27

Tom alzó la vista del fregadero, donde estaba lavando los platos. Una linterna Coleman colocada en un alféizar justo encima emanaba una potente luz blanca y brillante.

—¿Se ha dormido?

—Más o menos treinta segundos después de que me dijera que no pensaba dormir nunca más —dijo Alex. Cogió un trapo, aceptó un plato empapado y empezó a secar—. En realidad, no creo que se hubiera clamado sin Mina y si tú no hubieras extendido los colchones y hecho las camas delante de la chimenea. ¿Cómo es que se te dan tan bien los niños?

—Tengo cuatro hermanas pequeñas, he pasado con ellas doce años. —Tom cogió un puñado de tenedores de agua jabonosa, los fregó y los enjuagó.

—¿Cuatro? Uf. ¿Y eso?

Tom le tendió los cubiertos para que los secara.

—Mis padres se separaron cuando yo tenía ocho años. Después mi padre se casó de nuevo y él y mi madrastra empezaron a tener bebés. Pero no pasa nada. Me gustan los niños.

—¿Dónde están tus padres ahora? —le preguntó.

—En mal lugar.

—¿Qué quieres decir?

—Viven en Maryland, justo a las afueras del Distrito de Columbia. —A la luz de la Coleman, sus rasgos se alisaron y empalidecieron, , salvo sus oscuras ojeras—. Imagínate, en plena zona cero.

—¿Y tú dices que yo veo demasiadas películas? Eso es suponer demasiado, Tom. No tenemos ni idea de lo que ocurre.

—Tienes razón. —Tom jadeó—. Cuando pasas demasiado tiempo en un territorio en guerra, acabas por ponerte siempre en lo peor. Lo siento… ¿Y tus padres?

Ni siquiera se paró a pensar en una forma de edulcorarlo.

—Mis padres están muertos.

—Lo siento. —Tom puso cara larga.

—No te preocupes. Qué ibas a saber.

—¿Cuánto tiempo llevas sola?

La pregunta la sorprendió. Después del asombro y de la vergüenza iniciales —nunca llegaba a entender por qué se avergonzaba la gente, a menos que fuera uno de esos momentos «menos mal que no me ha pasado a mí»—, todo el mundo solía preguntarle cómo murieron sus padres. No le gustaba la forma que tenían de hacerlo, con esa especie de hambre de malas noticias, como cuando ralentizaban la marcha para contemplar un accidente o se arremolinaban para ver cómo alimentaban a los leones del zoo.

—Un par de años, pero no estoy realmente sola. Vivo con mi tía cerca de Chicago. —Se detuvo—. ¿De verdad crees que las ciudades no son seguras?

—Depende. —Se quedó callado un momento, con la mirada clavada en el agua sucia, y luego continuó—: Creo que sé cómo averiguarlo.

Soplaba un gélido y continuo viento del noroeste, de Canadá, susurrando a través de los puntales de la torre de vigilancia con fuerza suficiente para hacer zumbar el metal. Envuelta en el pesado abrigo de guardabosques forrado de borrego, Alex se estremecía por los lamentos del metal en al misma medida que por el frío. La tremenda luz esmeralda de la luna en tres cuartos bañaba el paisaje de un húmedo verde grisáceo. Un color que a Alex le recordaba a un estanque estival floreciente de algas.

En lo alto de la torre, a unos veinte metros del suelo, una paralela discurría por los cuatro costados de una cabina cuadrada, en cuyo interior había una mesa de media altura y, sobre esta, dos piezas de un equipo: una protegida por una funda de plástico y la otra por una carcasa rectangular de metal oscuro, de aspecto ligeramente militar, con seis cierres metálicos. Bajo la funda de plástico había una radio de BC digital, tan muerta como el resto de los aparatos eléctricos. Alumbró con la linterna la caja de metal mientras Tom forzaba los chirriantes cierres oxidados.

—No quería decir nada con Ellie delante —dijo, haciendo palanca con el último de los cierres—. Había decidido esperar hasta mañana. Casi todo se ve de otra manera a la luz del día, pero ahora es tan buen momento como cualquier otro.

—¿De qué se trata?

El cuerpo principal del aparato era gris claro, pero la parte frontal era de un oscuro verde grisáceo, como la luna, y estaba tachonada de mandos, algunos duales de tipo palanca que podían accionarse de una posición a otra y otros en forma de ruedecillas, que a Alex le recordaban los de la hornilla de gas de la tía Hannah. Había una rueda enorme en el centro que controlaba un dial negro con números y rayas blancas. Alex leyó las plateadas letras en negrita: HEATHKIT y, sobre ellas, en un recuadro mucho más pequeño: SB-101.

—Creo que esta vieja radio de aficionados puede ayudarnos. He visto a algunos tipos usarlas en los refugios de caza. —Tom señaló un rollo de cables que iba de la mesa a una batería de coche—. Sólo necesitamos un convertidor para asegurarnos de no estropearla.

—¿Funcionará?

—Debería funcionar. Es vieja, ha de ser de estado presólido. Tiene lámparas, no transistores. Suponiendo que haya alguien que transmita, claro.

