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Las buenas noticias eran que Ellie contribuyó, al menos, a sacar del fondo de la mochila un poncho impermeable azul, que Alex utilizó para cubrir a Jack. Las malas, que la niña se dio por satisfecha con eso y que Mina no dejaba a Alex acercarse a la mochila de Jack. Cada vez que lo intentaba, la perra le enseñaba los colmillos, así que acabó por desistir. Tendrían que dejar los víveres y el agua que Jack pudiera tener. Qué remedio. Aunque Ellie podría llevarse la mayoría de su comida. Si conseguía que la niña recorriera cierta distancia, no estarían en camino más de dos días. Tres, con muy mala suerte. Se las arreglaría.

Mientras desmontaba la tienda, volvió a flirtear con la idea de regresar a por el coche. ¿Arrancaría con el sistema eléctrico averiado? Sabía tanto de coches como de chino —nada—, pero la mayoría de los vehículos tenían sistemas eléctricos complejos y uno o dos chips informáticos. Así que puede que no.

Se abrochó la riñonera a la cintura. Pesaba más que de costumbre porque, junto al equipo de supervivencia, había echado también un estuche negro de nailon que llevaba casi tres años sin abrir, desde la semana siguiente a la muerte de sus padres. El estuche pesaba bastante, casi seis kilos, y eran en parte suyo y en parte no. La tía Hannah nunca le había ocultado su contenido, animándola a que lo abriese cuando quisiera. «Tal vez te venga bien», le había dicho su tía, pero nunca le había explicado en qué consistía ese bien y Alex no tenía la menor idea.

El estuche estaba lleno de recuerdos. Al principio, esos recuerdos eran demasiado dolorosos para querer pensar en ellos, y mucho menos evocarlos. Durante el primer año, había sido incapaz de controlarlos. Afloraban con cualquier nimiedad: un trocito de canción, una inesperada sirena de policía o una extraña con un peinado idéntico al de su madre cuya mera visión la dejaba sin aliento. Cada uno de esos recuerdos le provocaba un dolor tan agudo, intenso y repentino que era como si le estuvieran clavando un cuchillo entre las costillas y retorciéndoselo con saña. Luego, cuando el monstruo creció y perdió el sentido del olfato, las nimiedades fueron desapareciendo y le costaba más evocarlos, como si tratara de recuperar archivos de un disco duro estropeado. En cierto modo, no le importaba. Lo que nunca le había dicho a tía Hannah era que, a veces, tener aquel monstruo apoltronado en su cerebro —comiéndole sus recuerdos, masticándolos hasta hacerlos papilla— constituía casi un alivio. El cerebro ya no le pertenecía, pero al menos tenía sus pensamientos bajo control.

También se le ocurrió ahora que se había llevado el estuche de casa de su tía para nada. Ya no llegaría a Mirror Point. Ahora sus motivos para venir al Waucamaw habían ardido en aquel fuego proverbial.

Lo cual resultaba bastante irónico, considerando lo que había en el estuche.

—Me voy —anunció Alex—. Será mejor que vengas conmigo.

—No. Te odio.

«Sí, lo que tú digas».

—De acuerdo, escucha: voy a tomar el camino más corto, el que te he enseñado en el mapa, que va directo al valle. Cuando te animes a venir…

—No pienso moverme de aquí.

—… no te olvides la mochila, ni de ponerle a Mina la suya…

Ellie se tapó los oídos.

—¡No te escucho!

—… porque no tengo comida para perros. Si pudieras abrir la mochila de tu abuelo y sacar algo…

—La-la-la-la —cantó Ellie—. La-la-la-la.

—… algo más de comida y de agua, sería estupendo.

Para ser sincera, no le hacía ninguna gracia llevarse a la niña y a la perro, pero Ellie sólo tenía ocho años. Alex ni siquiera recordaba lo que era ser tan pequeña.

Extrajo la pistola Glock de su padre de la mochila, le puso el cargador, deslizó la corredera y metió una bala en la recámara. Las Glock no tenían seguro externo y esa era una de las razones que habían llevado a su padre, que era policía, a decantarse por ese arma. Sólo apuntar y disparar. Al heredar la pistola, ella había instalado, sin embargo, un seguro de pasador cruzado. Por nada en especial —eso fue antes de que el monstruo enviara señales de humo—, aunque tal vez su subconsciente fuera muy espabilado. Teniendo en cuenta lo que la Glock y ella habían intimado en el sótano de su tía, el tiempo que conllevaba pulsar ese botoncito y accionar el percutor era, probablemente, el responsable de que siguiera con vida. Bastaba una milésima de segundo para que una persona cambiara de opinión.

Después de comprobar dos veces el seguro, volvió a colocar la pistola en la funda y se enganchó la paleta a la cadera derecha.

Ellie había dejado de cantar.

—¿Por qué lleva eso?

«Porque Jack está muerto y todos nuestros aparatos electrónicos se han achicharrado y puedo olerte, Ellie Huelo la sangre. Huelo a la perra».

—Nunca se es demasiado precavido.

—¿De quién es?

—Era de mi padre. Ahora es mía.

—Mi abuelo dice que las pistolas matan a la gente.

No pensaba seguirle la corriente.

—No esperes demasiado. Anochece deprisa.

—Pues vete. —Ellie se colocó los auriculares—. A mí qué me importa.

Estuvo a punto de decirle que el iPod estaba muerto, pero le pareció mezquino.

—Te importará cuando te veas en la montaña a oscuras.

—No pienso ir.

—Hasta luego.

—Ni hablar.

—Bueno, pues adiós.

Echó a andar sin mirar atrás, pero sintió los ojos de Ellie clavados en su espalda durante un buen rato.