51
Tenemos que encontrarla —exigió Alex. Kincaid y Chris estaban sentados con ella en la cocina de Jess. Un rayo dorado de sol vespertino se colaba en oblicuo por una de las ventanas mientras Jess servía en silencio unas tazas de té caliente. Lena, Tori y Sarah se encontraban en sus respectivos trabajos, cosa que Alex agradeció. Lo último que le hacía falta ahora eran las groserías de Lena: ya estaba bastante tensa.
Peter había optado por acompañar a Harlan en persona a la salida y, por la cara que tenía, Alex pensó que Harlan sería muy afortunado si lograba sobrevivir la próxima hora. Deseó sentir lástima de él, pero no pudo.
—Ya lo has oído, Chris. Estaban a un día de distancia al sur de aquí. ¿Cuánto es eso…? ¿Treinta, cincuenta kilómetros?
—Un día al sur hace dos semanas. Ni siquiera pudimos buscar a To porque no teníamos suficientes hombres, y él se encontraba a casi la misma distancia. No se trata de una línea recta, Alex. Son treinta kilómetros y quién sabe en qué dirección —dijo Chris.
—Pero vosotros salís ahí constantemente.
—Sí, pero siempre con un objetivo específico en la cabeza. Sabemos adónde vamos. Una búsqueda es muy diferente.
—Sólo tiene ocho años…
—Lo siento, Alex —contestó Chris—. No podemos.
—Dirás que no queréis… Por muy Salvada que sea, no es lo bastante valiosa, ¿verdad?
Chris abrió la boca para responder, pero Kincaid se adelantó:
—Alex, Chris está de tu parte. Fue él quien convenció a Peter para salir en busca de tu amigo. No puede cambiar las decisiones de su abuelo ni las de Peter. Las cosas no funcionan así.
—¿Por qué le dais siempre la razón a Yeager? Habláis de él como si fuera un tipo milagroso o algo así. ¿Por qué está al mando? ¿Nunca decidís nada por vosotros mismos?
Aquello hizo mella en Chris. Alex olió cómo una esquirla de hielo resquebrajaba su habitual oscuridad.
—Oye —le dijo el chico—, no lo sabes todo. Sólo…
—Chris. —Kincaid lo agarró de la muñeca en señal de advertencia—. No adelantemos acontecimientos, ¿de acuerdo? Tal vez será mejor que te vayas a casa.
Chris quería rebatirle. Alex lo vio en la rigidez de su mandíbula, pero lo único que hizo fue asentir bruscamente con la cabeza antes de levantarse de la silla. Enfundándose el abrigo, comentó:
—Vendré a buscarte mañana.
—¿Qué? ¿Por qué? —se extrañó Alex.
—Necesitas un escolta —dijo Chris.
Antes de abandonar el ayuntamiento, Yeager había sugerido que Alex trabajara en el asilo con Kincaid, cosa que, más que sugerencia, era una orden. «Seguro que es para vigilarme», pensó.
—No me hace falta ningún escolta.
—No es así como funcionan las cosas aquí, jovencita —replicó Jess.
—Pero de verdad que no lo necesito —le espetó.
—A veces no sabemos lo que necesitamos hasta que lo perdemos —dijo Kincaid.
Sintió una punzada de inquietud. No parecía que Chris fuera un mal chico, pero todas esas estúpidas reglas, un guardia en la puerta de la casa y, para colmo, un escolta… ¿Es que no la iban a perder de vista en todo el día? ¿Dónde se había metido?
—Mira, no es nada personal —se excusó—. Es sólo que…
—No, está bien. —A Chris se le habían puesto blancas las comisuras de la boca—. Buscaré a otra persona. De todas formas, yo no podría hacerlo todos los días.
—Pero es que yo no quiero a nadie.
—No ha sido idea mía —se defendió Chris.
—Bueno, pero sí de tu abuelo. Habla con él.
—No es tan sencillo. Las reglas son las reglas y hay que respetarlas.
—Y si no, ¿qué? ¿Vais a darme la patada? —Empujó la mesa y se echó hacia atrás—. Está bien, esto es lo que quiero: me voy. Devolvedme mi pistola, dadme una mochila y me marcharé.