—Bueno, no podemos ser los únicos seres normales que quedamos en la Tierra —dijo Alex—. Tiene que haber más radios antiguas como esta por ahí y, si los coches no funcionan, hay un montón de baterías de otro tipo. Además, en el peor de los casos (si estás en lo cierto y toda Norteamérica se ha visto afectada), hay otros países. Tiene que haber alguien en alguna parte.

La radio funcionaba. Tom puso la frecuencia a cero y giró lentamente el enorme dial, moviéndolo con exquisita delicadeza, como un ladrón de cajas fuertes esperando oír el más leve chasquido de su seguro. No había altavoces, por lo que compartieron el único auricular. Tom subió el volumen lo suficiente para que las interferencias estáticas sonaran como una lluvia enlatada. Había muchas. Demasiadas para una noche despejada, según Tom, y probablemente fueran de carácter atmosférico.

—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó Alex.

—Shh. —Siguió manipulando el enorme dial, muy suave, con dos dedos—. Creo que…

Entre el chisporroteo de las interferencia, Alex oyó un leve murmullo y una única palabra: … control

—¡Espera, espera! —exclamó—. ¡Justo ahí!

—Lo tengo, lo tengo… espera. —La radio emitió de pronto un sonido dentado—: ¡Aquí! —dijo Tom—. Creo…

—… tormentas de fuego… —soltó la radio—… toral atlántico

—¿Qué? —balbució Alex.

—… fallo de los sistemasterrestresconsecuencias nucleares

—¡Ay, Dios! —exclamó Tom.

—¿Qué? ¿Nucleares? ¿Qué quiere decir? —inquirió Alex—. ¿Entiendes lo que está diciendo?

—Eso creo.

—Y bien, ¿qué?

—Un segundo. —La mano libre de Tom se topó con su palma helada y la agarró—. Ya sé que no puedes esperar, pero vamos a ver cuánto más podemos sacar de aquí, ¿te parece? Si hay alguien emitiendo, tiene que haber otros, gente de otros países. La cosa pinta mejor.

¿Qué es lo que pintaba mejor? ¿Acaso iba a mejorar el Día del Juicio Final? No quería esperar: quería conocer la respuesta de inmediato, pero se contentó con apretar los dientes, concentrándose en analizar sintácticamente las palabras extraídas de las interferencias:

—… menores deniñospánico

Más palabras, fragmentadas por el crepitar de las interferencias, goteaban por los auriculares: fantasmas que el tenue aire iba tejiendo hasta urdir una pesadilla. Cuando la señal se desvaneció, captaron otra, esta vez de Inglaterra y luego otra más de algún lugar de África.

Cuando todas acabaron, los ojos de Alex seguían secos, pero la mano de Tom agarraba la suya tan fuerte que le hacía daño.

—Así que por eso la luna está verde. —En la cocina, junto a la estufa de leña, Alex sostenía una taza de té que se había enfriado hacía ya bastante tiempo. Un par de horas antes habían estado devorando Oreos y ahora el mundo ardía en llamas. Bueno, al menos la mitad del país, que ya era bastante—. Ahora me acuerdo. Estudiamos el Krakatoa en Historia Universal. Después de la erupción, las puestas de sol se tornaron de un rojo sangre y la luna, azul y verde debido a toda la ceniza que había en el aire. El profesor nos dijo que el cielo era como ese cuadro de El grito de Munch. Lo pintó de esa forma porque lo había visto en realidad, justo después de la erupción del Krakatoa. —Miró a Tom—. Esto es lo mismo, ¿verdad?

—Tal vez —Tom vaciló—, si lo que oímos es cierto. Aunque puede que no.

—Tom, lo hemos oído un par de veces de gente de diferentes países, así que debe de haber algo de verdad en ello.

—A menos que sólo estén repitiendo la misma historia.

—Pero la historia tiene sentido, ¿no? Te cargas la electricidad y las comunicaciones con un montón de bombas electromagnéticas. Bum. Sin electricidad, nada funciona. Ese hombre de Inglaterra dijo que ha habido suficientes en todo el mundo para destruir casi todos los países.

—A lo mejor son sólo rumores. La gente se asusta, pero no pueden saberlo seguro sin los satélites.

—Que se han esfumado. Tú mismo lo dijiste. Entonces, tampoco podemos contar con la Estación Espacial. Sin ordenadores, no pueden regresar a la Tierra y nada funcionará allí. Así que o se han asfixiado o congelado, o están orbitando en esa enorme lata de sardinas muerta; y así seguirán hasta que la órbita se descomponga y se desintegren.

—Puede que no haya afectado a todo el mundo. —Tom seguía obstinado—. Sólo hemos captado cinco emisiones.

—Pues qué suerte hemos tenido. Además, tú pensaste esto mismo hace unos días. ¿Cómo lo llamaste? ¿Destrucción mutua asegurada? Pues tenías razón: apúntate un tanto.

—Bueno, yo no quería tener razón.

—Tal vez no —Alex soltó una amarga carcajada—, pero es lo que dijiste.

