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Se quedó completamente petrificada.

No.

Estaba equivocada. Tenía que estarlo.

Era incapaz de oler. El tumor había engullido aquella facultad.

Pero…

Pero había sangre. Olía la sangre de Jack. Ellie se había orinado encima y ella lo olía. Justo ahora, en este preciso segundo.

Era imposible. Debía de ser su imaginación, el dolor, la conmoción o… o algo.

Pero ¿y si no era así?

Casi temía intentarlo de nuevo. Pero lo hizo. Tenía que saberlo. Por muy terrible que fuese el momento, se inclinó sobre Jack e inspiró larga, lenta y deliberadamente, pensando: «¿Ves?, es una alucinación, una de esas cosas imaginarias del cerebro».

Pero no lo era. Ahí estaba otra vez aquel olor, tan cercano a lo físico que lo sintió anidar en su nariz. Era… —trató de encontrar algo con lo que compararlo—, sí, era a lo que olían las monedas húmedas.

Una fracción de segundo más tarde, un diminuto destello se encendió en su masa cerebral y, de repente, vio su pequeño carrito rojo, el que había dejado fuera mojándose con la lluvia, tan claro como el agua. Se sobresaltó tanto que se estremeció. Aquel carrito… ¿Cuántos años tenía? ¿Seis? No, no, siete, porque ahora le llegaron una siere de flashes rápidos, como un centelleo de fuegos artificiales: un patio de ladrillo, rosas blancas que trepaban por un enrejado, el perezoso zumbido de las abejas y luego estaba su madre, su madre, su madre, preciosa, de pie junto a su padre y este diciéndole: «Creíamos que, con siete años, ya eras lo bastante mayor para saber cómo cuidar de tus cosas».

«Papá». Alex dio un profundo suspiro. El aire se le precipitó en la boca, le envolvió la lengua y entonces detectó algo amargo y… muy tostado y… y dulce. Café, aquel era el sabor del café y… y del donut. Lo había vomitado todo y ahora era capaz de paladearlo, de olerlo.

Y Alex pensó: «¡Madre mía!».

Barrett le había hablado sobre El Final: la pérdida de esta función, la muerte de aquella capacidad y la posible necesidad de empezar con el tratamiento del dolor, que era como los médicos llamaban a drogarte hasta que te ibas durmiendo y te morías.

Sin embargo, ni siquiera Barrett estaba seguro de eso, porque El Final podía ser muy rápido. El tumor seguiría creciendo y creciendo, y allí arriba no quedaba mucho sitio. Al acumularse tanta presión en un espacio cerrado, el cerebro le chorrearía por la base del cráneo, igual que la pasta de dientes cuando sale del tubo. Después se iría apagando, pues todo lo que la mantenía vivita y coleando —corazón, pulmones— sencillamente dejaría de funcionar.

Como es obvio, Barrett no estaba seguro de nada, porque cada persona era diferente. Era imposible que le dijera lo que podía esperar porque, en fin, él nunca se había muerto. Bastante razonable. Sin embargo, había una cosa de la que Alex estaba completamente segura: Barrett nunca, jamás, había mencionado nada de que, cuando llegara El Final, ella fuese a recuperar lo que había perdido.

Como el sentido del olfato.

Como el del gusto.

Como a su padre. Como a su madre.

Ahora estaba oliendo la sangre de Jack. Le habían venido aquellos recuerdos olvidados de su carrito, de las rosas blancas y de su madre. Había oído la voz de su padre. Era capaz de distinguir en su boca el regusto agrio del vómito y estaba despierta; no estaba soñando.

Tal vez a eso se refería la gente cuando decía que, al morir, toda tu vida pasaba ante tus ojos. No lo sabía. Nunca le había preguntado a Barrett sobre aquello en particular. Para ser sincera, no había estado segura de querer saberlo. Había oído hablar de experiencias cercanas a la muerte, por supuesto. Había visto Ghost y había oído historias sobre cómo los seres queridos que habían fallecido antes que tú se quedaban esperándote mientras caminabas hacia la luz. Pero eso era una tontería. Eso era lo que la gente esperaba que pasase, no lo que ocurría en realidad. Había estudiado bastante biología y contaba, además, con montones de experiencias propias. El cerebro era un órgano caprichoso que eliminaba tu sentido del olfato, te machacaba la percepción del gusto y se cargaba también muchos de tus recuerdos. De modo que, si le cortabas el riego sanguíneo, si las células se quedaban sin oxígeno, tal vez fuera la luz blanca lo que vieses cuando la palmabas. ¿Quién sabe? Ella no, desde luego. Ella no tenía ni idea de lo que esperar cuando llegase El Final.

A menos que este lo fuera.

A menos que este fuera su final y que estuviese viviéndolo.