25

Oyeron el sonido dos días más tarde, cuando aún se encontraban a varios kilómetros de la estación. Al principio, Alex pensó que se trataba de un pájaro carpintero aporreando algún árbol. Cuando se acercaron, sin embargo, descartó la idea de un animal. El sonido les llegaba muy rápido, como un martinete: pum-pum-pum-pum-pum.

La perra se puso alerta, apoyándose en sus tres patas sanas.

—¿Qué es eso? —inquirió Ellie. Llevaba ya cansada algunos kilómetros, pero Tom se había empeñado en continuar. Como la niña se había negado, él la había cogido en brazos y se las había arreglado para subir aquel tramo del camino, casi vertical y en zigzag, sin que ella se quejara. De pronto, se zafó de sus brazos y sonrió de oreja a oreja.

—Es una máquina. Tom, ¡es un motor!

—Shh. —Tom ladeó la cabeza para escuchar—. Creo que…

—Tiene razón —dijo Alex, casi sin aliento. Se quedó quieta, con todos los músculos en tensión, como un perro de caza que señala a su presa, y el cansancio (los últimos diez kilómetros habían sido cuesta arriba) se desvaneció—. ¡Suena como un generador! A lo mejor han encontrado un modo de arreglar las cosas, no sólo aquí, sino en todas partes.

—¿Ves? —Ellie sonrió, triunfante—. ¿Ves como estabas equivocado?

—No lo creo. —Tom no sonreía—. Primero, no todos los generadores funcionan por ordenador, lo que significa que alguien tuvo que accionarlo manualmente. Pero ha pasado demasiado tiempo: ya hace ocho días del Cortocircuito.

—¿Y qué? —preguntó Ellie.

—Pues que el generador llevaría funcionando desde entonces y eso es casi imposible, a menos que se lo hubiera recargado de combustible aproximadamente cada cuatro horas.

—A lo mejor están muy preparados y tienen mucho combustible. O tal vez lo encendieron hace sólo un par de días, o lo conectan de vez en cuando. ¿Qué más da? —repuso Alex.

—Hay luz natural de sobra —dijo Tom—. ¿Para qué encender un generador si no lo necesitas?

No pudo darle una buena respuesta.

—Bueno, quienquiera que sea tiene electricidad. Y eso es… —Vio la repentina expresión absorta de Tom—. ¿Qué?

—¿No lo oís?

—¿El qué? —Ellie frunció el ceño.

—Atentas, por debajo del sonido del motor. —Tom cerró los ojos—. Otra vez.

Alex cerró los ojos y se concentró hasta que también lo oyó: algo bajo, hueco y rítmico. No mecánico, sino…

—Una canción —Ellie ahogó un grito—. ¡Es música!

En fin, Alex tenía que admitirlo, aquello era muy extraño. Con los recursos limitados, ¿de pronto tenías cuatro horas de electricidad y las desperdiciabas escuchando música? Si la teoría del PEM de Tom era cierta, tendría que haber un disco también: un CD no funcionaría, pero sí un viejo tocadiscos. ¿Y una pletina?

«O Tom se equivoca o el aparato está conectado a una toma de tierra».

—Si están escuchando música —dijo Ellie—, es que te equivocas.

—Ojalá me equivoque —respondió Tom con paciencia—. De verdad. Pero todo esto me extraña, cielo: imagínate que estamos en medio del bosque, que, hasta donde nosotros sabemos, no hay electricidad y, de repente, como que nos cae del cielo. ¿La desperdiciaríamos poniendo música?

—Tom —dijo Alex—, son guardabosques. A lo mejor están tratando de llamar la atención, de decirle a la gente que están disponibles.

—Pero ¿y si no son ellos? —preguntó Tom—. ¿Y si quienquiera que sea está tratando de llamar la atención con malas intenciones?

Todos se miraron fijamente. Hasta que Ellie saltó:

—¿Cómo una trampa, quieres decir?

Al mismo tiempo que Alex comentaba:

—Eso es ridículo.

Aunque estaba pensando: «Si Jim era capaz de recordar su entrenamiento, ¿sabrá un guardabosques encender un tocadiscos? ¿Y una pletina? ¿Y un generador?».

Tom se quedó callado.

