15

Alex?

—¿Mmm?

—¿Va a salir todo bien?

—Seguro. —Alex abrazó a la niña, más por conveniencia que por afecto. Cuanto menos espacio hubiera entre ellas, menos les calaría el frío. Debajo, su nido de hojas y ramas crujía como el celofán. El refugio era cálido, casi podría decirse que acogedor, por el calor que desprendían sus cuerpos, capturado por un mullido lecho de hojas de un metro de altura—. Todo va a salir bien. Un par de días más y estaremos con los guardabosques. Ellos sabrán qué hacer.

Habían estado corriendo mientras el cielo ardía en una extraordinaria puesta de sol, roja como la sangre, que a Alex le recordó un cuadro muy famoso en el que aparecía un hombre gritando junto a un puente. Habían seguido corriendo mientras esa extraña luz se extinguía y habían corrido aún más, tropezándose continuamente, con ayuda de la linterna, hasta que Alex ya sólo acertó a distinguir el olor del bosque y el de ellas mismas. En ese momento, la luna no había salido aún, el bosque era negro y el camino, demasiado peligroso para continuar.

Ellie no había querido comer. Alex no la culpaba; ella también tenía náuseas —casi como las de la quimio— y estaba hecha polvo por los sucesivos horrores de aquel espantoso día. Sin soltar su inútil iPod, Ellie la había estado observando construir rápidamente un refugio con ramas de pino y troncos. En algún punto del camino, la niña había vomitado y Alex utilizó su camisa para limpiarle casi toda la suciedad de la cara y la parka. La engatusó para que mascara la húmeda corteza interior de una ramilla de pino blanco: «Sabe a caramelo de limón, Ellie. Te lo juro». Los pinos eran también alimento en épocas de hambruna. Los ojibwa hacían harina machacando la resina seca y, aunque lo consideró, enseguida descartó la idea. No iban a quedarse allí más tiempo del necesario.

Pero sí que tendrían problemas si no conseguían encontrar agua, y pronto. El arroyo quedaba justo en la dirección contraria, pero no pensaba dar marcha atrás de ninguna manera, no mientras aquellos chicos estuviesen ahí fuera. Esperaba encontrar otro más adelante porque, a este paso, aún quedaban tres días de camino para llegar al río. La cosa no pintaba bien.

Para colmo, Ellie preguntó:

—¿Qué pasa con la comida?

—Tenemos la gelatina y las barritas energéticas.

—Pero yo me he comido una.

—No importa, Ellie. Tenías hambre. No pasa nada.

—La robé.

Optó por cambiar de tema:

—Cuando lleguemos al río, llenaremos las botellas y pescaremos un par de peces.

—Pero si dijiste que pescar nos retrasaría.

—Bueno, no necesariamente. Cuanta más fuerza tengamos, más rápido iremos. Tú tienes la caña y los cebos, ¿verdad?

—Ajá. —La voz de Ellie estaba tan exenta de matices que sonó tan transparente como un vaso.

—Pues ya está.

—¿Y si no pican?

—Picarán. —Se quedó pensativa—. Tu abuelo te sacó del colegio para ir de excursión, ¿no es cierto? ¿Y cuándo se supone que tenías que volver?

—¿Al colegio? Mmm… el martes.

Era sábado.

—Lo que significa que tendrías que volver a casa el lunes, como muy tarde. ¿Hay alguien en tu casa?

—La señora Pierce. Vive en la casad de al lado y se encarga de las luces y de recoger el correo.

—Ahí lo tienes. Si el lunes no aparecéis, la señora Pierce se preocupará y probablemente llamará a los guardabosques de la entrada del parque o a la estación. No me extrañaría que los guardabosques ya te estuvieran buscando para cuando lleguemos.

—¿Y a ti nadie te echará de menos?

—Seguro que, de momento, no. —Cayó en que, sin el reloj, podía perder la noción del tiempo. Otra cosa más de la que preocuparse. Tal vez haciendo muescas en un palo…

—¿Y si la señora Pierce no se preocupa? ¿Y si espera un par de días?

—Bueno, preocuparte por que ella no se preocupe no sirve de nada. No te apures. Vamos, intenta dormir un poco.

—No puedo. —Algo crujió cuando Ellie se retorció—. Estas hojas pinchan.

—Inténtalo.

—Pero ¿y si…? ¿Y si esa chica…? ¿Y si ellos…?

—Nada. Todo irá bien.

—¿Y cómo lo sabes?

—Porque hemos estado un buen rato corriendo y no nos han perseguido. Y ahora está oscuro. Si tuvieran intención de cazarnos, ya lo habrían hecho.

Silencio.

—¿Y por qué estaban haciendo eso? ¿Por qué estaban…?

