16
Llegó el martes por la tarde, tres días después de lo que Alex había terminado por llamar «el Cortocircuito», y no había oído ni visto ningún avión, la luna era de un azul intenso y sólo les quedaban dos paquetes de gelatina instantánea y media barrita energética. La cabeza le daba punzadas por el hambre y el mono de cafeína, el estómago se le había encogido y ahora parecía del tamaño de una uva pasa y sus pensamientos estaban empezando a enturbiarse, a volverse torpes y densos. Y en cuanto a su cuerpo, había perdido más peso, no cabía duda. Seguía remangándose los pantalones y había hecho otro agujero en el cinturón de Ellie para evitar que la niña arrastrase los bajos de los vaqueros.
Cuando paraban para descansar, Ellie se limitaba a sentarse y a dejar la mirada perdida hasta que Alex la convencía de que debían ponerse en marcha de nuevo. A pesar de haber racionado el agua a media taza al día, en la botella sólo restaban dos tragos. El río quedaba aún a kilómetros de distancia y Alex sabía que la cosa no pintaba nada bien.
Porque habían llegado a la maldita bifurcación.
Alex permaneció allí parada durante unos segundos, absolutamente estupefacta. El sendero del valle estaba señalizado con marcas de un azul tan apagado que la corteza de los árboles se había comido el color y las había vuelto grises. Aparte de aquella primera señal deteriorada, no se habían tropezado con ninguna otra indicación. Y ahora esto: una bifurcación y marcas azules descoloridas en ambos senderos, los dos cubiertos de densa maleza. Además, parecía que nadie se había aventurado por ninguno de ellos desde hacía bastante tiempo.
—¿Por dónde tiramos? —preguntó Ellie al fin.
Algo que su padre siempre decía bulló de repente en su memoria:
—Cuando llegues a una bifurcación, tómala.
—¿Qué significa eso?
—Es broma —dijo Alex. Aquel recuerdo, sin embargo, le dio una idea.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Ellie.
—Tú sólo… espera. —Alex cerró los ojos y se puso a olisquear de nuevo. Detectó su propio tufillo, qué gran sorpresa. Varios día cociéndose en su propio sudor le habían creado sobre la piel una fina película hormigante; tenía las mejillas quemadas, la boca pastosa y la lengua tan hinchada que le costaba horrores tragarse la gelatina instantánea, que se tomaba en polvo para ahorrar agua. Estaba el olor inconfundible de Ellie y también el del propio bosque y su mezcolanza de aromas: la penetrante esencia de la trementina de los pinos y la especiada y seca de las hojas muertas. Entonces lo captó: un rastro casi imperceptible de humedad. Abrió los ojos—. Por aquí —anunció y señaló el camino de la izquierda.
—¿Estás segura?
—Tan segura como puedo estar. La estación se encuentra al noroeste y el sol nos queda detrás a la izquierda. Si vamos hacia la derecha, nos dirigiremos hacia el sur y, por tanto, en la dirección incorrecta.
Caminaron mientras el día languidecía y el atardecer iluminaba el cielo con aquella extraña luz de color rojo sangre. El olor a humedad se hacía cada vez más intenso, o quizás era lo que quería creer. Alex podría haber seguido caminando, pero, al caer la noche, Ellie estaba ya tan agotada que iba dando traspiés y lo último que necesitaban era que la niña se torciera un tobillo o se rompiera una pierna.
Alex se desabrochó la riñonera y le pasó la botella de agua.
—Termínatela. Voy a preparar un refugio.
Ellie meneó la cabeza.
—No tengo sed.
—Bébetela, Ellie. —Alex amontonó unas hojas—. Mañana llegaremos al río. Estamos muy cerca.
—Pero no quedará nada para ti.
—Yo estoy bien —dijo Alex, aunque fue más una respuesta mecánica que algo que pensara de verdad. Con los brazos llenos, se levantó y dio un grito ahogado al sentir un mareo repentino.
—¿Alex?
—No es nada. —Bueno, eso no era del todo cierto: estaba deshidratada y en las últimas. Tenía la cara fría y húmeda, y sentía todo el cuerpo débil y tembloroso. Esperó hasta que estuvo segura de que no iba a desmayarse y luego se dirigió al armazón de ramas que había construido al pie de un pino blanco. Descargó las hojas y empezó a colocarlas en el refugio—. Sólo estoy cansada. Vamos, bébetela.
Ellie pareció dudar, pero vació en su boca el último trago de agua que les quedaba. Aquella visión, aquel sonido líquido y delicioso y aquel olor desencadenaron un malestar tan intenso en Alex que le caló hasta los huesos. Así que dio media vuelta, se metió en el refugio y se entretuvo arreglando el lecho de hojas.
«Mañana tendrás agua —pensó, furiosa—. Concéntrate en…».
En aquel momento, se oyó un débil sollozo fuera del refugio y Alex frunció el ceño.
—¿Ellie?
—Lo… —la niña apenas sí podía hablar entre sollozos—, lo…
Alarmada, Alex salió a gatas del refugio.
—¿Qué te pasa?
—Lo-lo siento. Si-siento todo lo que ha pasado. —Ellie tenía la cara contraída, pero estaba demasiado deshidratada para que le brotaran lágrimas—. To-todo es cul-culpa m-m-mía.
—No es culpa de nadie. Amabas lo estamos haciendo lo mejor que podemos.
—¡Pero yo no! Yo t-te ro-robé la c-comida y tú me d-das tu a-agua. No sé hacer nada importante. Tú haces f-fuego y s-sabes por don-dónde ir. ¡Tú sabes hacerlo todo!