Todos, incluida Mina, escucharon el pum-pum del generador y, en los silencios intercalados, aquel irreconocible hilo musical. Ellie se inquietó.

—¿Por qué no vamos? —murmuró al fin.

—Sí —accedió Tom. Se quitó la Winchester, que llevaba en bandolera, y se la colgó del hombro derecho, donde podría acceder al arma más deprisa—. Tendrás que ir andando el resto del camino, ¿vale? Sé que estás cansada y que es todo cuesta arriba, así que iremos despacio, pero necesito las manos libres.

—Todo saldrá bien —le dijo Alex a Ellie al ponerse en marcha. Sin embargo, se aseguró de que la niña y la perra fueran en medio en la fila. Y cuando Ellie no miraba, aprovechó para colgarse la Mossberg en el hombro derecho y volvió a comprobar el seguro. Por si acaso.

Horas más tarde, Alex se acercó a Tom y le dijo:

—¿Y ahora qué?

Tom sólo sacudió la cabeza. Había caído la noche y una brumosa galaxia de estrellas brillaba como lentejuelas sobre terciopelo negro. La luna aún tardaría unas horas en salir… Menos mal, porque aquel molesto verdor parecía un cardenal y la asustaba realmente. Que no hubiera luna suponía que podían confiar en su invisibilidad, aunque se agazaparon cuando dejaron a su derecha, a menos de sesenta metros, el esqueleto descomunal de una torre de vigilancia de incendios. La torre estaba a oscuras.

La estación no lo estaba. Situada sobre una meseta rocosa, resplandecía en toda su magnitud. Todas y cada una de las ventanas del bajo rectángulo se hallaban encendidas: amarillentos y rebosantes cuadraditos que se desbordaban sobre el suelo, y Alex acertó a ver la esquina de un sillón arrimado a la ventana y una montaña de libros sobre una mesita de café. La música se escapaba por las ventanas abiertas y tuvieron que escuchar cómo Mick Jagger se quejaba de su falta de satisfacción para dar paso a Robert Plant, que gritaba sobre unos ojos rojos brillantes. Había tantísima luz que los cristales de una estructura cercana al extremo derecho también centelleaban. Un garaje, probablemente; Alex reconoció un caminito de grava.

—Mira a la perra —le susurró Tom al oído.

Lo hizo. Mina miraba fijamente la estación, con curiosidad, pero sin alarma. «Nada parecido a la reacción que tuvieron los perros salvajes al oler a Jim», pensó Alex. Sintiéndose un poco estúpida —y esperando que Tom no se diera cuenta—, olisqueó a modo de prueba. El único olor que detectaba era el de la madera quemada, mezclado con creosota. Una chimenea o tal vez una hoguera al aire libre, pero nada más. Ni rastro de olor a muerte, lo que tal vez no significara nada. ¿O acaso se había convertido en un sabueso?

—Si la perra no está preocupada, es que todo está bien, creo —dijo Tom—. Iré a comprobarlo.

—Espera. —Alex lo retuvo agarrándole el brazo—. Debería acompañarte.

—No hace falta. He hecho muchos reconocimientos en mi vida.

—¿Y no va siempre alguien cubriéndote las espaldas? Si me quedo aquí, estaré demasiado lejos para disparar con la Mossberg.

—Créeme, si vas a tener que disparar a alguien, prefiero tenerte lo más lejos de mí posible.

—Eh, no te metas conmigo. No es la primera vez que cojo un arma —se molestó.

—Sólo digo que es poco probable que haya algo a lo que disparar.

—Si es tan poco probable, ¿por qué estamos teniendo esta discusión?

—¿Siempre eres tan difícil?

Ellie metió baza:

—Sí, siempre.

—¡Oye! —protestó Alex.

—Esto no es ni Iraq ni Afganistán —dijo Tom—. Sólo voy a comprobar el terreno. Además, alguien tiene que quedarse con Ellie.

—Bueno, pues por lo menos llévate a la perra.

—Alex tiene razón, Tom —asintió Ellie—. Mina buscaba bombas.

—Vosotras veis muchas películas, chicas. No va a haber ninguna bomba —se quejó Tom, pero cogió a la perra.

