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Las cenizas de sus padres estaban allí, pero la biblia de tía Hannah —y la carta de su madre— habían desaparecido.

—La niña pequeña debió de haberlo hecho —dijo Harlan abatido. Estaba sentado encorvado en una silla, tan arrugado y marchito como un globo desinflado. Una vez que Kincaid miró en las bolsas para confirmar que contenían restos incinerados (los dientes se conservan tras la cremación), Harlan abandonó su fachada de tipo duro que se marca un farol. Ahora se miraba las manos y suspiraba.

—Dijo que esas cosas eran importantes para ella. —Señaló a Alex con una brusca sacudida de cabeza—. Después de que mataran a Marjorie, ya tenía bastante con mantenernos con vida. No podía estar vigilando a la niña cada cinco segundos.

—¿Dónde está? —preguntó Alex. Fue lo único que pudo hacer para evitar gritar y arrancarle los ojos a Harlan.

Él encogió un hombro.

—No lo sé. Como he dicho, huyó corriendo cuando nos encontrábamos a un día al sur de aquí. —Dejó escapar un gruñido de indignación—. Brett estaba tan seguro de que el ejército iba a dejarnos entrar… pero nunca llegamos tan lejos. Le dije que debíamos mantenernos alejados de la carretera interestatal y Marjorie quería ir hacia el oeste (para venir aquí, es lo que quería), pero él tenía que comprobar cómo estaba su hermana, que vivía en Watersmeet… En fin, allí es donde perdimos la camioneta… ya sabéis, en una emboscada. Un puñado de gente vigilaba el pueblo, eran unos veinte más que nosotros. Dispararon a Marjorie antes de que supiéramos qué estaba pasando.

—Sí —dijo Alex—, sé lo que se siente cuando te tienden una emboscada y te disparan.

Chris le puso una mano en el brazo y ella se mordió la lengua.

—¿Qué ocurrió después? —inquirió Peter.

Harlan volvió a encogerse de hombros.

—¿Qué demonios crees? No podíamos ir al sur porque oímos que no estaban dejando a la gente cruzar la frontera hacia Wisconsin y lo que sí sabíamos era que no íbamos a quedarnos en Watersmeet ni por todo el oro del mundo. En aquel pueblo, no te dan ni la oportunidad de explicarte, no como aquí; ellos se limitan a disparar, así que nos fuimos.

—¿Entonces todavía llevabais a la pequeña y a la perra? —preguntó Yeager.

Harlan asintió.

—La perra nos salvó el culo un puñado de veces. Sabía con bastante antelación cuándo una de esas cosas rondaba por allí. Se quedaron con nosotros hasta que estuvimos al este de la mina y entonces la perra se volvió loca. Sencillamente, no quería seguir. Ni la niña consiguió convencerla. Quería alejarse de aquí a toda costa. Teníamos que haberle hecho caso, porque fue la noche en que cinco de esos chicos… ya sabéis, los Cambiados… nos atacaron.

—¿La perra no os advirtió? —quiso saber Peter.

—Bueno, creo que lo intentó, pero no le hicimos caso. No lo sé, tío —dijo Harlan—. Brett estaba haciendo guardia. Yo estaba durmiendo y, al minuto siguiente, la perra… no se calmó en toda la noche, iba de acá para allá gimiendo. Empezó a volverse loca y lo siguiente que sé es que Brett la emprendió a tiros. Su rifle se encasquilló y yo no pude apuntar bien.

No, era mentira; Alex lo estaba oliendo. Sin embargo, tanto si Harlan echó una cabezadita como si disparó a Brett de manera accidental no era importante. Yeager debió de sentir algo también, porque dijo:

—Entonces, ¿por qué me da la impresión de que mientes?

La piel del cuello de Harlan se moteó de escarlata.

—¿Qué vais a hacerme? —preguntó.

—¿Dejaste a una niña pequeña ahí fuera para que muriera? —espetó Peter como un látigo furioso—. ¿Tú qué crees?

A Harlan se le hizo un nudo en la garganta. Apartó rápidamente la mirada de la cara furiosa de Peter y la posó en los rostros inexpresivos de los hombres del estrado y, por fin, le dijo a Yeager:

—Pero vosotros no podéis dispararme.

—Cierto, pero tú no puedes quedarte —respondió Yeager—. Tu pecado nos mancha a todos.

Hubo murmullos de aprobación entre los hombres el estrado. Peter asentía con la cabeza, pero la cara de Chris permanecía impasible y el olor de su oscuridad, muy fuerte.

—¿Me vais a expulsar? —A Harlan se le empañaron los ojos—. Por favor, no me hagáis salir ahí fuera. Esas cosas

Peter, para quien la mayoría de las soluciones parecía involucrar un arma, dijo:

—Oye, tío, a mí me trae sin cuidado. Si quieres, te meto una bala en la cabeza ahora mismo.

Yeager levantó una mano restrictiva.

—No estarás peor que esa niña pequeña; es más, estarás muchísimo mejor: te daremos la misma ración de víveres para tres días que a cualquier persona a la que le negamos la acogida.

—Pero he sido un buen trabajador —gimoteó Harlan—. No he hecho nada malo desde que estoy aquí.

—«No te hagas cómplice de pecados ajenos. Consérvate puro» —citó Yeager—. Llevas la marca de Azazel. No volveremos a ser puros hasta que te hayas marchado. De ahora en adelante, eres un Expulsado.

—No. Por favor. Dejadme al menos pasar aquí la noche —suplicó Harlan con voz quebrada—. Por el amor de Dios. Se está poniendo el sol. ¡Pronto oscurecerá!

—Entonces —prosiguió Yeager—, te sugiero que corras muy rápido.