Aquello sí que no se lo esperaba.
—Bueno, entonces tendremos que hacer algo al respecto. Venga, te voy a enseñar a hacer fuego desde cero.
Tragándose las lágrimas, Ellie la miró sorprendida.
—¿De verdad?
—Claro que de verdad. —¿Qué había dicho tía Hannah? «No pongo en duda tu capacidad para salir adelante». Esa era la primera línea de defensa de Alex contra el monstruo. Tal vez lo único que le daba era una falsa sensación de fuerza, aunque ella se aferraría a aquel sentimiento si algún día se sentía desamparada. Le dio a la niña un pequeño codazo—. Venga, necesitamos leña.
Ellie se levantó para ponerse en marcha. Estaba tan entusiasmada que arrancó un pequeño pino seco. «Todo el puñetero árbol», como habría dicho tía Hannah. Este llevaba poco tiempo muerto y estaba demasiado verde para hacer fuego, pero Alex reprimió el impulso de señalar a la niña lo que había hecho mal. En lugar de eso, le enseñó a coger del árbol lo que podía resultarles útil —las agujas muertas y las ramas más finas— y luego hizo que apartara y amontonase la chasca.
—La base es muy importante. Si no la construyes bien, estarás perdiendo el tiempo. Perfecto, ahora viene lo mejor. —Alex abrió un sobrecito de apósitos impregnados en alcohol, encogiendo nerviosamente la nariz por el fuerte olor que despedían, sacó de un pellizco la mayor parte de la gasa húmeda e hizo que Ellie sostuviera el envoltorio mientras ella encendía una de sus cerillas impermeables—. De acuerdo, aguanta el envoltorio —dijo, pasando la llama de la cerilla por debajo del hisopo húmedo. Este prendió con un pequeño puf. Una llama diminuta y como líquida brotó, brillante y azul.
—¡Qué chulo! —exclamó Ellie llena de asombro.
—Sí, muy chulo. Está muy bien porque dura mucho más que una cerilla, pero ahora tienes que utilizarlo para encender y la yesca. —Observó a Ellie encenderla, vio cómo el halo naranja amarillento iba creciendo a medida que prendía y cómo luego casi se apagó—. Ven, mira —dijo, y sopló con suavidad sobre la lumbre casi extinta, que enseguida se iluminó tan ardiente y carmesí como aquellas feroces puestas de sol—. Venga, sopla, pero no demasiado fuerte.
El fuego se sofocó dos veces: una porque Ellie sopló demasiado fuerte y la otra porque se quedó corta. A la tercera, prendió y se mantuvo.
—¡Lo he conseguido! —gritó de entusiasmo. Alex se echó a reír cuando Ellie se puso a brincar y a bailar alzando al aire un puño triunfal—. ¡Lo he conseguido, lo he conseguido!
—Sí, lo has conseguido —asintió Alex, dando un abrazo a la niña—. Eres un hacha.
Se quedaron sentadas junto al fuego durante unas cuantas horas, alimentándolo y disfrutando del calor. Ellie no quería dejar que se extinguiera, pero, al final, Alex insistió en que debían dormir.
—Pero se apagará —protestó Ellie—. Se ahogará.
—No si lo resguardamos. Así. —Usando una rama larga y fuerte, Alex enseñó a Ellie a colocar los rescoldos para evitar que una corriente de aire los apagara—. Ahora es cuando las cenizas se vuelven importantes de verdad —dijo, y empezó a escarbar con cuidado puñados de cenizas frías que esparció sobre las llamas—. Las cenizas son como una manta. Protegen las ascuas durante la noche. Mañana por la mañana, lo único que tendremos que hacer es avivarlas un poco con aire y leña.
—Pero si nos quedamos para volver a encenderlo… —La cara de Ellie se arrugó de preocupación—, ¿no nos retrasaremos?
—No, no pasa nada. Así practicarás.
Cuando entraron a gatas en el refugio, Alex se sentía mejor de lo que se había sentido en varios días. Seguía estando hambrienta, pero podía soportarlo. Se encontraban cerca del agua y pronto estarían en la estación de los guardabosques. Lo conseguirían. Si fuera absolutamente necesario, acamparían durante un día cerca del río. Eso estaría guay. Llegar antes a los guardabosques no ayudaría a Jack, y tenía que pensar en Ellie. Quizás, pensó medio dormida, deberían pasar un tiempo en el río, pescar algo…
—¿Alex?
Volvió a rastras a la conciencia.
—¿Mmm?
—Gracias.
—Mmm —murmuró otra vez y bostezó—. No hay de qué.
—No, quiero decir, no sólo por lo del fuego. Gracias por no abandonarme.
Eso hizo que se despertara. ¿No tenía ella gran parte de culpa de todo lo que había pasado? No de lo de Jack, por supuesto, pero si no se hubiera asustado tanto y hubiera tenido un poco más de paciencia, estarían en mejores condiciones, con comida y cantidad de agua y mapas. Y ahora Ellie le daba las gracias.
—No pensaba hacerlo —replicó—. No estabas preparada y yo estaba demasiado asustada para darme cuenta.
—No me vas a abandonar otra vez, ¿verdad?
—No —lo decía en serio.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo. —Encorvó el dedo meñique—. Juramento de meñiques.
Después de un momento de duda, Ellie ensartó su meñique alrededor del de Alex.
—No se te olvidará, ¿verdad?
—Nunca —prometió Alex y pensó que tal vez habían salvado un escollo. Mañana, cuando llegaran al río y tuvieran agua y pescado, los peores días habrían quedado atrás.
O eso creía ella.