Se quedaron mirándolos hasta que la oscuridad se tragó primero a Mina y luego a Tom. Robert Plant había dejado de gritar sobre sus sueños y la música continuó con una guitarra de blues y algo sobre un tal Big Boss Man. Alex no conocía la canción. Aguzó tanto la vista para ver si captaba algún movimiento —fuera o dentro de la casa— que parecía que los ojos iban a salírsele de las órbitas.

—¿Alex?

Siguió mirando a Tom mientras este desaparecía a la derecha, alejándose de la marea de luz amarillenta que bañaba la roca, en dirección al garaje.

—¿Qué?

—Lo siento.

—¿Por qué?

—Por meterme contigo. Bueno, de vez en cuando te lo mereces.

—¡Mira quién fue a hablar!

—¿Quién?

—Déjalo, anda. —Se dio la vuelta para hacerle una mueca a la niña que esta no llegaría a ver en la oscuridad—. No importa.

—Es que no quería estar sola… ¡Mira! ¡Ahí está! ¡Ahí está!

Tom emergió de la oscuridad por la izquierda. Iba muy agachado, con la cabeza muy por debajo del nivel de las ventanas. Mina no era más que una sombra, apenas visible al pasar bajo la última ventana de la izquierda. Después desaparecieron. Alex vio cómo Tom levantaba la cabeza a hurtadillas y se agachaba de nuevo antes de contonearse como los patos hasta la puerta principal. Lo vio cruzar rápidamente de izquierda a derecha y se puso tensa, esperando oír un disparo. Pero no ocurrió nada. Al momento, Tom y la perra se colaron en la casa. Pudo ver con claridad cómo entraba en la habitación de la izquierda y se detenía un instante ante los libros. Estiró la mano y Billy Joel dejó de cantar. Lo único que se oía ahora era el renqueo del generador. Al cabo de otro minuto —que a Alex le parecieron veinte—, Tom y Mina reaparecieron como oscuras siluetas en el umbral. Tom le hizo señas con la mano.

—Vamos —le dijo a Ellie, agarrando a la niña de la cintura y poniéndose delante—. Yo primero.

—¿Por qué?

Alex casi pudo oír que Ellie ponía los ojos en blanco, pero no sonrió.

—Porque me lo merezco y, si a Tom le ocurriese algo, tendrían que pasar por encima de mi cadáver para cogerte.

La estación estaba congelada y desierta.

—Quienquiera que estuviese aquí se marchó corriendo —advirtió Tom, señalando la mesita de café. Junto a los libros, había dos platos de espaguetis petrificados y tres tazas medio llenas de café mohoso. De un pechero rojo de madera que había relegado en un rincón colgaban dos chaquetas de piel de borrego —una de hombre, de talla mediana, y otra de mujer, de talla pequeña— y un sombrero caqui de guardabosques. Delante de la chimenea de piedra, había una alfombra trenzada y los restos carbonizados de varios leños sobre la ceniza.

—Vaya, qué desorden —comentó Ellie.

—¿A dónde irían? ¿Y por qué? No lo entiendo —dijo Alex. Se sentía incómoda, le picaba la piel de la ansiedad. La cabaña desprendía olores por doquier: a comida podrida, ceniza, lavavajillas, un tufillo metálico a barro estancado e incluso el aroma de un chicle de menta contenido en alguna de aquellas chaquetas. Nada de animales aplastados ni de carne muerta, por lo menos. No obstante, el entorno era raro. Sus ojos se posaron en una librería llena de ejemplares encuadernados en rústica; un equipo de casete y micrófono, de aspecto antiguo, hacía equilibrios sobre una tambaleante mesa de madera de pino cubierta de cintas. Probablemente mezclas, pensó, a juzgar por la que aún albergaba el ahora silencioso reproductor. Después de tantos días sin más iluminación que la de las linternas y la hoguera, la luz artificial les parecía demasiado brillante, casi agresiva; los deslumbraba. El sonido del generador había quedado reducido a un leve tartamudeo.

—La comida lleva aquí tiempo, pero el generador sigue funcionando. Además de las luces, ¿qué otras cosas alimenta?

—No muchas —contestó Tom. Al volverse para señalar algo a su espalda, la madera del suelo crujió—: el frigorífico, es lo único que se me ocurre. El radiocasete. Hay una televisión en la cocina, así que lo más seguro es que haya una antena parabólica en el tejado. Pero bueno, no importa, tampoco funcionará. En la cocina hay una estufa de leña (una de esas de hierro fundido con hornillo) y una bomba de agua manual. No hay ducha ni aseo. Tiene que haber un retrete fuera.

