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Había desmontado y recorrido a pie los últimos seis kilómetros, después de darle un cachete al appaloosa en la grupa y enviarlo de vuelta. Al caballo no pareció costarle nada decidirse y se dirigió a Rule a medio galope. El sendero correcto estaba marcado con una pañoleta de color rojo sangre y era tan estrecho y retorcido que le pareció una de esas veredas hechas por algún ciervo y que los cazadores habrían seguido para encontrar su presa. En cierto sentido, era como el que las había conducido a Ellie y a ella —le parecía que hacía ya un siglo— al río, a aquellos perros, al pobre y enloquecido Jim… y, finalmente, a Tom, lo que le hizo preguntarse siu estaría condenada a pasar el resto de su vida vagando de un camino a otro, buscando Dios sabe qué.

La nieve era profunda y pesada y le tiraba de las botas. Le estaban empezando a quemar los muslos y le dolía la cabeza. También la boca, del mordisco que se había pegado en la lengua. Al tragar, saboreó los restos de sangre. Tenía el cuerpo dolorido, magullado y tembloroso de su loca y salvaje carrera por el bosque, como si la hubieran metido en una licuadora y Jess hubiera pulsado el botón de «batir».

Una prueba. Todo aquello era una prueba para Chris. Ella era libre, pero Chris no lo sería hasta que rompiera las reglas de Rule… cualesquiera que fuesen. Francamente, creía que todo aquel rollo que Jess le había soltado era casi tan disparatado como el de Yeager.

Sus ojos se quedaron prendados de algo azul que sobresalía de un palo clavado en la nieve a unos tres metros de donde ella se encontraba, a la derecha del sendero, en la base de un alto y escuálido pino. Era evidente y resaltaba como un manchurrón turquesa sobre un lienzo blanco. Al principio, pensó que se trataba de una vieja marca de nailon, de esas que los clubes de senderismo ataban a las ramas de los árboles.

Sin embargo, cuando se acercó, comprobó que eran los restos de una manga.

Y que el palo era un hueso.

Se quedó de piedra y con la mente en blanco. Se detuvo, helada, y durante un segundo no pudo hacer otra cosa que mantener fija la mirada, esperando que aquel horror estupefacto que se había apoderado de su cerebro se desvaneciera.

Creía que era un cúbito, aunque tampoco es que importara demasiado. Faltaban los huesos pequeños de la mano y de los dedos, así que o el resto del cuerpo estaba enterrado en la nieve o algún animal carroñero lo había arrastrado hasta ahí antes de arrancarle la carne.

«Venga, esto es como la carretera. No es la primera vez que ves un cadáver. Son carroñeros. Ahora ya no te protegen las reglas de Rule, así que vas a encontrarte más cuerpos. La gente iba dejando a los muertos por ahí, ¿recuerdas?».

Olisqueó como medida de precaución, pero el único olor que percibió fue el del bosque. Nada de lobos ni de mapaches. El hueso no era tan viejo y el color que presentaba no era precisamente blanco, pero tampoco era reciente.

«Venga». Asió la correa del rifle. Comprobó el seguro, se quitó el guante y se llevó la mano derecha a la espalda, acariciando con los dedos el mango de madera del gancho de heno, que colgaba de una trabilla del cinturón. Tenía el rifle, el gancho, un cuchillo. Estaría bi…

No estaba segura de lo que olió primero: algo de un rosa obsceno colgado de la rama de un roble, a su izquierda, o la podredumbre.

El hedor le puso los pelos de punta. Sabía que procedía de carne muerta, pero no de ellos, no de los Cambiados. Sin embargo, había cadáveres por allí —un montón— y era consciente de que las cosas no iban a salir bien.

Lo que colgaba del árbol era un cuerpo, aunque no humano. No tenía piel, se la habían quitado como si fuera un guante. Los músculos del animal estaban intactos. Sólo le faltaba un pedacito, cosa extraña, considerando toda la carne que tenía. Ahora que lo pensaba —intentó escuchar por encima del rebumbar de su corazón—, no había pájaros. Ni cuervos. Nada.

Aquella cosa pendía de una cuerda como si fuera una rara imitación de un espantapájaros. Reconoció de qué se trataba por la forma de su cabeza y la curva de sus dientes.

Un lobo.

A ambos lados del sendero había más lobos muertos, marcando el camino como los banderines de un desfile. Doscientos metros más adelante, encontró un pequeño claro, un círculo donde la nieve estaba apisonada como un plato. Qué oportuno.