—No lo sé. —Tal vez aquel cortocircuito cerebral los había hecho volverse locos, como el ciervo y los pájaros. Pero los pájaros habían vuelto a la normalidad y Ellie también, y comerse a las personas era algo que no podía concebir, ni de lejos. Le daba dentera y se le ponía la carne de gallina sólo de pensarlo. ¿Habían matado esos muchachos a la mujer? Seguro. Parecía bastante mayor, de unos cincuenta o sesenta años, así que les habría costado mucho derribarla entre los dos. Casi podía ver la película en su cabeza, como uno de esos documentales de Animal Planet: los niños atacando, abalanzándose, encaramándose a la mujer, rajándole el vientre, arrancándole la garganta a bocados.

«Dios, como animales». El pensamiento le dio escalofríos. ¿Y qué era esa peste? Olía a… no lo sabía… a animal aplastado, sí, pero era algo así como rancio. No, rancio no era la palabra exacta.

Los chicos olían a… salvaje. Eran unos salvajes. Eran como zombis… sólo que estaban vivos en lugar de haber regresado de entre los muertos. O tal vez hubieran muerto y… No, no, aquello no era posible. ¿O sí? Por Dios, no tenía ni idea. Todo lo que sabía era que sus aparatos electrónicos se habían frito como sus cerebros. El cortocircuito cerebral les había afectado a todos: a los animales, a esos niños, a Ellie y a ella. Hasta ahora, pensaba que ella era la única que había cambiado, qué tonta, aunque no había tenido nada con lo que compararse. Maldita sea, no podía dejar de considerar que aquel cortocircuito podría haber afectado a una gran área: no sólo a la montaña, sino también al valle. ¿A cuánto quedaba la montaña? ¿A ocho kilómetros? Así que si el cortocircuito era un círculo, es decir, si tenía un radio de ocho kilómetros, había que elevar esa cifra al cuadrado y multiplicarla por pi y…

«¡Madre mía!». Se le cortó la respiración. ¿Doscientos kilómetros cuadrados? El Waucamaw era enorme, tenía más de mil kilómetros cuadrados. Si estaba en lo cierto, aquel cortocircuito había afectado a una quinta parte del parque natural: mucho terreno. ¿Y a cuánta gente? Tan al norte, los colores otoñales ya hacía una buena semana que habían sobrepasado su punto álgido, lo que quería decir que las hordas de turistas ya se habían marchado.

¿Y qué les pasaba a aquellos niños? Habían cambiado de modo diferente a ella.

«O tal vez no». Se acordó de cómo Barbie Rubia había olisqueado el aire. ¿Se les habría acentuado también el sentido del olfato? ¿Sería aquel el primer paso?

Su mente incansable evocó ahora los disparos. Por primera vez, pensó que quizá la pregunta no fuera a qué le estaban disparando, sino a quién.

¿Qué iba a ocurrirle? Dios, prefería pegarse un tiro. Pero ¿y si no se daba cuenta hasta que ya fuera demasiado tarde? O peor aún: ¿y si no quería detener el cambio? ¿Y si no le importaba?

—¿Alex? —La voz de Ellie emergió de la oscuridad—. ¿Lo que les ha ocurrido a esos chicos va a pasarnos a nosotras también?

Se estremeció al ver sus pensamientos verbalizados en boca de Ellie.

—No —respondió de forma mecánica—. Ha pasado mucho tiempo, ya nos habría ocurrido.

«Mentirosa». Era una vocecita, apenas un susurro interior que exhalaba su mente. «No sabes nada a ciencia cierta. Has cambiado, aún estás cambiando. Estás oliendo cosas… hasta eres capaz de oler significados. El cortocircuito fue esta mañana y mira todo lo que te ha pasado desde entonces. Mira lo rápido que han cambiado esos chicos. A lo mejor, lo que les ha pasado a ellos no te ha ocurrido a ti todavía».

«Esfúmate». No podía preocuparse por eso ahora. Ojalá no tuviera que preocuparse por eso nunca. Lo único que quería era cerrar los ojos y no soñar nada: despertarse en su cama y comprobar que aquello sólo había sido una pesadilla o algo por el estilo.

—Venga —dijo—, vamos a dormir. Mañana tenemos un largo día por delante.

—Estoy demasiado asustada para dormirme —se quejó Ellie—. ¿Y si cuando me despierte no soy yo?

—Estaremos bien.

—¿Cómo lo sabes? ¿Y si nos morimos?

—No, no vamos a morirnos. Hoy no. —Otra respuesta mecánica, otra dosis más de aquel humor negro, o realista, que había adoptado en los últimos dos años—. Ni mañana tampoco.

Una pausa.

—Lo siento por Mina. No quería marcharse, no quería venir conmigo.

—Al menos, lo intentaste —contestó Alex, aunque dudaba que fuera el caso, pues la niña odiaba a la perra.