—¿No hay ducha? —preguntó Ellie con claro desánimo.

—Sólo hay una tina de madera en la cocina, al lado de la estufa, y una esponja grande y vieja. Ánimo, pequeña. Los amish lo hacen. Te apuesto algo a que esa gente de cerca de Oren está haciendo lo mismo en este momento.

—Pero ni yo soy amish ni estamos en Oren —gruñó Ellie.

—¿Y qué me dices de la calefacción? —dijo Alex—. Las estufas consumen mucha energía.

—Sí, bien pensado. No hay chimeneas en las habitaciones, pero sí enchufes. Tiene que haber calefactores portátiles en algún sitio. Tampoco hay lavadora ni secadora.

—¿Quieres decir que lavaban la ropa a mano? —inquirió Ellie—. ¿A mano?

—Por lo visto —asintió Tom—. Todo esto es muy extraño. A esta estación le faltan bastantes cosas.

—¿Ni siquiera hay una radio? ¿Cómo vamos a pedir ayuda? —Cuando Tom sacudió la cabeza, Alex tuvo ganas de dejar claro que aquella estación de guardabosques le parecía una porquería, pero sólo acertó a decir—: ¿Y por qué han dejado encendido el generador al marcharse?

—A lo mejor querían encontrar el camino de vuelta —sugirió Ellie—. Está muy oscuro.

—Conocerían el camino, cielo —dijo Tom.

—Pues dejarían las luces encendidas para que gente como nosotros supiéramos cómo encontrarlos, por eso estamos aquí.

Tom y Alex intercambiaron miradas de perplejidad.

—¡Dios! Nunca se me habría ocurrido —replicó Tom.

Alex se imaginó un repentino relámpago y el bum de una explosión. «Relájate, esto no es Afganistán».

—Está todo despejado, ¿verdad? ¿No hay nada aquí? ¿Ni fuera?

—Nada, que yo sepa.

—¿Y el garaje?

—Sólo he echado un vistazo. Hay un montón de herramientas, una o dos motos de nieve y un Jeep, seguro; y espera, creo recordar que…

—¿Qué?

Tom la miró extrañado.

—Hay una camioneta bastante vieja ahí dentro.

—Espera un segundo. ¿No dijiste que las camionetas y los coches más viejos podían funcionar? —Tom asintió y ella continuó—: ¿Por qué no se la llevaron?

—No tendrá gasolina —aventuró Ellie.

—No, hay un surtidor junto al garaje.

—¿Entonces? ¿Y si no pudieron llenar el tanque?

—O no es tan antigua como yo creo. Sólo le eché un vistazo. —Tom se quedó pensativo; luego dijo—: A ver, si esto fuese una trampa, lo que tuviera que ocurrirnos ya nos habría ocurrido. La mayoría de las trampas explosivas funcionan con cables, y ya sabemos que aquí una señal de móvil tampoco funcionaría. He abierto todas las puertas, los armarios, la despensa. Por otro lado…

—¿Qué?

Tom inclinó la cabeza señalando las ventanas abiertas.

—Si quieres apuntar a tu objetivo, no hay mejor manera. Supongo que ya nos habrían disparado.

Aquello no pareció reconfortar a Alex.

—No hay nadie ahí fuera.

—Eso parece.

—A lo mejor vuelven —dijo Ellie, que estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas, con Mina a su lado.

Mina se daría cuenta —dijo Alex. «Y puede que yo también».

Ellie se encogió de hombros.

—Quizá vengan a comprobar si alguien ha picado el anzuelo.

—Puede que tenga razón —convino Tom, pasándose la mano por el pelo—. Y que apagar el generador sea algún tipo de señal.

—O puede que el generador explote si lo apagas —sugirió Ellie.

—¿Puede comprobarlo, Tom? —le preguntó Alex.

Tom asintió.

—Me estaba preguntando si deberíamos quedarnos.