—No exactamente. —La cara de Tom estaba pálida a la luz de la Coleman y su boca era un oscuro tajo—. No pensé en bombas electromagnéticas y cementerios nucleares afectados.

—Dos pájaros de un tiro.

—No, los cementerios nucleares no explotarían como una bomba atómica.

—Para el caso es lo mismo. No eres el único friki del mundo; tenía un profesor de física muy raro convencido de esto del fin del mundo, sobre todo después del terremoto de Japón, cuando los reactores de Fukushima entraron en estado crítico. Además, no es difícil de entender. Haces estallar bombas en las instalaciones. Cuando el agua que enfría las barras de residuos se evapora, estas se funden, sueltan vapor radiactivo y… ¡bum! Es como lo que ocurrió en los ochenta con Chernóbil. ¿Sabes cuánto tardó en recalentarse el núcleo entonces?

—No.

—Unos segundos a partir de que intentaran el apagado de emergencia del reactor. —Le picaban los ojos y sentía una quemazón de pánico en el pecho—. Como el tipo era un auténtico friki, repito, estuvimos dando Chernóbil dos días enteros. La temperatura experimentó una rapidísima subida en apenas cuarenta segundos y el vapor radiactivo alcanzó el punto de fusión de la primera caldera. Cuarenta segundos. El incendio duró semanas, lo que aumentó aún más las radiaciones. Eso es lo que está ocurriendo ahí fuera, una y otra vez, sólo que es mil veces más destructivo porque las centrales son mayores. Vamos, tú eres el experto en explosiones, sabes de tormentas de fuego y de las ondas expansivas de las explosiones nucleares. Todo se funde o se evapora, y eso sólo el primer día.

—Alex…

—Porque sin electricidad no hay manera de refrigerar los restantes reactores o las barras de combustible de las centrales que no se han visto afectadas…

—Alex, cálmate.

—Y por eso se funden también: todas las centrales y todos los cementerios nucleares del país, y del mundo, de todas partes…

—Eh, para. —Tom se había levantado de la silla—. Esto no sirve de nada.

—¡No me importa! La luna se ha puesto verde, Tom. ¡Es verde! —Pensó que estaba gritando, las palabras le cortaban la garganta como cuchillos, pero todo lo que salía de su boca era un atormentado y desvaído resuello—: ¡Es el fin del mundo! El aire está lleno de porquería, polvo y residuos, y la gente, muerta; cayeron muertos cuando estallaron las bombas electromagnéticas, y lo que no lo hicieron morirán. Se morirán de hambre o enfermarán de radiación o se matarán unos a otros. ¿Qué me dices de esos chicos? ¿Y de Jim? Seguimos sin saber qué les ocurrió, si otra gente ha cambiado o cuándo nosotros…

—Nosotros, no. No estamos muertos, no hemos cambiado y no vamos a hacerlo.

—Eso no lo sabes.

—Sí, lo sé. —Se arrodilló y le cogió las manos—. Mírame, escúchame. No creo en Dios, pero sí en el destino.

—¿Y eso qué…?

—Calla y escucha. He sobrevivido a tiroteos que ni siquiera acertarías a imaginar. No sabes la de veces que pensé que la palmaba, que me dije: «Ya está, voy a morir». Y siempre volví a casa. Llegué aquí. —Se estiró para cogerla por la nuca—. Llegué a tiempo de salvaros a Ellie y a ti.

—Fue la suerte.

—Fue el destino. Estaba en el lugar adecuado en el momento adecuado. Me niego a creer que hemos pasado por todo esto sólo para morir —dijo, implacable—. Ahora estamos vivos. Y a salvo. Y no voy a dejar que os ocurra nada ni a ti ni a Ellie, te lo prometo.

«Con destino o sin destino, no vas a poder mantener esa promesa. Tengo un monstruo en la cabeza que opina diferente». Pero quería creerlo. Estaba temblando de arriba abajo: un estremecimiento profundo y visceral tan fuerte que pensó que iba a estallar en pedazos.

—¿Y-y a dónde vamos a i-ir? No-no podemos volver. ¿A-a dónde?

—No tenemos que ir a ninguna parte ahora mismo. Ya se nos ocurrirá algo. Venga, estoy contigo, cálmate. —De algún modo, la había empujado de la silla y se encontraban en el suelo; ella se aferró a él, con todos los músculos en tensión como un muelle a punto de saltar, y él la abrazó contra su pecho, igual que antes había hecho con Ellie, meciéndola—. Tranquila, estoy contigo, Alex, estoy contigo.

Entonces Alex se echó a llorar: por Jack y Ellie, por la pobre y leal Mina, por sus padres muertos, perdidos para siempre, por su tía, a la que nunca volvería a ver, por Tom y especialmente por sus hermanas pequeñas que vivían cerca del Distrito de Columbia, mal lugar. Lloró hasta por aquellos astronautas condenados a orbitar bajo una luna extraterrestre.

Y lloró también de miedo. Con lo mal que estaban las cosas, pensó que aún podían ir a peor.

Porque donde hubo un Jim, una Barbie Rubia y un Ken Baloncesto, podría haber otros… y quién sabe si uno de ellos sería el siguiente.