—¿Crees que estará bien?

—No lo sé, Ellie. Parece una perra muy lista.

—A lo mejor se vuelve salvaje.

—Tal vez. No sé cuánto tiempo tardan los perros en volverse salvajes.

«Si están hambrientos, puede que muy poco». Ahora era su propia voz la que hablaba, no aquel otro susurro.

—El abuelo dice que hay muchos perros salvajes en el Waucamaw. Dice que la gente los abandona aquí porque creen estar haciéndoles un favor dejándolos en libertad, pero muchos se mueren de hambre y los que no, se vuelven salvajes.

—No creo que preocuparse por Mina ayude en algo.

—Ay. —Silencio—. Ojalá tuviera otra oportunidad.

—¿Para qué?

—Para todo. Ojalá me hubiera portado mejor con el abuelo —susurró Ellie, destrozada—. Ojalá me hubiera portado mejor con Mina. Si me hubiera portado mejor, puede que mamá no se hubiera marchado.

Alex no sabía qué decir.

—Tu abuelo dijo que tu madre se había marchado cuando tú eras muy pequeña. No puede ser por tu culpa. Eras sólo un bebé.

—Tal vez. Papá tenía algunas fotos, pero no le gustaba mirarlas porque se ponía triste. —Ellie se quedó un momento callada—. Ya ni me acuerdo de papá. Está borroso. También me enfadé con él.

—¿Qué pasó?

—Que se fue, aunque yo le pedí que no lo hiciera. Dijo que tenía que irse porque era su trabajo.

Alex se sintió identificada.

—A veces, cuando estás triste, te enfadas con más facilidad.

—¿Tú te enfadas con tus padres? —le preguntó Ellie.

A Alex se le hizo un nudo en la garganta.

—Continuamente —respondió.

Ellie no tardó en quedarse dormida, pero Alex, a pesar de lo cansada que estaba, no pudo relajarse. No dejaba de darle vueltas a la cabeza y estaba intranquila, nerviosa, hasta le temblaban un poco las piernas. Esas sensaciones le recordaron el día en que el doctor Barrett le administró una nueva medicina durante la quimio con la que se suponía que no iba a vomitar… Reglan, ¿se llamaba así? No se acordaba. Había tomado tantos medicamentos en los últimos dos años como para mantener en el negocio a todo el colegio de farmacéuticos. El problema con los medicamentos era que hasta los que se suponía que iban a atenuar los efectos secundarios tenían efectos secundarios. El Reglan, por ejemplo, le provocaba ansiedad y una horrible sensación de hormigueo por todo el cuerpo. Y le daban espasmos y náuseas: un rollo.

Se oyó el aullido de un coyote en la distancia, como el chirrido de una bisagra oxidada. Tenía que estar alerta. Después de todo, había animales y estaban aquellos dos caníbales con el cerebro frito. Quién sabe qué —o quién— les apetecería de postre. Sí, al menos una rápida ronda por el campamento. Mejor que estar ahí tumbada, hecha un manojo de nervios. Al estirarse para coger la Glock, que se había llevado consigo en la riñonera antes de acostarse, se estremeció al clavarse las duras y crujientes hojas, pero Ellie no se movió.

Sopesó la pistola. Su solidez le daba seguridad, y también su olor lubricante y el tenue tufillo metálico a pólvora quemada. La funda olía a zapatos cómodos, mezclado con un levísimo toque de sudor… Un olor que, estaba segura, no era suyo.

«Ay, papá, ¿qué hago?». Se le tensó la garganta. ¿La entendería si finalmente se veía obligada a usar la pistola? ¿Y su madre? Porque si Alex cambiaba todavía más —si se volvía como esos chicos—, tendría que asumir el control, hacer algo antes de que fuera demasiado tarde. De todas formas, no es que nunca hubiera pensado en el suicidio. Tal vez fuera una locura, pero el suicidio era una forma de hacerse cargo de la situación y combatir al monstruo: aquel invasor que nunca en su vida se habría imaginado tener. Matarse antes de que aquella cosa acabara su trabajo era burlarse de él, un modo de privarlo de la victoria final. Ahora, sin embargo, el monstruo y ella eran inseparables, una misma cosa, y eso lo cambiaba todo.

«Yo seré el monstruo. Por mucho que accione la pistola, no voy a sacarlo de ahí. Me estaré matando a mí misma».

Otro pensamiento aún más terrible la atemorizó. ¿Y si ella se quedaba igual, pero Ellie cambiaba? ¿Sería capaz de dispararle a una cría?