—¿Quieres que volvamos? ¿Ahí fuera? —dijo Ellie. La luz le había vuelto la piel amarillenta y la mugre que le cubría las mejillas, el cuello y las orejas, de color gris peltre. Su rubio cabello estaba deslustrado y lleno de restos de porquería y la parka de Helly Kitty, casi negra. Alex pensó que su aspecto debía de ser igual de malo y, de repente, la idea de un largo baño caliente casi la hizo desmayarse—. Yo no quiero volver al bosque —protestó.

—No sería demasiado lejos. Podríamos quedarnos en la torre de vigilan… —Los ojos de Tom se abrieron de par en par—. ¡Oh, mierda!

Esta vez, Alex insistió en llevarse la Winchester.

—La perra no va a poder escalar contigo y la Winchester tiene alcance.

—Sí, pero para cuando vayas a disparar, yo ya estaré muerto.

Sin embargo, a Tom no se le ocurrió nada mejor y, al final, descubrió que la torre no era más que una plataforma techada y desierta.

Todos estuvieron de acuerdo entonces. Se estaban poniendo nerviosos. La única precaución que tomaron fue la de apagar el generador; Tom se encargó de ellos mientras Alex, Ellie y la perra esperaban a una distancia prudencial. No se produjo ningún bum, después de tanto tiempo sin electricidad, deshacerse de aquel ruido insoportable y de la dorada luz artificial fue un alivio.

Aunque estaban exhaustos, los nervios no les dejaban dormir, así que se entretuvieron arreglando la estación. Alex cogió linternas, Tom acarreó leña de uno de los montones cuidadosamente dispuestos bajo un cobertizo que había en la parte trasera y encendieron la estufa. La perra se recostó y no tardó en quedarse dormida. Alex llenó de agua varias cacerolas enormes y las puso a calentar en el hornillo. Después Ellie y ella recogieron los platos sucios y los pusieron junto a los demás en el fregadero. Mientras Ellie inspeccionaba los dormitorios, Alex hizo un rápido inventario del frigorífico y la despensa. En el frigorífico había fruta —naranjas y manzanas—, huevos, un cartón de leche, mantequilla, verduras varias y un extra: dos paquetes de ternera picada, todavía fresca, y una ristra de salchichas. El congelador contenía varios filetes, un asado y dos tarrinas de helado: de chocolate y de crocanti. La despensa estaba tan bien surtida como el montón de leña, llena hasta rebosar de latas de conserva, cajas de fruta deshidratada, leche en polvo y huevos instantáneos, paquetes de cecina de ternera, harina y bicarbonato de sodio, latas de levadura, cartones de avena, sémola y cebada, frijoles secos, dos sacos de patatas, ajos y cebolla y, por supuesto, comida precocinada. Había tantas cosas, y tan variadas, que Alex se sintió un poco aturdida.

Estaba sentada en un taburete, ojeando un estante lleno de velas y cerillas, cuando Ellie apareció por la puerta:

—He encontrado un montón de ropa, jabón, champú y toa… —Los ojos de la niña se abrieron de par en par cuando su linterna fue a posarse en las baldas de la despensa—. Guau, podríamos quedarnos a vivir aquí para siempre.

—Creo que no tanto —dijo Alex—; pero parece que se habían preparado para pasar el invierno.

—¡Eh, eh! —Ellie se abalanzó sobre algo que había en el estante más bajo: una bolsa de pepitas de chocolate—. ¿Podemos hacer galletas?

La cara de la niña resplandecía tanto de la emoción que Alex se echó a reír.

—Claro, pero esta noche no, ¿de acuerdo? Vamos a asearnos y luego improvisaremos algo de comer. Ya veremos mañana lo de las galletas. Enséñame lo que has encontrado.

—Oh, oh, casi se me olvida —exclamó Ellie cuando ambas salían de la cocina, dejando allí a Mina, que aún dormía. En la sala común se cruzaron con Tom, que estaba recogiendo la ceniza que obstruía la chimenea—: he encontrado el sótano.

Tom se detuvo, con el recogedor en una mano y la escoba en la otra.

—¿Qué sótano? ¿Dónde? Yo no he visto ningún sótano.

—En el dormitorio —dijo Ellie, a punto de soltar un ¡claro!; tiró a Alex de la mano—. Ven, te lo voy a enseñar.