—Por el amor de Dios, Alex, relájate —dijo Jess—. Creo que he envejecido cinco años desde que te estoy escuchando.
Alex sintió el calor en el cuello.
—Sólo digo que…
—Jess —Chris habló en el mismo momento—, si no me quiere a mí…
—Bueno, ya está bien, los dos. De verdad que parecéis el perro y el gato. Alex no sabe lo que quiere.
—Espera un momento —estalló Alex.
—Sólo estás buscando el conflicto. Quieres pelearte. Crees que luchando podrás cambiar el pasado, aun cuando el pasado está muerto y reducido a cenizas —dijo Jess.
Alex sintió que le ardía el pecho. Jess tenía razón, maldita sea. No había dejado de luchar desde el día del diagnóstico. Aceptar al monstruo suponía rendirse, sucumbir. Si no luchabas, morías. ¿Había cambiado algo desde que se marchó, dejó el instituto y se dirigió a Waucamaw? No. Sólo que la lucha había sido distinta: había dejado atrás a todos los médicos y tratamientos y había cogido al toro por los cuernos. Desde el Cortocircuito, ni un solo día había dejado de luchar para sobrevivir.
Y ahora, ¿qué? ¿Tenía que aceptar lo que estaba ocurriendo allí? No. No había elegido esa vida. Aquel no era su hogar ni aquella su gente. Eran bastante amables, sí, pero la querían allí por algún motivo —de eso no le cabía la menor duda— y, por Dios, no iba a rendirse ahora. Iba a salir de allí y a encontrar a Tom y a Ellie. Sólo tenía que averiguar cómo.
Alzó la voz, resignada, para decir algo que también era verdad:
—Es que todo esto… ya sabes, me está volviendo loca.
—Lo sé —dijo Jess—. Eres humana, pero tienes que empezar a pensar en el bien común. En cuanto a ti, Christopher, tienes que tragarte tu orgullo y no tomarte las cosas tan a la tremenda. Eres joven, has asumido un cargo de responsabilidad antes de tiempo y es normal que estés asustado. Pero ceñirse a las reglas sólo porque son reglas no las hace más justas. Tienes que aprender a discernir cuándo es posible romperlas.
—Sí, señora —aceptó Chris. La negrura de su olor se intensificó aún más. No era odio, pensó Alex, sino vergüenza. Los ojos de Chris oscilaron de Jess a Alex y de esta a la mesa—. Lo del escolta tal vez sea una exageración.
«Sí». Alex experimentó un repentino brote de triunfo, con cierto temor a que se le notase en la cara. «A ver si puedo lograr que se estiren un poco más…».
Pero Kincaid ya estaba negando con la cabeza.
—Si dejas que vaya sin escolta, vas a tener que cambiar la regla para todo el mundo. Creo que deberías pensártelo bien antes de tomar esa decisión. Tendrás que enfrentarte a Peter y probablemente al Consejo. No creo que ganes.
Chris levantó las manos.
—No hay quien os entienda. Primero, Alex se enfada conmigo, luego Jess me dice que rompa las reglas y ahora tú me vienes con que no lo haga. ¡Jesús!
—Esa lengua, jovencito —respondió Jess—. Matt lleva razón. Si vas a hacer una excepción, deberás tener un buen motivo. Que vayas por tu cuenta no significa que debas ser impetuoso. Por ahora, Alex sólo se está quejando, pero podría convertirse en otra Lena.
—¡Eh! —exclamó Alex. Que estuviera tratando de idear una manera de allí no había rebajado su enfado. Ella no era como Lena.
—Te diré lo que vamos a hacer —continuó Jess—: Christopher, te ocuparás de Alex cuando puedas y siempre que tus obligaciones te lo permitan. Esfuérzate en conocerla. Si ves que se puede confiar en ella y que se maneja bien sola, déjala. Díselo a Peter. Cielos, si es una cuestión de protección, que demuestre que puede hacerse cargo de sí misma.