¡Dios, qué desastre! Se apresuró a salir del refugio, luchando por reprimir las lágrimas. En contraste con el calor del interior, sintió una bocanada de aire helado del bosque y permaneció unos momentos tiritando en la oscuridad, tragando saliva. Sus hipidos sonaban muy altos y tuvo que taparse los temblorosos labios con la mano para reprimir un sollozo. «¡Para, para!». Tenía que controlarse. Tenía que actuar. Era la única que podía. Ellie sólo era una niña, así que ella era la única que podía sacarlas de esto. No tenía tiempo para autocompadecerse.

Ahogó un grito.

Tiempo. El avión. ¡El avión! Eso era lo que le había estado rondando por la cabeza durante todo el día: aquella especie de dolor de muelas, aquel asunto del tiempo. El avión no había regresado y siempre volvía a la misma hora, todos los días.

No lo había oído volver.

Barajó todas las posibilidades: tal vez se había estropeado y no podía viajar. O a lo mejor se lo había perdido, con todo lo que había pasado. O quizá los motores no tiraran lo suficiente para llegar al valle o había cambiado de ruta. O puede que no regresara a la base los sábados por la tarde. Tal vez volviera los domingos.

¿Y si el avión estaba en el aire cuando se produjo el cortocircuito? ¿Se habría estrellado? Repasó los acontecimientos de la mañana. El avión pasó a las 7:50. El cortocircuito tuvo lugar a las 9:20, noventa minutos después, más o menos. ¿Dónde estaría el avión en ese momento? Dependía de su velocidad. A lo mejor había aterrizado antes del cortocircuito. O tal vez no. ¿Lo oiría si se estrellaba? No lo creía.

Suponiendo que lo oyera y el avión: a) no se hubiera estrellado y b) hiciera la misma ruta los sábados por la tarde, o se lo había perdido con todas las emociones o es que el avión n podía volar. Si eso era cierto, entonces aquella cosa tenía un alcance mayor de doscientos kilómetros cuadrados.

Había dos maneras de averiguarlo. Podía esperar a que amaneciera, orientarse y aguardar. Si sobrevolaba el valle o pasaba cerca de él, lo oiría. Si no lo oía, tampoco quería decir que le hubiese ocurrido nada malo, pero seguiría teniendo un montón de preguntas.

O…

Una ventaja de estar a mucha distancia de la gente y de las ciudades era que no había contaminación lumínica. Incluso con luna, sería capaz de distinguir los aviones, por muy alto que volaran. Primero tendría que buscar un claro. Ahora que sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, podía apreciar los alrededores inmediatos: una sucia maraña gris apolillada a sus pies, la negra silueta de los árboles emergiendo del suelo, rayos de luna que se colaban por el velo del bosque como apagadas monedas de plata. La luna no brillaba como de costumbre. Demasiado grisácea. Extraña. Durante los cuatro días que llevaba de camino, la luna había estado creciendo. La última vez que se había fijado, ¿cómo estaba? ¿En tres cuartos? Bueno, tal vez estuviera menguando.

Una especie de rayo entre gris y plateado brillaba a su derecha, lo cual significaba que había un claro entre los árboles. Se movió en esa dirección, despacio, protegiéndose los ojos con la mano para que le entraran las ramas más bajas, deteniéndose cada pocos metros a escuchar, estremeciéndose a cada paso con los susurros y crujidos del bosque. Aunque se sintió un poco tonta, olfateó el aire en dos ocasiones, distinguiendo la podredumbre de las frías hojas y de la madera empapada, pero no percibió aquel hedor a animal aplastado… nada que pudiera traducirse en salvaje o peligroso. Menos mal.

El claro del bosque era casi tan grande como una casa y Alex se colocó en el centro, con la cabeza hacia atrás y la mano izquierda levantada para tapar la luz indirecta de la luna que se colaba por un velo de pinos. Las estrellas se hallaban un poco apagadas: no brillaban como suelen hacerlo en otoño y en invierno, sino que estaban más borrosas, como en verano. Eso sí que era extraño. Las estrellas siempre parecían más brillantes en esa época del año, no sólo porque su posición era diferente, sino porque el aire frío contenía menos humedad y la Tierra se distanciaba de la Vía Láctea. Con tan pocas estrellas visibles en el cielo, las que quedaban eran fáciles de reconocer y parecían brillar con más fuerza. Pero este cielo era nebuloso y las estrellas, no espejadas, sino abrojos plateados y etéreos.

¿Por qué pasaría eso? Volvió a oírse el ronco aullido del coyote, aunque apenas lo escuchó. Frunció el ceño y se fue dando la vuelta con los ojos fijos en el cielo nocturno y en aquellas extrañas estrellas… y en la luna.

«No». El corazón le dio un vuelco de repente, una dolorosa punzada, y se quedó boquiabierta. Estaba tan atónita que se olvidó de respirar. «No, no puede ser».

Pero lo era.

La luna estaba azul.