De no ser por los huesos, habría parecido que la ropa había salido de unas enormes bolsas para la colada. Habría un revoltijo de zapatos desparejados y botas bien atadas, algunos con esquirlas de huesos sobresaliendo de unos calcetines que escondían pies en proceso de descomposición —aquello lo olía con facilidad, incluso con el frío—, como si desatarles los cordones hubiera supuesto un gran esfuerzo. El claro era un derroche de color y sacos desinflados de ropa rellena de huesos. Hasta distinguió la negra tarántula de un tupé y una peluca plateada a la que parecía que le habían hecho la permanente. Una cadena dorada reposaba sobre una franja de tela negra y brillante.

«Qué lástima que no te puedas comer las joyas —pensó algo a lo loco. Las monturas de unas gafas de sol de color rubí la miraban desde la nieve. La lente derecha estaba rota en forma de supernova—. Tampoco las gafas».

Aquello no era sólo un claro.

Era un comedero.

Quizá uno de muchos, pues ahora su cerebro entumecido registraba más color en los árboles de la izquierda y más lejos, de nuevo a la derecha. Cada zona estaba marcada por más lobos muertos.

Volvió la mirada atrás, al sendero. A cierta distancia, divisó una pirámide ordenada; parecía un hito bastante tosco… de esos que suelen hacerse con piedras.

Sólo que aquello no eran piedras.

Eran cabezas.

«No».

Algunas estaban curtidas, eran muy viejas y no tenían nariz ni orejas ni lengua. Otras estaban más frescas, con los nervios saliéndoseles de las cuencas como gusanos y los labios medio comidos coagulados de sangre helada.

«No».

Había algunas que no eran para nada viejas, estaban casi frescas del todo, con la lengua azul, la nariz sólo un poco carcomida y los párpados cerrados como si estuvieran durmiendo, pero ni rastro de gusanos ni de moscas: hacía demasiado frío; aquello le había quedado claro.

Las contó. Su mirada se fue posando lentamente en cada una de las caras destrozadas. La pirámide medía doce cabezas de largo por siete de fondo en la base y poco más de un metro de altu…

«No».

Se le cortó la respiración. Se quedó completamente paralizada.

«No».

No podía quitarle los ojos de encima.

«No, por favor, no puede ser él».

Tuvo que hacer un gran esfuerzo por parpadear. Pestañeó de nuevo… como si su mente fuera una cámara y de algún modo pudiera borrar aquella foto que acababa de tomar.

Pero no. Nada cambió.

Harlan estaba allí: la segunda fila empezando por abajo, tres cabezas a la izquierda. Nunca olvidaría esa cara ni esos dientes.

Se le revolvió el estómago. Una marea de líquido caliente, repugnante y amarguísimo se precipitó por su boca y fue a caer en la nieve. Le flaquearon las rodillas y se vino abajo, hundiendo el rifle en la nieve al tiempo que vomitaba. Lo devolvió todo hasta que vació por completo el estómago y allí se quedó, postrada en la nieve manchada, jadeando, con la nariz sumergida en el hedor de su propio vómito…

Y luego sintió una nueva oleada, el terrible efluvio de algo muerto y nauseabundo que se había abrasado y podrido bajo un tórrido sol veraniego.

Un brote de horror negro le exprimió los pulmones y le cortó la respiración. Por fin comprendía por qué Jess había hablado de Isaac… y de sacrificio.

Puede que hubieran estado observando. Tal vez hasta hubiesen disfrutado de la vista. Pero lo más probable era que hubieran llegado por inercia, como cazadores que seguían el rastro de una buena presa… que sabían dónde se encontraba su próxima comida.

Eran cinco: tres chicos y dos chicas. Iba ataviados con parkas, botas y guantes. Un chico y una chica llevaban pieles, caladas en la cabeza de tal modo que parecían mirarla desde sus caras de lobo.

Todos iban armados. Una chica y dos de los chicos, incluido Lobezno, portaban rifles. El tercer chico, que alguna vez debió de asistir al instituto, blandía una Beretta, más apropiada para las manos pequeñas de un niño.

La única que no llevaba un arma de fuego era Lobezna, que, en su lugar, sostenía un cuchillo de maíz. La hoja, muy larga y afilada, estaba manchada de herrumbrosas arañas de sangre seca.

Y había algo más, un último detalle que hacía que estos chicos fueran ta diferentes.

Estos Cambiados no estaban limpios, pero tampoco mugrientos.

De hecho, parecían muy bien alimentados.

La verdad le golpeó como un martillo:

Rule no estaba combatiéndolos.

Los estaba alimentando.

FIN DEL PRIMER LIBRO