—¿Y cómo se supone que voy a hacer eso? —preguntó Chris. Su pálida piel estaba parcheada de manchas blancas y escarlatas y sus oscuros ojos brillaban de enfado—. ¿Dándole una pistola? ¿Dejándola que haga prácticas de tiro? ¿Que monte con nosotros?
—Sí —dijo Alex—. Apuesto a que sé disparar tan bien como vosotros.
—«Porque esta es la voluntad de Dios; que haciendo el bien, hagáis callar la ignorancia de los hombres vanos». —Jess miró a Alex—. Y de las jovencitas insensatas. Así que, Alex, muérdete la lengua hasta que sepas bien lo que vas a decir. —Luego a Chris—: Eres un chico muy inteligente. Averigua qué es lo mejor y hazlo.
—No es tan fácil, Jess —se quejó Chris.
—Tonterías. ¿Quieres ser un hombre? Pues empieza a comportarte como tal.
—Jess —intervino Kincaid—, el chico lo está haciendo lo mejor que…
—Puedo defenderme solo —saltó Chris. Aquel filo gélido se hizo más penetrante y cortó sus sombras en dos. Alex sintió un impulso de solidaridad. Podía no estar de acuerdo con Chris, pero realmente no quería verlo vapuleado por una mujer lo bastante vieja como para ser su abuela.
—Chris, todo este tiempo has sobrevivido porque has tenido suerte y eres muy listo —dijo Jess—, pero debes seguir tu propio camino, por mucho miedo que te dé.
—Lo sé —admitió Chris. Su cara se había tornado cenicienta—. Lo sé.
—No, no lo sabes. Un hombre que obedece órdenes es un hombre que ha dejado de pensar. Recuerda: es preferible sufrir por hacer el bien que por hacer el mal. No te engañes, Christopher. La paz tiene un precio.
¿Qué estaba pasando? A Alex le dio la sensación de que Jess, Chris y Kincaid hablaban en chino. Lo que allí se estaba discutiendo no era si Chris iba a ser o no su guardaespaldas, sino algo que ella todavía no había preguntado. Pensó que Chris iba a decir algo, pero este cerró los puños, tragándose lo que fuera aquello que tenía en la punta de la lengua. Luego se fue sin mediar palabra, dando tal portazo que hizo temblar el cristal.
—La cosa ha ido bien —comentó Kincaid.
—Hemos sembrado la semilla de la justicia —murmuró Jess.
—¿Eso es lo que estabas haciendo? Cualquiera diría que lo estabas machacando.
—Cuida esa lengua, Matt. —Le lanzó a Alex una mirada de advertencia—. Chris no es el único que ha renunciado a su libre albedrío.
—Espera un segundo —pidió Alex—. ¿Por qué me echas la bronca? Yo quiero ser libre.
—La libertad también tiene un precio, jovencita. Por mucho coraje que tengas, no… —se interrumpió cuando la puerta de la cocina se abrió de nuevo y apareció Sarah, sacudiéndose la nieve del pelo.
—¿Qué le pasa a Chris? —inquirió esta—. ¿Está bien?
—No te preocupes —dijo Jess, antes de volverse hacia Alex—. Eres una joven desagradecida y muy poco sensata. Mientras estés aquí, te estarás tranquila y respetarás las reglas.
¿Qué? ¿Cómo? ¿Respetar las reglas? Su asombro inicial se tornó en enfado.
—Hace cinco segundos has dicho que las reglas…
—¡No intentes corregirme! —Jess la cortó con un contundente movimiento de mano—. Te estarás tranquila, jovencita. Y dejarás de parlotear sobre cosas de las que no tienes la más mínima idea. ¿Entendido?
A Sarah se le habían puesto los ojos como platos y Alex se moría de vergüenza. Deseó que se la tragara la tierra.
—Sí, señora.
—Excelente. —Jess le dedicó una gélida mirada—. Me alegro de que hayamos aclarado ese punto. Ahora, estoy segura de que hay cosas más importantes que hacer en otra parte. —Se marchó de la habitación.
—¡Vaya! —dijo Kincaid al cabo de un rato—. Ha pasado un ángel.