—Bueno, extraño lugar para un sótano —observó Tom. Estaban en el menor de los dos dormitorios, apiñados alrededor de una alfombrita doblada sobre sí misma que escondía una trampilla. Ellie había logrado abrirla tirando de una anilla de metal incrustada en la madera—. ¿Y cómo lo has encontrado?

—Lo oí —contestó Ellie—. Al pasar por encima, la madera crujió y, cuando destapé la alfombra, ahí estaba.

—No puedo creer que se me haya pasado —dijo Tom.

—A lo mejor es que yo tengo mejor oído —alegó Ellie.

—Tú pesas más —le explicó Alex a Tom—. Todo cruje. Sinceramente, se le habría pasado a cualquiera que no supiese que estaba unas estrechas escaleras de madera y muros de ladrillo. Al fondo, vio que el suelo era de hormigón vaciado. Con lo cerca que estaba, sintió la corriente de aire frío que venía del interior y la olió: roca húmeda, tierra mojada y…

Su respiración se entrecortó.

—¿Qué? —le preguntó Tom.

El olor era casi inexistente, pero absolutamente inconfundible. «No creo que haya nadie ahí abajo ahora: es demasiado tenue». De todas formas, no le gustaba.

—No creo que debamos bajar.

Tom frunció el ceño:

—¿Por qué no?

—Yo ya he bajado —soltó Ellie.

Tom se volvió hacia la niña.

—¿Has ido sin nuestro…?

—Chicos, sólo es una habitación grandísima con un par de cajas y una especie de… caja de metal. —Al ver la cara de consternación de Tom, Ellie suspiró—: He ido a echar un vistazo, nada más. No he tocado nada. Venid, os lo enseñaré.

—¡Ellie! —exclamaron al unísono Tom y Alex cuando la niña empezó a bajar las escaleras—. Espera, Ellie —dijo Tom—. Déjame a mí…

—Y decías que yo era cabezota… —protestó Alex.

—No, dije que eras difícil. —Tom giró sobre sus talones y se dirigió al vestíbulo—. Baja con ella, voy a por la escopeta. Y no toquéis nada.

—No soy tonta —murmuró Alex, pero ya se había ido.

El olor, sin embargo, seguía allí.

Ellie estaba esperando al pie de las escaleras.

Bueno, no estaba vacío del todo. La luz planeó sobre un banco de trabajo pegado a la cercana pared de la derecha. Había una puntilla oxidada clavada en uno de los extremos y, sobre el espacio de trabajo, una ratonera, pero ni rastro de herramientas; sólo un rollo de cable fino colgado del tablero. Varias cajas de cartón se amontonaban descuidadamente contra los ladrillos a la derecha del banco. Una de ellas rezaba «Adornos navideños» en rotulador negro Sharpie. Otra tenía una etiqueta en la que se leía «Aparejos de pesca». Había una abierta y Alex vio una lengua de trapo negro. Ahí abajo apenas se percibía el olor a carne muerta y pensó que, si Ellie se hubiera encontrado con uno o dos cadáveres, lo habría mencionado.

Oyó el crujido de los pasos de Tom sobre su cabeza y un haz de luz atravesó la oscuridad cuando este alumbró las escaleras con la linterna para bajar.

—¿Qué veis? —les gritó.

—¡Lo que os había dicho! —vociferó Ellie.

—Un banco de trabajo, cajas. —Alex apuntó hacia la izquierda… y se quedó helada.

El armario metálico era de color verde oscuro, ancho y estaba casi enfrente de las escaleras. Tenía la puerta abierta: no demasiado, unos quince centímetros, pero lo suficiente para que, al moverte un poco hacia la izquierda, la linterna captara un reflejo, un centelleo metálico.

—¿Alex?

—Tom —dijo ella, sonriendo—. ¡Tom, es un armero de seguridad!

—¿Qué? —Oyó que Tom bajaba los escalones corriendo—. ¡Espera!

—¿Y hay armas? —preguntó Ellie—. Eso es bueno, ¿no?

—Eso creo. —Dio un paso al frente para alcanzar la caja fuerte, tanteando con la mano el pestillo de metal—. Menos mal que está abierta. Si no, tendríamos que encontrar la combina…

Detrás de ella, Tom exclamó:

—¡Alex, no espera!

Algo se estrelló contra su espalda al tiempo que un chispazo naranja estallaba en la oscuridad y una escopeta se disparaba.