban en su mente como un fantasma y estaba empezando a tener muy malas vibraciones con todo esto—. Vosotros no sois mi familia.

—Bueno, veamos qué podemos hacer con eso —fue su respuesta.

El centro del pueblo no era gran cosa. En la esquina noroeste se levantaba una gran iglesia blanca y una rectoría. Al oeste había un extenso ayuntamiento de dos plantas con ventanas altas en forma de arco y una torre antigua de arenisca con un reloj. En dirección sur, la plaza estaba bordeada por un mercadillo típico, una panadería pegada a un pequeño ultramarinos llamado Murphy's, el Café de Martha —DESAYUNOS 24/7— y, al final de la manzana, una combinación de librería cristiana y cafetería: Tierras Altas. Justo cruzando la plaza desde la cafetería había un bar cerrado, el cual, por la pinta de los anuncios prehistóricos de las cervezas Blatz y Ballantine que engalanaban la fachada de ladrillo, se veía que no abría desde la era de los dinosaurios. Los guardias patrullaban la acera delante de la tienda de ultramarinos, el mercadillo y la cafetería. El Café de Martha también estaba abierto, a juzgar por el afiligranado aroma a café, jarabe de arce y crepes. Hombres con ropa de camuflaje se encorvaban sobre mesas dispuestas a lo largo de un ventanal empañado. Sus perros se levantaron al ver a Alex.

«Definitivamente, esto se está poniendo peor». Vio más perros pegando sus narices a la luna de la cafetería y se dio cuenta de que sus olores se volvían más redondos y fecundos cuando la veían. «Lo de Mina no era tan fuerte y sólo ha pasado, ¿cuánto? ¿Una semana? ¿Diez días?».

Sintió que la observaban y, al darse media vuelta, se encontró con que Kincaid la estaba escrutando. No lo conocía, pero tampoco notaba que destilara nada malo. Olía como un cómodo abrigo de cuero, uno que su padre podría haber llevado, con una pizca de algo ligeramente floral. ¿Talco?

—¿Sabes por qué hacen eso? —preguntó Alex—. He oído que a los perros no les gusta la gente que va a… ya sabes. Pero a mí…

—Pero a ti te adoran. —Kincaid hizo un leve encogimiento de hombros—. Aún no lo sé. Déjame que lo piense.

La puerta principal de la iglesia se abrió y una caterva de niños salió en desbandada. Todos eran pequeños —ninguno de más de diez u once años— y tropezaban los unos con los otros, corriendo por llegar a un patio de recreo situado justo delante de la rectoría. Al ver a los niños, al escuchar sus chillidos y sus risas, al oír los alegres ladridos de los perros, una inesperada ola de profunda tristeza anidó en su pecho y tuvo que mirar hacia otro lado.

Se percató demasiado tarde de que había tirado las riendas y de que Honey permanecía parada, exhalando nubes de vapor, esperando pacientemente a que Alex se decidiera. Kincaid también se había detenido y la estaba observando. Cuando sus miradas se encontraron, Kincaid dijo:

—A mí me sigue impresionando.

—Todo parece tan normal… —confesó ella.

—Porque lo es. Intentamos que las cosas sean lo más normales posibles.

«Sí, claro, cosas tan normales como tiroteos y guardias». No habían oído más disparos desde que se despertó, pero se preguntaba a quién estarían disparando… y dónde. Y por qué.

—Tampoco queremos que crezcan siendo tontos —continuó Kincaid—. La escuela es algo que todos tienen en común. Les proporciona una rutina. Tenemos a un tipo que era director en la escuela primaria de Merton. Mañana lo conocerás cuando empieces las clases.

—¿Voy a ir al colegio?

—Pues claro. Que sea el fin del mundo no significa que tengas que interrumpir tus clases.

—Eso no es nada justo.

—¡Anímate! Tenemos algunos buenos profesores que han dejado de ser jubilados. Si te paras a pensarlo, resulta irónico. En su día, hicimos nuestro trabajo, nos retiramos del mercado y ahora somos nosotros los que tenemos que recoger los platos rotos.

«¿Nos retiraron del mercado?». Alex abrió la boca, pero se giró al oír el rápido repiqueteo de unos cascos. Un carro de heno bajaba dando saltos por un tortuoso atajo que serpenteaba atravesando el bosque. Esta vez, Peter iba conduciendo; Jet iba sentado en el pescante a su lado y Chris iba detrás al trote en un musculoso zaino. En lugar de heno, el carro iba atestado de gente… todos con los ojos vendados. Más refugiados que quizá consideraban valiosos, se imaginó. Cuando Jet captó su olor, ladró a modo de saludo y Chris se giró, los divisó y levantó una mano antes de continuar. Alex contempló cómo el carro seguía su camino hasta detenerse ante el ayuntamiento.

—¿Qué pasa allí? —inquirió.

—Eso, jovencita —dijo Kincaid—, es lo que estás a punto de descubrir.